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Vacía. Pierce no estaba por ninguna parte. Sintió una punzada en el estómago y el dolor se expandió por todo el cuerpo. La había dejado sola. Ryan negó con la cabeza y volvió a registrar las habitaciones con incredulidad. Seguro que le había dejada una nota en la que le explicaba por qué y adónde se había marchado. No podía haberse despertado y abandonarla sin más, después de la noche que habían compartido.

Pero no. había nada. Ryan tembló. De pronto, se había quedado fría.

Era su sino, decidió. Se acercó a la ventana y miró hacia un neón apagado. Quisiera a quien quisiera, se enamorase de quien se enamorase, los demás siempre la abandonaban. Y, sin embargo, todavía mantenía la esperanza de que alguna vez las cosas pudiesen ser de otra manera.

De pequeña, había sido su madre, una mujer joven, cariñosa y con mucho estilo, la que había seguido a Bennett Swan por todo el mundo. Solía decirle que ya era una chica grande, capaz de valerse por sí misma; que volvería en un par de días. Que acababan convirtiéndose en un par de semanas, recordó Ryan. Siempre había habido una asistenta o algún miembro del servicio doméstico que había cuidado de ella. No podía decir que le hubiese faltado comida ni ropa o que hubiese sufrido algún tipo de abuso. Simplemente, se olvidaban de ella, como si hubiese sido invisible.

Luego había sido su padre, todo el rato corriendo de un lado para otro y yéndose de casa sin apenas avisar. Por supuesto, se había asegurado de contratar a alguna niñera fiable a la qué había pagado un sueldo generoso. Hasta que la habían metido en un barco y la habían mandado a Suiza, al mejor internado posible. Su padre siempre había celebrado que estuviese entre las mejores alumnas.

Y tampoco le habían faltado regalos caros el día de su cumpleaños, junto con una tarjeta remitida desde una dirección a miles de kilómetros, en la que le decían que siguiera estudiando. Cosa que Ryan había hecho, por supuesto. Jamás se habría arriesgado a desilusionar a su padre.

Nada cambiaba y todo se repetía, pensó Ryan mientras se giró para mirarse al espejo. Ryan era fuerte. Ryan era una mujer práctica. Ryan no necesitaba todas esas cosas que las demás mujeres sí necesitaban: abrazos, dulzura, amor.

Así era mejor, se dijo. Además, no tenía por qué sentirse dolida. Se habían deseado, habían cedido a sus instintos y habían pasado la noche juntos. ¿Para qué teñirlo de romanticismo? No tenía derecho a pedirle explicaciones a Pierce. Y ella tampoco tenía el menor compromiso con él. Ryan se llevó la mano al cinto de la bata y la desanudó. Luego se la quitó, dejándola caer hombros abajo, y, ya desnuda, se dirigió a la ducha.

Puso el agua caliente, ardiendo, con el chorro a toda presión contra su piel. No quería pensar. Se conocía bien. Si conseguía dejar la mente en blanco un rato, cuando volviese a ponerse en marcha sabría lo que debía hacer.

El baño se había llenado de vapor y humo cuando salió para secarse con la toalla. Ryan se movía con prisa. Tenía trabajo que hacer: anotar ideas, planificar los programas de televisión. Ryan Swan, productora de Producciones Swan. En eso debía concentrarse. Ya iba siendo hora de dejar de preocuparse por gente que no podía o no quería darle lo que ella anhelaba. Tenía que labrarse un nombre en el sector. Lo único de lo que debía preocuparse era de su carrera profesional.

Mientras se vestía, todo indicaba que había recobrado la calma por completo. Los sueños eran para las horas de dormir y ella estaba más que despierta. Tenía que encargarse de un montón de detalles. Tenía que concertar entrevistas, reunirse con directores de diversos departamentos. Había que tomar decisiones. Ya llevaba demasiado tiempo en Las Vegas. No conocería el estilo de Pierce mejor por quedarse más días. Y, lo más importante para ella en esos momentos, sabía perfectamente el producto final, que quería conseguir. Sólo tenía que volver a Los Ángeles y empezar a concretar las ideas que tenía y ponerlas en práctica.

Era la primera producción que le encomendaban y se había jurado que no sería la última.

Ryan agarró el cepillo y se lo pasó por el pelo. La puerta se abrió a su espalda.

– Estás despierta -dijo Pierce, sonriente, justo antes de avanzar hacia ella.

La mirada de Ryan lo detuvo. Se notaba que estaba dolida y furiosa.

– Sí, estoy despierta -contestó con falsa indiferencia mientras seguía cepillándose-. Llevo un rato de pie. Mi padre me ha llamado hace un rato. Quería que lo informara de cómo van las cosas.

– Ah -murmuró Pierce. Pero era evidente que la frialdad de Ryan no tenía que ver con su padre, decidió sin dejar de observarla-. ¿Has pedido algo al servicio de habitaciones?

– No.

– Querrás desayunar -dijo él, animándose a acercarse otro paso. No se atrevió a más, al captar el muro que Ryan había levantado entre los dos.

– No, la verdad es que no tengo hambre -Ryan sacó el neceser y empezó a maquillarse-. Ya me tomaré un café en el aeropuerto. Me vuelvo a Los Ángeles esta misma mañana.

El tono cortante y distanciado de la respuesta lo obligó a apretar los dientes. ¿Podía haberse equivocado tanto?, ¿tan poco había significado para ella la noche que habían pasado juntos?

– ¿Esta mañana? -preguntó Pierce con la misma indiferencia-. ¿Y eso?

– Creo que ya me he hecho una idea suficientemente aproximada de cómo trabajas y de lo que necesitarás para los especiales de televisión -contestó Ryan sin dejar de mirarse al espejo-. Conviene que vaya ocupándome de las gestiones preliminares y ya fijaremos una cita cuando vuelvas a California. Me pondré en contacto con tu agente.

Pierce se tragó las palabras que habría deseado decir. Él nunca ataba a nadie. Al único al que encadenaba era a sí mismo.

– Si es lo que quieres.

Ryan guardó el neceser.

– Los dos tenemos trabajo que hacer. El mío está en Los Ángeles; el tuyo, de momento, aquí -dijo mientras se giraba al armario.

Pierce la detuvo poniéndole una mano sobre el hombro. La retiró al instante al notar que se ponía tensa.

– Ryan, ¿te he hecho daño?

– ¿Daño? -repitió ella camino del armario. Se encogió de hombros, pero Pierce no pudo ver la expresión de sus ojos-. ¿Cómo ibas a hacerme daño?

– No lo sé -contestó él hablándole a la espalda. Ryan estaba sacando la ropa para hacer la maleta, pero Pierce la obligó a darse la vuelta-. Pero te lo he hecho. Te lo veo en los ojos -añadió cuando por fin pudo mirarla.

– Olvídalo -dijo Ryan-. Yo lo haré -agregó. Hizo ademán de retirarse, pero Pierce la sujetó con firmeza.

– No puedo olvidarme de algo si no sé de qué se trata -contestó. Aunque no apretaba con fuerza, el tono de voz mostraba que estaba irritado-. Ryan, ¿qué pasa? Dímelo.

– Déjalo, Pierce.

– No.

Ryan trató de soltarse de nuevo, pero Pierce siguió reteniéndola. Se dijo que debía mantenerse calmada…

– ¡Me has abandonado! -explotó y tiró la ropa al suelo. Fue un estallido tan inesperado que Pierce se quedó mirándola atónito, incapaz de articular palabra-. Me he despertado y te habías ido, sin decirme una palabra. No estoy acostumbrada a tener aventuras de una noche -añadió y los ojos de Pierce se encendieron.

– Ryan…

– No, no quiero oírlo -se adelantó ella, negando con la cabeza vigorosamente-. Esperaba otra cosa de ti. Me he equivocado. Pero no importa. Una mujer como yo no necesita que la traten como a una reina. Soy experta en sobrevivir. ¡Y suéltame! Tengo que hacer la maleta -dijo tras intentar zafarse una vez más, en vano.

– Ryan -Pierce la atrajo contra su cuerpo todavía más, a pesar de las protestas de ella. Era obvio que se sentía dolida y que él no era el origen de aquel dolor tan profundo-. Lo siento.

– Quiero que me sueltes, Pierce.

– Si lo hago, no me escucharás -contestó él al tiempo que le acariciaba el pelo, todavía húmedo por la ducha-. Necesitó que me escuches.

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