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– Señor Ross -Pierce entró en el despacho, pero no le tendió la mano.

– Encantado de conocerlo, señor Atkins. Soy un gran admirador suyo -dijo Ned, esbozando una sonrisa para la galería.

– ¿De veras?

Pierce le devolvió una sonrisa educada que hizo a Ned sentirse como si acabaran de tirarlo dentro de una habitación muy fría y oscura.

Incapaz de mantenerle la mirada, Ned se giró hacia Ryan.

– Pásalo bien en Las Vegas -se despidió-. Y, lo dicho: un placer conocerlo, señor Atkins -añadió cuando ya estaba saliendo del despacho.

Ryan miró la apresurada salida de Ned con el ceño fruncido. Desde luego, no había sido la retirada del hombre confiado y seguro de sí mismo que solía ser.

– ¿Qué le has hecho? -preguntó ella cuando Ned hubo cerrado la puerta.

Pierce enarcó las cejas al tiempo que se acercaba a Ryan.

– ¿Qué crees que le he hecho?

– No sé -murmuró Ryan-. Pero sea lo que sea, no quiero que me lo hagas a mí.

– Tienes las manos frías, Ryan -dijo Pierce después de tomarlas entre las de él-. ¿Por qué no le has dicho simplemente que te deje en paz?

La ponía nerviosa que la llamara Ryan. Pero también la ponía nerviosa que la llamara señorita Swan en aquel tono ligeramente burlón que utilizaba. Ryan bajó la mirada hacia las manos entrelazadas de ambos.

– Lo he hecho… o sea… -Ryan no entendía qué hacía balbuceando para darle una explicación a Pierce-. Será mejor que nos demos prisa si quiere llegar a tiempo a su compromiso, señor Atkins.

– Señorita Swan -Pierce la miró con expresión risueña mientras se llevaba a los labios las manos de Ryan. Ya no estaban frías en absoluto-. Echaba de menos esa cara tan seria y ese tono tan profesional.

Así, sin darle opción a responder nada, le agarró un brazo y la condujo hacia la salida del despacho. Después de ponerse el cinturón de seguridad en el coche de Pierce y de introducirse en un mar de tráfico, Ryan trató de entablar algún tipo de conversación para romper el silencio. Si iban a trabajar codo con codo, lo mejor sería determinar lo más rápido posible la forma correcta de relacionarse. Peón de reina a alfil dos, pensó, recordando la partida de ajedrez que habían echado.

– ¿Qué clase de compromiso tiene esta tarde?

Pierce paró ante un semáforo en rojo y se giró a mirarla. Sus ojos se cruzaron con los de ella con breve pero potente intensidad.

– Es un secreto -respondió Pierce enigmáticamente-. El ayudante de su padre no le cae bien -afirmó sin rodeos.

Ryan se puso tensa. Él había atacado y había llegado su turno de defender.

– Es bueno en su trabajo.

– ¿Por qué le ha mentido? -preguntó Pierce cuando el semáforo se puso verde-. Podía haberle dicho que no quería cenar con él, en vez de fingir que tenía otra cita.

– ¿Qué le hace pensar que estaba fingiendo? -replicó impulsivamente Ryan, herida en su orgullo.

– Sólo me preguntaba por qué sentía que debía hacerlo -dijo él mientras bajaba a segunda para tomar una curva.

– Eso es asunto mío, señor Atkins -zanjó Ryan.

– ¿No crees que podíamos olvidarnos de tanto “señor Atkins y señorita Swan” durante esta tarde? -se animó a tutearla Pierce.

Entró en un aparcamiento y estacionó en un hueco libre. Luego giró la cabeza y le dedicó una de sus mejores sonrisas. Sin duda, decidió Ryan, era un hombre demasiado encantador cuando sonreía de ese modo.

– Puede -contestó sin poder evitar que sus labios se curvaran hacia arriba-: Durante esta tarde. ¿Pierce es tu verdadero nombre?

– Sí que yo sepa -dijo y salió del coche. Cuando Ryan se apeó, se dio cuenta de que estaban en el aparcamiento del Hospital General de Los Ángeles.

– ¿Qué hacemos aquí?

– Tengo que hacer un espectáculo -Pierce sacó del portaequipajes un maletín negro, parecido a los que pudiera utilizar cualquier doctor-. Son mis herramientas de trabajo. Nada de bisturís -le prometió al ver la cara intrigada de Ryan.

Después le tendió una mano. Se quedó mirándola a los ojos con paciencia mientras ella dudaba. Por fin, Ryan aceptó la mano y salieron juntos por la puerta lateral.

Había pensado en distintos sitios a los que Pierce podría haberla llevado a pasar la tarde, pero en ningún momento había imaginado que fueran a acabar en la sala de pediatría del Hospital General. Y fuera cual fuera la imagen que se hubiese formado de Pierce Atkins, tampoco había imaginado que conectase tan bien con los niños. Al cabo de los cinco primeros minutos, Ryan comprendió que Pierce les estaba ofreciendo mucho más que unos cuantos trucos. Se estaba entregando a sí mismo.

Al final resultaba que tenía un gran corazón, se dijo con cierta inquietud. Actuaba en Las Vegas, cobraba treinta y seis euros por entrada y abarrotaba los mejores escenarios; pero luego se iba a un hospital para hacer pasar un rato agradable a un puñado de niños. Ni siquiera había periodistas presenciando aquel acto humanitario para escribirlo en las columnas del día siguiente. Pierce estaba entregando su tiempo y su talento por el mero hecho de procurar felicidad a los demás. O, para ser más precisa, pensó Ryan, para aliviar el sufrimiento de los enfermos.

Fue justo en ese momento, aunque entonces no se dio cuenta, cuando Ryan se enamoró.

Lo miró mientras jugaba con una pelotita en la mano. Ryan estaba tan fascinada como los niños. Con un movimiento fulgurante, la pelota desapareció para reaparecer instantes después por la oreja de un niño que chilló entusiasmado.

Se trataba de un espectáculo sencillo, compuesto por pequeños trucos que cualquier mago aficionado podría haber realizado. Pero la sala era un tumulto de risas, exclamaciones de asombro y aplausos. Era evidente que a Pierce le resultaba mucho más satisfactorio que el éxito más atronador de cuantos podía cosechar tras un número complicado sobre el escenario. Sus raíces estaban ahí, entre los niños. Nunca lo había olvidado. Recordaba de sobra el olor a desinfectante y los ambientadotes florales de las salas de enfermos, la sensación de no poder salir de una cama de hospital. El aburrimiento, pensó Pierce, podía ser la enfermedad que más estragos causara entre los niños.

– Os habréis fijado en que me acompaña una ayudante guapísima -señaló Pierce. Ryan necesitó unos segundos para darse cuenta de que se refería a ella. Se le agrandaron los ojos de sorpresa, pero él se limitó a sonreír-. Ningún mago viaja sin acompañante. Ryan -la llamó extendiendo una mano, con la palma hacia arriba.

Entre risillas y aplausos, no tuvo más remedio que unirse a Pierce.

– ¿Qué haces? -susurró ella.

– Convertirte en estrella -respondió Pierce con naturalidad antes de volverse hacia su público de niños en camas y sillas de ruedas-. Ryan tiene esta sonrisa tan bonita porque bebe tres vasos diarios de leche, ¿verdad que sí, Ryan?

– Eh… sí -dijo ella. Luego miró las caras expectantes que la rodeaban-. Tres vasos diarios -repitió. ¿Por qué le hacía eso Pierce? Nunca había visto tantos ojos enormes y curiosos pendientes de ella a la vez.

– Estoy seguro de que todos sabéis lo importante que es beber leche.

Lo que fue respondido con algunas afirmaciones poco entusiasmadas y un par de gruñidos de protesta. Pierce metió la mano en el maletín negro y sacó un vaso que ya estaba medio lleno de leche. Nadie le preguntó por qué no se había derramado.

– Porque todos bebéis leche, ¿verdad? -continuó él. Esa vez arrancó algunas risas aparte de algún gruñido más. Pierce sacudió la cabeza, sacó un periódico y empezó a doblarlo en forma de embudo-. Éste es un truco difícil. No sé si podré hacerlo si no me prometéis todos que esta noche os tomaréis vuestro vaso de leche.

Un coro de promesas llenó la sala de inmediato. Ryan comprendió que Pierce era tan bueno con los niños como con la magia, tenía la misma destreza como psicólogo que como artista. Quizá no eran cosas distintas y el secreto de su arte consistía en conocer a su público. De pronto, advirtió que Pierce la estaba mirando con una ceja enarcada.

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