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– Pero… ¿cómo ha podido…? -Ryan no pudo evitar soltar una risotada. Se relajó contra el respaldo de la silla, se acercó la flor a la nariz y aspiró. Era un hombre con recursos, se dijo mientras disfrutaba de la fragancia de la rosa. Con muchos recursos. ¿Pero quién demonios era?, ¿qué cosas lo apasionaban?, ¿qué le tocaba la fibra? De pronto, sentada en su impecable despacho, Ryan decidió que tenía algo más que simple curiosidad por descubrirlo. Quizá mereciese la pena aguantar su arrogancia con tal de averiguarlo; con tal de conocerlo mejor.

Pierce Atkins tenía que ser un hombre muy interesante cuando era capaz de hablar sin abrir la boca y dar órdenes con una simple mirada. Seguro que era un hombre profundo, complejo, con muchas máscaras. La cuestión era: ¿cuántas capas tendría que pelar hasta llegar a su corazón y conocerlo sin disfraces? Sería arriesgado, decidió, pero… Ryan negó con la cabeza. Al fin y al cabo, se recordó, no le daría la oportunidad de descubrirlo. Swan lo convencería de que firmase el contrato de acuerdo con las condiciones previstas desde el principio por la productora o se olvidaría de él. Ryan sacó el contrato y cerró el maletín. Pierce Atkins había pasado a ser problema de su padre. Ya no era asunto de ella. Y, sin embargo, no quería soltar la rosa que le había introducido en el maletín.

El sonido del teléfono le recordó que no tenía tiempo para andar distraída con ensoñaciones.

– Dígame, Bárbara.

– El jefe quiere verla.

Ryan miró el interfono con aprensión. Swan debía de haberse enterado de que estaba de vuelta desde nada más pasar al guardia que custodiaba la entrada al edificio.

– Enseguida -respondió al cabo de unos segundos. Tras dejar la rosa sobre la mesa, Ryan salió del despacho con el contrato debajo del brazo.

Bennett Swan estaba fumando un puro cubano de lujo. Le gustaban las cosas caras. Pero lo que más le gustaba de todo era saber que el dinero que poseía podía permitirle comprar todos sus caprichos. Si en una tienda veía dos trajes con el mismo corte y de igual calidad, Swan elegía siempre el que tuviera el precio más elevado en la etiqueta. Era una cuestión de orgullo.

Los galardones que exhibía en su despacho también eran cuestión de orgullo. Hablar de Producciones Swan era tanto como hablar de Bennett Swan. Por tanto, los Oscars y los Emmy que la productora conseguía no hacían sino demostrar que él era un hombre de éxito. De la misma manera, los cuadros y las esculturas que su diseñador le había recomendado adquirir estaban ahí para enseñarle al mundo entero que, como buen triunfador, distinguía el valor de las cosas bien hechas.

Quería a su hija. Se habría quedado desconcertado si alguien dijera lo contrario. Para él, no cabía la menor duda de que era un padre excelente. Siempre le había proporcionado a su hija todo cuanto podía comprarse con dinero: las mejores ropas, una niñera irlandesa cuando su madre había muerto, una educación en centros carísimos y un hueco en la empresa cuando se había empeñado en trabajar.

No le había quedado más remedio que reconocer que la chica tenía más cabeza de lo que había esperado de ella. Ryan tenía una mente despierta y sabía cómo dejar a un lado las tonterías sin importancia para ir directa al fondo de las cuestiones. Lo cual no hacía sino demostrar que el dinero que había invertido en educarla en Suiza estaba bien empleado. No, no lamentaba haberle ofrecido a su hija la formación más exquisita. Lo único que le había exigido era que Ryan estuviese a la altura y obtuviese buenos resultados.

Miró el círculo de humo que se elevó desde la punta del puro. Su hija había cumplido con creces y por ello le tenía un gran aprecio.

Ryan llamó a la puerta. Después de esperar a que le dieran permiso para pasar, entró. Bennett la observó mientras cruzaba la tupida moqueta que cubría la distancia hasta la mesa de su despacho. Era una chica bien guapa, pensó. Se parecía a su madre.

– ¿Querías verme? -Ryan esperó a que la invitara a sentarse.

Swan no era un hombre muy grande, pero siempre había compensando esa falta de estatura con su facilidad para comunicarse. Le bastó un gesto para pedirle que tomara asiento. Seguía conservando ese rostro de rasgos duros que las mujeres solían encontrar tan atractivo. Y aunque en los últimos cinco años había ganado algunos kilos y se le había caído algo de pelo, en esencia seguía exactamente igual que en el primer recuerdo que Ryan pudiera tener de él. Al mirarlo, sintió una mezcla familiar de amor y frustración. Ryan sabía demasiado bien los límites del afecto que su padre podía llegar a profesarle.

– ¿Te encuentras mejor? -le preguntó. No daba la impresión de que el ataque de gripe que había sufrido le hubiese dejado secuela alguna. El color de su cara era lozano y saludable, sus ojos brillaban con lucidez. Swan dio por zanjada la conversación sobre su salud con otro simple gesto de la mano. No tenía paciencia con las enfermedades; menos todavía cuando el enfermo era él. No podía perder el tiempo con ellas.

– ¿Qué te ha parecido Atkins? -quiso saber en cuanto Ryan se hubo sentado. Era una de las pocas cosas para las que le pedía opinión; valoraba la intuición que su hija tenía para formarse una idea de los demás. Como siempre, Ryan se lo pensó con detenimiento antes de responder.

– Es especial. No hay dos hombres como él en el mundo -arrancó con un tono que habría hecho sonreír a Pierce-. Tiene un talento extraordinario y mucha personalidad. No estoy segura de si lo uno es debido a lo otro.

– ¿Es muy excéntrico?

– No, al menos no en el sentido de que se dedique a hacer cosas para fomentar una imagen excéntrica -Ryan frunció el ceño al recordar su casa, su estilo de vida. Como el propio Pierce había dicho, las apariencias podían engañar-. Creo que es un hombre muy profundo y que vive la vida de acuerdo con sus propias reglas. La magia es algo más que un trabajo para él. Está entregado a ella como los pintores lo están a sus cuadros.

Swan asintió con la cabeza y exhaló una nube densa de humo caro.

– Y es una garantía de éxito. Siempre revienta las taquillas con sus espectáculos.

– Sí -dijo Ryan sonriente mientras apretaba el contrato-. Lo que es normal, porque no creo que haya nadie mejor que él en lo suyo; además, es muy dinámico sobre el escenario y lo envuelve cierto misterio fuera de él. Es como si hubiese encerrado en un armario los primeros años de su vida y hubiese escondido la llave. A los espectadores les encantan los misterios y él es un misterio en persona.

– ¿Y el contrato?

Había llegado el momento de la verdad, se dijo Ryan armándose de valor.

– Está dispuesto a firmar, pero con ciertas condiciones. Es decir, quiere…

– Ya me ha contado sus condiciones -interrumpió Swan.

La disertación que con tanto cuidado había preparado Ryan se fue al traste de golpe.

– ¿Te lo ha contado?

– Me llamó hace un par de horas -Swan se sacó el puro de la boca. El diamante que llevaba en el dedo destelló mientras miraba a su hija-. Dice que eres escéptica y que eres meticulosa con los detalles. Parece ser que es justo lo que quiere.

– Simplemente, lo que pasa es que creo que, sus trucos no son más que el resultado de una buena puesta en escena -replicó Ryan, enfadada porque Pierce hubiese hablado con Swan antes que ella. Era una sensación incomoda, como si estuviese echándole otra partida de ajedrez. Y Pierce ya le había ganado la primera-. Tiene tendencia a incorporar su magia en el día a día. Tiene su encanto, pero distrae mucho para celebrar una entrevista de trabajo.

– Parece ser que insultarlo te ha funcionado -contestó Swan.

– ¡No lo he insultado! -exclamó Ryan-. Me he pasado veinticuatro horas metida en una casa con papagayos parlantes y gatas negras, y no lo he insultado. He hecho todo lo que he podido por conseguir que firme, salvo dejar que me corte en dos con la sierra. Estoy dispuesta a llegar muy lejos para conseguir un cliente, pero hay ciertos limites a los que no llego, por mucha taquilla que dejen sus espectáculos -añadió al tiempo que ponía el contrato sobre la mesa de su padre.

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