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Me centré en las fotos y desenchufé todas las clavijas cerebrales. Necesitaba conocer el lado visual de los acontecimientos y no podía permitirme el lujo de reaccionar emocionalmente. La muerte violenta es repugnante. Mi primer impulso consiste siempre en dar media vuelta y marcharme, en proteger mi alma del espectáculo, pero se trataba del único testimonio gráfico del siniestro y tenía que verlo por mis propios ojos. Posé una mirada de indiferencia en la primera foto en blanco y negro. Las fotos en color serían insoportables y me dije que lo mejor era comenzar por las más «fáciles».

Jonah carraspeó en aquel punto y alcé los ojos.

– Yo me voy a la piltra -dijo-. Estoy hecho polvo.

– ¿Ya? -Miré la hora con sorpresa. Eran las once y media. Llevaba allí sin moverme más de dos horas-. Lo siento -dije-. No sabía que llevase aquí tanto tiempo.

– Tranquila. Lo que pasa es que me he levantado a las cinco de la mañana y necesito pegar ojo. Llévate todos los papeles, si quieres. Pero si Dolan te coge con ellos, lo negaré todo y dejaré que los lobos te devoren; por lo demás, deseo que te sean útiles.

– Gracias. Ya me han sido de utilidad. -Metí las fotos y los informes en un sobre grande de papel marrón, que a su vez metí en mi bolso.

Cogí el coche y volví a casa, intranquila. No se me iba de la cabeza la imagen del cadáver de Marty: las facciones deformadas por las quemaduras, la boca abierta, tendida en un cerco de cenizas que parecía un montón de confetti gris. El calor le había contraído los tendones de los brazos y le había colocado los puños en postura pugilística. Había sido su último combate y lo había perdido, pero en mi opinión no había terminado todavía.

Quise exorcizar la imagen repasando todo lo que sabía hasta el momento. Había un pequeño detalle que seguía pinchándome. ¿Sería verdad lo que había dicho May Snyder sobre el insistente martilleo de aquella noche?

Estaba ya cerca de casa cuando me acordé del cobertizo del patio trasero de los Grice. Pisé el freno a fondo, di un giro espectacular a la izquierda y puse rumbo al centro.

Vía Madrina estaba a oscuras bajo la densa techumbre de los pinos. No había mucho tráfico a aquella hora. El cielo estaba un tanto nublado y, aunque había luna llena, la luz que se filtraba quedaba parcialmente eclipsada por el edificio de la comunidad de propietarios. Estacioné el coche y saqué de la guantera una linterna-pluma. Me puse un par de guantes de goma, cerré con llave y avancé por el sendero de entrada de los Grice. Avancé directamente por el costado de la casa sin que las bambas hicieran el menor ruido en el cemento.

Palpé la ganzúa que llevaba en el bolsillo y que tenía la forma de una mandolina plana de metal. Llevaba encima un llavero con un juego de cinco ganzúas y tenía otro juego en casa, de ganzúas más complicadas, en un estuche de cuero precioso. Me las había regalado un desvalijador foráneo que a la sazón cumplía una condena de diez meses en la penitenciaría del condado. La última vez que lo habían cogido me había contratado para que vigilase a su mujer, que según él le engañaba con el vecino. En realidad no le engañaba con nadie, y el desvalijador se sintió tan contento al enterarse que me regaló las ganzúas y me enseñó a utilizarlas. También me dio algo en metálico, pero luego resultó que era dinero robado y me pidió que se lo devolviese porque el juez le había ordenado que lo restituyera.

Hacía frío y soplaba una brisa caprichosa que despertaba suspiros entre las ramas de los árboles. En la casa que había detrás de la de los Grice había toldos de lona que daban sacudidas como las velas de los barcos y el murmullo hueco de la hierba seca daba a la aventura un clima espectral. En cualquier caso me notaba asustadiza por haber visto las fotos del cadáver achicharrado, y sin embargo allí estaba, a punto de cometer un pequeño delito que podía enviarme a la cárcel y retirarme la licencia. Si los vecinos daban la alarma y se presentaba la policía, ¿qué podía decir? ¿Que por qué estaba haciendo lo que hacía? Bueno, pues porque quería saber qué había dentro de aquella casita metálica y no se me había ocurrido otra manera de averiguarlo.

Iluminé con la pequeña linterna la base del candado. Mi amigo el desvalijador me había dibujado un candado igual que aquél y por eso sabía que en tales artefactos hay un resorte plano en forma de horquilla que encaja en las muescas de la armella. Por lo general, sólo la punta de la llave acciona el resorte, así que era cuestión de adivinar cuál de las ganzúas podía movilizarlo. A decir verdad habría podido probar con una horquilla estirada y con un extremo doblado en forma de ele, pero precisamente era ésta la forma que tenía la primera ganzúa que empleé y el candado ni siquiera se inmutó. Probé con otra que tenía la punta en forma de hache. Tu tía. Probé la tercera con mucho cuidado. El candado se abrió en mi palma. Consulté el reloj. Minuto y medio. Tengo mi pequeña vanidad para estas cosillas.

La puerta del cobertizo chirrió cuando la abrí y me detuve unos instantes con el corazón retumbándome en la garganta. Oí el torpedeo de una moto que pasaba por la calle, pero no le hice mucho caso porque acababa de entender qué tipo de vigilancia hacía Mike en la casa de su tío. En el cobertizo, además del rimero de cacharros de alfarería, la cortadora manual de césped y una hoz, había seis estantes repletos de productos prohibidos: botes de tapa hermética llenos de anfetas, Nembutales, seconales, Dexamyles, amitales, y algunas bolsas de plástico con hierba y chocolate. En fin, era demasiado tentador para decirlo con palabras. No creí que el drogadicto fuera Leonard Grice, pero habría apostado unos duros a que el sobrino había invertido todos sus ahorros en aquel paraíso artificial portátil. Tan pagada estaba de mi descubrimiento que no me di cuenta de que lo tenía detrás hasta que dejó escapar un atónito «¡eh!».

Di un salto y me volví en redondo mientras contenía una exclamación. De pronto me vi ante el muchacho, cuyos ojos verdes brillaban en la oscuridad como los de un gato. Estaba tan sorprendido como yo. Por suerte ninguno de los dos iba armado, de lo contrario habríamos podido enfrentarnos en un rápido duelo y en ese caso nos habríamos causado mucho daño inútil.

– Pero, ¿qué haces aquí? -dijo.

Parecía ofendido, como si no pudiera dar crédito a sus ojos. Empezaba a tener ya la cresta demasiado larga y el viento se la vencía un tanto hacia la izquierda, como la hierba de aquellos campos que aparecían en los antiguos anuncios de Kotex. Llevaba una cazadora negra de cuero y lucía un pendiente con una piedra preciosa de imitación. Calzaba botas altas y confeccionadas con un material estriado para que pareciesen de piel de serpiente, pero en realidad parecían estar leprosas. Era difícil tomarse en serio a aquel chaval, pero lo hice; no sé cómo, pero lo hice. Salí, cerré la puerta del cobertizo y eché el candado a continuación. ¡Que intentase probar algo ahora!

– Sentí curiosidad por lo que hacías aquí y vine a echar un vistazo.

– ¿Quieres decir que has forzado la entrada? -preguntó. Su voz tenía ese crujido adolescente que se hereda de la pubertad y las mejillas se le habían teñido de rosa-. ¡No puedes hacer una cosa así!

– Mike, encanto, lo he hecho ya -dije-. Y estás metido en un buen lío.

Se quedó mirándome con cara de haba durante un momento.

– ¿Vas a llamar a la pasma?

– ¡Mierda, sí!

– Pero lo que has hecho es tan ilegal como lo mío -dijo. Saltaba a la vista que era uno de esos chicos brillantes y acostumbrados a discutir con los adultos esgrimiendo el nombre de la justicia.

– No te enteras, chaval -dije-. No pienso quedarme aquí discutiendo contigo el código penal californiano. Te dedicas al trapicheo. Y a la pasma le traerá sin cuidado lo que yo haya hecho. Puede que pasara por aquí por casualidad y pensase que eras tú quien forzaba la entrada. Estás acabado, chico.

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