Recogí la hoja de ruta y llegué a su casa a eso de las nueve y media. Lo vi en el patio trasero de un bungalow blanco de madera que se alzaba en medio de un bosque de arbustos gigantes. Estaba echado en una hamaca de armazón metálico, en el único rincón donde daba el sol. El resto estaba sumido en sombras y parecía frío e inhóspito. Tendría sesenta y tantos años, y el pelo le raleaba; iba enfundado en un albornoz verde oscuro y parecía de complexión recia. Tenía encima del pecho un pedazo de franela rosa estampada y olía a Vicks Vaporub. A su lado había una mesita metálica con medicamentos contra el resfriado, una caja de pañuelos de papel, un vaso de zumo vacío y unas revistas de crucigramas que no me eran desconocidas.
– Conozco al individuo que hace esos crucigramas -dije-. Es mi casero.
Enarcó las cejas.
– ¿Vive aquí ese tío? ¡Sabe más que Lepe! Pone unas definiciones que no las resuelve ni Dios. Fíjese en este crucigrama, es sobre «Novelistas ingleses del siglo XVIII», y el tío, hala, mete todos sus libros, todos los personajes y toda la pesca. Tuve que leer a Henry Fielding, Laurence Sterne y otros de los que no había oído hablar en mi vida para poder resolverlo. Es mejor que ir a la universidad, se lo digo yo. ¿Qué es? ¿Catedrático o algo así?
Negué con la cabeza al tiempo que experimentaba un orgullo tonto. Por la reacción del taxista se habría dicho que Henry era una estrella de rock.
– Era dueño de una pequeña panadería que había en el cruce de State y Purdue. Empezó a confeccionar crucigramas cuando se jubiló.
– ¡No me diga! ¿Seguro que es el mismo? ¿Henry Pitts?
Me eché a reír.
– Claro que estoy segura. Siempre me está poniendo a prueba con sus definiciones. Creo que nunca he sido capaz de resolver entero ninguno de sus crucigramas.
– Pues dígale que me gustaría verle. Cuando quiera. Tiene un sentido del humor muy retorcido, pero a mí me gusta. Hizo uno exclusivamente con rarezas botánicas, ¿se acuerda? Era desesperante. Estuve en vela toda la noche. No puedo creer que ese tío viva aquí, en Santa Teresa. Yo estaba convencido de que era todo un catedrático del Instituto Tecnológico de Massachusetts o de algún sitio así.
– Le contaré lo que opina de él. Le emocionará saber que tiene un admirador.
– Dígale que se pase por aquí cuando quiera. Dígale que Nelson Acquistapace está a su disposición. Si necesita un taxi, que llame a La Mejor y pregunte por mí.
– Se lo diré -dije.
– ¿Ha traído la hoja de ruta? Ron me dijo que andaba usted buscando a una señora que ha desaparecido. ¿Es verdad?
Saqué del bolso la hoja de ruta y se la alargué.
– No se acerque demasiado, muñeca -dijo. Sacó un pañuelo del bolsillo del albornoz, se limpió la nariz, se sonó y se lo guardó. Desdobló la hoja y se la puso a la distancia del brazo totalmente estirado-. Me he dejado las gafas dentro. ¿Cuál es?
Le señalé la dirección de Vía Madrina.
– Ah, sí, ya me acuerdo. La llevé al aeropuerto y allí la dejé. Recuerdo que quería coger el último avión de Los Angeles. No sé si me dijo adonde iba.
– A Miami, Florida.
– Sí, sí, ahora me acuerdo.
Inspeccionaba la hoja de ruta como si fuesen cartas de Tarot dispuestas en un orden difícil de interpretar.
– ¿Sabe qué es esto? -Golpeó el papel-. ¿Quiere saber por qué le cobré tanto? Fíjese. Dieciséis dólares. No cuesta tanto ir de Vía Madrina al aeropuerto. Aquella mujer me hizo parar y me tuvo esperando quince minutos con el taxímetro corriendo. Una parada en mitad de trayecto. Espere, a ver si recuerdo dónde fue. En algún punto de Chapel. Sí, sí, ahora caigo. Fue en la clínica que está cerca de la autopista.
– ¿Una clínica? -Aquello me cogió por sorpresa.
– Sí, bueno, un dispensario. Para el gato. Lo dejó para que lo sometieran a no sé qué intervención de urgencia, volvió al taxi y nos marchamos.
– Supongo que no la vería subir al avión, ¿verdad?
– Pues sí. Ya había terminado el turno de noche. Puede verlo en la hoja de ruta. Fue mi última cliente, subí al bar del aeropuerto y me tomé un par de cervezas en la terraza. Como le dije que iba a estar arriba, se volvió para decirme adiós con la mano al dirigirse hacia el avión.
– ¿Iba sola?
– Que yo sepa, sí.
– ¿La había cogido anteriormente?
– No. Yo vivía en Los Ángeles y me trasladé aquí en noviembre del año pasado. Esto es el paraíso. Me encanta esta ciudad.
– Bueno -dije-, le agradezco su ayuda. Por lo menos sabemos ya que subió al avión. Supongo que lo que hay que saber ahora es si llegó a Boca Ratón.
– Ahí es donde dijo que iba. Pero ¿sabe una cosa? Como iba con un abrigo de pieles, le dije que fuera a un sitio frío. Donde por lo menos pudiera ponérselo. Se rió.
Apreté el botón de pausa de mi mando a distancia mental y me quedé contemplando la imagen inmóvil. Había en ella algo raro y molesto a la vista. Imaginé a Elaine Boldt con el abrigo de pieles y el turbante, camino del sol y el calor, volviéndose para saludar al taxista que la había llevado al aeropuerto. Había algo inquietante en aquella imagen última de la mujer y de pronto caí en la cuenta de que no era así como me la había imaginado hasta entonces. Había barajado la posibilidad de que hubiese huido, pero en el fondo del corazón me la imaginaba muerta. Y en ningún momento había dejado de creer que quien hubiese matado a Marty Grice la había matado también a ella. Sólo que era incapaz de adivinar por qué. Ahora volvía a dominarme el mismo desconcierto. Algo no encajaba en esa imagen, pero era incapaz de adivinar el qué.
Capítulo 16
Bueno, por lo menos ya tenía algo que hacer. Cuando me despedí de Nelson se estaba tomando la temperatura con un termómetro digital y me confesó con timidez que tenía una pasión secreta por aquella clase de artilugios. Le deseé una rápida mejoría, subí al coche y puse rumbo a Chapel.
La clínica veterinaria es un pequeño prisma de vidrio y piedra artificial del color de la masilla que se emplea para las ventanas, y se alza en el tramo sin salida de resultas de haber cortado la Autopista 101. Me encantan estas calles sin salida, son como recuerdos de lo que la ciudad ha sido, y una refrescante desviación del dominante estilo colonial español. Las pequeñas casas de madera de la zona, con sus barandillas talladas a mano, sus exóticos detalles decorativos, sus contraventanas de madera y sus techos puntiagudos, son en realidad chalecitos Victorianos para la clase trabajadora. En la actualidad parecen antiguallas desvencijadas, pero aún permiten imaginar la época en que estaban recién construidas y pintadas, y en que los árboles hoy adultos no eran más que esbeltos pimpollos plantados en medio de los huertos y jardines recién sembrados. La ciudad de entonces debía de estar llena de carruajes y carreteras polvorientas. Me cuento entre las personas que desearían que quedasen más residuos de aquella época.
Dejé el coche en el parking de detrás de la clínica y entré por la puerta trasera. Alcancé a oír un lejano y furioso ladrido colectivo, chillidos agudos que suplicaban compasión, libertad y consuelo. Sólo había dos animales en la sala de espera, dos gatos de aire aburrido que parecían cojines adormilados. Sus dueños humanos les hablaban con un acento felino y una entonación aguda que me dio dolor de cabeza. Cada vez que sonaba al fondo el aullido de algún perro, parecía que los gatos esbozaban una sonrisa.
Tenía que haber dos veterinarios de servicio porque se llamó a los dos gatos al mismo tiempo, se los instaló en sendos carritos y se los llevaron por el corredor mientras yo me quedaba sola con la recepcionista. Tendría veintiocho o veintinueve años, era pálida, tenía ojos azules y se ceñía el pelo liso y rubio con una cinta azul al estilo de Alicia en el País de las Maravillas. El marbete identificador que llevaba decía «Emily».