¿Acababan así todos los matrimonios? He visto parejas de ancianos que se pasean por la calle cogidos de la mano y los ojos se me han llenado de lágrimas, pero siempre es posible que en la intimidad de la casa se reproduzca el mismo infierno. Me he casado dos veces y la experiencia ha acabado en divorcio en ambas ocasiones. Antes solía reprochármelo, pero en la actualidad no estoy tan segura. Puede que mi suerte no haya sido tan mala. Preferiría envejecer sola a hacerlo en compañía de cualquiera de los que he conocido hasta ahora. No me considero una mujer solitaria, ni incompleta, ni frustrada, pero no suelo hablar de ello. A la gente le jode; A los hombres sobre todo.
Capítulo 8
El señor Snyder volvió a la sala y se dejó caer en el sofá.
– Bueno.
– ¿Qué puede decirme sobre el incendio de la casa de al lado? -pregunté-. La he visto. Tiene un aspecto espantoso.
Asintió a modo de preparativo, como si fueran a hacerle una entrevista en televisión, y se quedó mirando al frente.
– Bueno, los bomberos me despertaron a las diez de la noche. Fueron dos coches. La verdad es que no duermo bien, oí que la sirena se paraba muy cerca de aquí, me levanté y fui a ver qué pasaba. Los vecinos corrían de un lado para otro. De la casa salía el humo más negro que pueda usted imaginarse. Los bomberos entraron a saco y las llamas no tardaron en destruir el porche. Toda la parte trasera se salvó. A Marty, la esposa de Leonard, la encontraron en el suelo. Supongo que a esa altura, más o menos -dijo, señalando hacia la puerta de la calle-. Yo no la vi, pero dijo Tillie que estaba totalmente carbonizada. Se había quedado hecha un muñón, igual que un trozo de leña.
– Vaya por Dios. Tillie no me dijo nada de eso.
– Fue ella quien vio el humo y quien avisó a la policía. Yo dormía como un lirón. Me desperté cuando se presentaron los bomberos dándole a la sirena. Pensé que pasarían de largo, pero entonces vi las luces, me levanté, me puse la bata y salí. El pobre Leonard no estaba en casa. Llegó con el coche cuando ya habían apagado el fuego. Se desplomó en plena calle cuando supo que su mujer había fallecido. Nunca he visto a un hombre más apenado. May, mi mujer, siguió durmiendo como si tal cosa. Ni se enteró. Se había tomado una pastilla, y además es sorda como una tapia. Usted ha visto cómo quedó. Si el fuego se hubiera propagado hasta esta casa, mi mujer habría quedado como una costilla asada.
– ¿Qué hora era cuando llegó el señor Grice?
– No sabría decírselo con exactitud. Creo que unos quince o veinte minutos después de que llegaran los bomberos. Había ido a cenar con su hermana, según dijeron, vuelve a casa y se encuentra a la mujer muerta. Se le aflojaron las piernas y se vino abajo. En plena acera, y no muy lejos de donde yo estaba. Se puso blanco y se desplomó como si le hubieran puesto fuera de combate de un gancho. Fue un espectáculo horrible. La sacaron metida en una funda de plástico…
– ¿Y cómo es que Tillie pudo verla? -dije, interrumpiéndole-. Quiero decir que si la habían metido en una funda de plástico, ¿cómo pudo verla?
– Ah, bueno, es que Tillie lo ve todo. Pregúntele a ella. Seguramente se coló en la casa cuando echaron la puerta abajo y vio a la difunta antes de que la sacaran. Me pongo enfermo sólo de pensarlo.
– Tengo entendido que Leonard vive con su hermana desde entonces.
– Sí, eso dicen. Ella se llama Howe. Vive en Carolina Avenue. Si quiere llamar, está en la guía.
– Perfecto. Procuraré ir a verla esta misma tarde. Ojalá pueda decirme algo sobre el paradero actual de la señora Boldt.
Me puse en pie y le di la mano.
– Me ha sido usted de mucha ayuda -añadí.
El señor Snyder se incorporó con gran esfuerzo, me estrechó la mano y me acompañó a la puerta. Lo miré con suma atención.
– ¿A qué se refería su mujer cuando dijo que aquella noche oyó martillazos? ¿Se le ocurre a usted alguna explicación?
Hizo un aspaviento.
– No sabe lo que dice. Tiene la cabeza como una olla de grillos.
Me encogí de hombros.
– Bueno, espero que el señor Grice se haya recuperado. ¿Tenía algún seguro? Eso siempre facilita las cosas.
Cabeceó con la barbilla pegada al cuello.
– Creo que no ha tenido tanta suerte. Él y yo tenemos el mismo seguro, pero su póliza no cubre tanto como la mía, según tengo entendido. Entre el incendio y la mujer muerta, está casi en la ruina. Tiene mal la espalda y cobra un subsidio; su mujer era su único apoyo.
– Es terrible. Cuánto lo siento -dije, y aproveché la oportunidad-. ¿Cuál es su compañía de seguros?
– La Fidelidad de California.
Vaya, vaya, vaya. Noté que el corazoncito me daba un brinco. Era la primera pista que se me presentaba. Porque yo trabajaba para aquella compañía. Seguros La Fidelidad de California es una empresa pequeña que cubre lo habitual: vida y salud, inmuebles, vehículos y algunas compañías de transportes; y tiene agencias en San Francisco, Pasadena y Palm Springs. La sede central está en Santa Teresa, en el primer piso de un edificio de tres plantas de State Street, arteria que cruza el centro de la ciudad. Mis dependencias constan de dos habitaciones -un despacho y un antedespacho- y tienen puerta independiente. Yo había trabajado para los SFC durante mi primera época de detective; investigaba incendios y reclamaciones por fallecimientos exentos. Ahora que trabajo por mi cuenta, colaboramos de un modo informal. A cambio del alquiler de mis dependencias hago para ellos algunas investigaciones todos los meses.
En estas mismas dependencias entré minutos más tarde y me dispuse a escuchar el contestador automático. La luz del piloto parpadeaba, pero en la cinta sólo se oían silbidos y un par de señales agudas. Durante un tiempo había utilizado el servicio mensafónico de Telefónica, pero los resultados eran un desastre por lo general. Los clientes en ciernes no me adoraban hasta el extremo de confiar sus problemas a una operadora veinteañera que apenas sabía escribir, y no digamos apuntar bien los números de teléfono. Un contestador automático es cabreante, pero quien llama se entera por lo menos de que soy mujer y descuelgo al segundo timbrazo. Como aún no había llegado el correo me dejé caer por el despacho contiguo para hablar con Vera Lipton, una de las agentes financieras de indemnizaciones.
El despacho de Vera está en el centro de un laberinto de cubículos ocupados por distintos agentes financieros. En cada cubículo hay una mesa, un archivador giratorio, dos sillas y un teléfono, más o menos como en las administraciones de apuestas mutuas. La madriguera de Vera se identifica por la nube de humo que hay suspendida encima de los paneles de separación, que llegan hasta el hombro. Es la única persona que fuma en toda la empresa y lo hace con entusiasmo, acumulando montañas de filtros manchados que parecen ampollas de nicotina destilada. También es adicta a la Coca-Cola y suele tener la mesa rodeada de envases vacíos que se incrementan a razón de uno por hora. Tiene treinta y seis años, es soltera y colecciona hombres sin grandes esfuerzos, aunque parece que ninguno acaba de convencerle. Me asomé a su cubículo.
– Pero, Vera, ¿qué te has hecho en el pelo? -exclamé nada más verla.
– He estado en pie toda la noche. Es una peluca -dijo.
Se introdujo un cigarrillo intacto entre los dientes, mordisqueándolo mientras lo encendía. Siempre he admirado su estilo de fumar. Natural y sofisticado, exquisito y con experiencia de la vida. Se señaló la peluca, veteada de mechas rubias y de estilo despeinado.
– Estoy pensando en teñirme el pelo así. Hace meses que no soy rubia.
– Me gusta -dije. Solía llevar el pelo de color cobre, una combinación de distintas gamas de la línea Clairol y que iban desde el tono «Jerez» hasta el «Fuego». Las gafas que llevaba aquel día eran de montura de concha con grandes cristales redondos del color del té con hielo. Le sentaban tan bien las gafas que su miopía despertaba envidia entre las mujeres.