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La informé de mis encuentros con Aubrey y Beverly y, mientras se lo contaba, la memoria me envió un aviso; fue una de esas fabulosas sacudidas mentales que se parecen a las descargas que producen los enchufes en malas condiciones.

– Un momento. Acabo de recordar algo. Elaine tenía una factura de un peletero de Boca. ¿Y si lo localizamos y le preguntamos si ha visto el abrigo? Podría darnos una pista.

– ¿Y de qué peletero se trata? Porque por aquí hay varios.

– Tendré que preguntárselo a Tillie. ¿Puedo poner una conferencia a California? Si seguimos la pista del abrigo, puede que lleguemos hasta ella.

Movió el bastón en dirección al teléfono. Al cabo de unos minutos había dado con Tillie y le explicaba lo que quería.

– Bueno, ya sabes que esa factura la robaron junto con los demás papeles, pero acabo de recibir otra. Espera, voy a ver qué dice. -Dejó el auricular y fue a mirar el correo. Volvió a ponerse al teléfono-. Le exigen que pague. Es el segundo aviso que manda un establecimiento llamado Jacques: setenta y seis dólares de limpieza y doscientos por arreglar el abrigo. Es increíble, ¿verdad? Aquí veo una cara sonriente, dibujada a mano, y dice: «Gracias por su encargo», y a continuación una cara triste que dice: «Esperamos que su demora en el pago sea sólo un descuido». Han llegado otras facturas también. Espera, veré de qué son. -Oí que rasgaba sobres al otro extremo de la línea-. Vaya. Todos son acreedores. Parece que ha acumulado un montón de deudas. Veamos. ¡Madre mía! Visa, MasterCard. La última fecha que pone aquí es de hace diez días, imagino que es la fecha de facturación, no la de compra. Le dicen que no puede utilizar las tarjetas hasta que no salde la deuda.

– ¿Se consigna dónde se hicieron las compras? ¿Fue en algún lugar de Florida?

– Sí, parece que casi todas se hicieron en Boca Ratón y en Miami, pero será mejor que lo mires tú cuando vuelvas. Como he cambiado la cerradura, ahora estarán a salvo.

– Gracias, Tillie. ¿Me das la dirección del peletero?

La apunté y Julia me dio algunas indicaciones. Me despedí de ella y bajé al parking. El cielo era de un gris amenazador y los truenos retumbaban a lo lejos igual que cuando bajan un piano por la rampa de madera de un camión de mudanzas. Hacía bochorno y la luz era de una blancura eléctrica que volvía la hierba de color verde fosforescente. Esperaba resolver mi asunto antes de que empezara a llover a cántaros.

Jacques se encontraba en un elegante centro comercial rodeado por un enrejado de madera y adornado con frágiles abedules plantados en grandes macetones de color azul claro. De las ramas pendían ristras de luces de colores que en medio de la lobreguez que precede a la tormenta parpadeaban como en una navidad anticipada. La fachada de los establecimientos era de granito grisáceo y las palomas que se pavoneaban en la acera parecían haberse colocado allí exclusivamente por su efecto decorativo. Hasta el sonido que emitían era de buen gusto, un murmullo chirriante que surcaba el aire matutino semejante al frufrú de los billetes cuando un cajero los cuenta a toda velocidad.

El escaparate de Jacques se había decorado con sentido artesanal. Un abrigo de marta cebellina yacía arrojado como por descuido sobre una especie de duna que contrastaba con el azul celeste del telón de fondo. En la cresta de la duna crecían unos arbustos y en la superficie de arena un crustáceo había dejado tras de sí una estela angosta que parecía un bordado. Era como un instante congelado en el tiempo: una mujer -rica y alocada- había bajado a la playa y se había despojado del abrigo de lujo para meterse desnuda en el agua, o bien para hacer el amor con quien fuese en la cara oculta de la duna. Habría jurado que la hierba se inclinaba ante una brisa inexistente y casi alcanzaba a oler el rastro de perfume que la mujer había dejado al pasar.

Empujé la puerta y entré. Si hubiera tenido dinero y hubiese ido con mi carácter aquello de ponerme animales peludos encima, me habría dejado un montón de billetes en aquel establecimiento.

Capítulo 20

En el interior dominaban los azules apagados y de la elevada techumbre colgaba una lámpara rutilante. Por todos los rincones del establecimiento sonaba la música de cámara como si hubiera un cuarteto de cuerdas oculto en alguna parte. Había sillas Chippendale dispuestas en agradables grupos de sobremesa y forraban las paredes espejos enormes de marco dorado. El único detalle que estropeaba un salón dieciochesco, perfecto por lo demás, era la pequeña cámara que escrutaba todos mis movimientos desde un rincón del techo. Ignoraba por qué. No había ni una sola piel a la vista y los muebles sin duda estaban clavados al suelo. Hundí las manos en los bolsillos traseros única y exclusivamente para dar a entender que sabía comportarme. Me vi reflejada en un espejo, con mis téjanos descoloridos y mi blusa de tirantes y sin mangas, y con cara de haber sido depositada por equivocación en aquel ambiente barroco por una máquina del tiempo estropeada. Flexioné el brazo, pensando si no debería ponerme otra vez a levantar pesas. El bíceps que me salió en el brazo izquierdo parecía una serpiente que hubiera engullido hacía poco algo muy pequeño, como unos calcetines doblados.

– ¿Sí?

Me di la vuelta. El hombre que estaba ante mí parecía tan fuera de lugar como yo. Era inmenso, pesaría alrededor de ciento treinta kilos y vestía una especie de chilaba que le daba el aspecto de una tienda de campaña con miriñaque. Tenía sesenta y tantos años y una cara que necesitaba apuntalarse con muletas. Los párpados le caían a plomo, la boca le colgaba y una papada doble le adornaba el gaznate. Se echaba hacia las orejas lo que le quedaba de pelo. No estoy segura, pero me pareció que emitía un ruido grosero por debajo de la camisa.

– Quisiera hablar con usted acerca de una factura sin pagar -dije.

– Es la contable quien se encarga de eso. Y no está ahora.

– Una clienta dejó aquí un abrigo de lince de doce mil dólares para que lo limpiaran y arreglaran. Y no pagó el importe.

– ¿De veras?

Aquel sujeto no sólo estaba bien alimentado. Era también un tipo gracioso.

– ¿No está Jacques? -pregunté.

– Está usted hablando con él. Yo soy Jack. ¿Y usted?

– Kinsey Millhone -dije. Saqué una tarjeta y se la di-. Soy investigadora privada, de California.

– No fastidie -dijo. Observó la tarjeta con atención y luego posó los ojos en mí. Miró alrededor con suspicacia, como si pudiese estar protagonizando, sin saberlo, un episodio de «Objetivo Indiscreto»-. ¿Qué quiere de mí?

– Busco información sobre la mujer que trajo el abrigo.

– ¿Tiene orden judicial?

– No.

– ¿Ha traído el dinero que nos debe esa mujer?

– No.

– ¿Por qué me molesta entonces? No tengo tiempo, hay cosas que hacer.

– ¿Le importa que hable con usted mientras hace esas cosas?

Se me quedó mirando. Producía al respirar ese ruido silbante que a veces emiten los gordos.

– Sí, claro. ¿Por qué no? Haga lo que guste.

Le seguí hasta una enorme trastienda desordenada mientras aspiraba el aroma que emanaba de su cuerpo. Olía igual que uno de esos bichos que pasan el invierno en una cueva.

– ¿Desde cuándo confecciona artículos de piel? -pregunté.

Se volvió en redondo y me miró como si le hubiese hablado en chino.

– Desde que tenía diez años -dijo al final-. Mi padre confeccionaba artículos de piel y su padre hacía lo mismo.

Me señaló un taburete, tomé asiento y dejé en el suelo el bolso de lona. A mi derecha vi una mesa grande de costura con un patrón de papel de estraza encima. Se había cosido ya la parte delantera de un abrigo de visón y Jack, por lo visto, seguía trabajando con él. La pared de la izquierda estaba cubierta por patrones de papel y a la derecha había máquinas de coser de aspecto muy antiguo. Todas las superficies hábiles estaban llenas de pieles, retales, abrigos sin terminar, libros, revistas, cajas y catálogos. Había dos maniquíes juntos que parecían hermanas gemelas posando con deliberación para un fotógrafo. El omnipresente olor a cuero y maquinaria y el clima artesanal me recordaban el taller de un zapatero remendón. Jack cogió el abrigo, lo inspeccionó de cerca y echó mano de un artilugio de cortar, dotado de una hoja curva de aspecto asqueroso. Me miró. Sus ojos tenían el mismo matiz pardo que el visón.

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