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Me enfundé en el pantalón del chándal y me puse a quemar energías a lo largo de cinco kilómetros. Era uno de esos días extraños en que correr se me antojó inexplicablemente grandioso.

Me duché al volver, me lavé la cabeza, dormí la siesta, me vestí, fui a comprar algo de comer y al final me instalé ante la mesa y me puse a dar vueltas a mis fichas mientras acompañaba con un vaso de vino blanco un emparedado caliente de huevo duro con mucha sal y mucha salsa mahonesa de régimen y que me supo a dinamita.

A las nueve cogí una cazadora, el bolso y las ganzúas y, ya en el coche, puse rumbo a Cabaña Boulevard, la ancha avenida que discurre en sentido paralelo a la playa. Giré a la derecha. Jonah vivía en una travesía de Primavera, en un pequeño y extraño grupo de casas situado a casi dos kilómetros de donde me encontraba. Dejé atrás el club náutico y miré a mi izquierda al pasar ante Ludlow Beach. Aunque ya se estaba haciendo de noche, distinguí el gran cubo de basura donde había estado a punto de perder la vida hacía dos semanas. Me pregunté cuánto tiempo tendría que transcurrir para perder la costumbre inconsciente de mirar a la izquierda cada vez que pasaba ante el punto donde había pensado que iba a ajustar cuentas con la muerte de una vez por todas. Los últimos resplandores del día despertaban brillos en el agua y el cielo era de un gris argentino, veteado de rosa y un lila que se volvió magenta allí donde las montañas más próximas rompían el paisaje. Aguas adentro, las cabelleras flotantes de luz del sol creaban charcos temblorosos que envolvían a las islas en una aureola de luminosidad mágica y dorada.

Subí la colina, pasé ante el Sea Shore Park, giré a la derecha y me introduje en la red de calles que hay al otro lado de la avenida. La proximidad del Pacífico cargaba el aire de niebla fría y salitre corrosivo, a pesar de lo cual habían construido allí mismo una escuela de párvulos. Era un barrio que no estaba mal para Jonah, que había tenido que mantener a una familia con un salario de policía, pero no era un barrio de lujo ni mucho menos.

Encontré el número que buscaba y entré en el sendero del garaje. La luz del porche estaba encendida y el jardín parecía bien cuidado. La casa era una especie de rancho con mucho estuco pintado de añil y cenefas azul marino. Calculé que tendría tres dormitorios y quizás un patio embaldosado en la parte trasera. Llamé y Jonah vino a abrirme. Llevaba unos téjanos y una camisa de vestir con una raya rosa. Sostenía en la mano, cogido por el cuello, un botellín de cerveza; me hizo una seña para que entrara al tiempo que miraba el reloj.

– Llegas pronto -dijo.

– No vives lejos. Mi casa está al pie de la colina.

– Ya lo sé. ¿Quieres darme eso?

Alargó la mano, me quité la cazadora y se la di junto con el bolso. Arrojó ambas cosas en una silla, sin ceremonias. Durante un minuto no se nos ocurrió nada que decir. Dio un sorbo a la cerveza. Me introduje las manos en los bolsillos de atrás. ¿Por qué tanta torpeza? La situación me hizo recordar aquellas bochornosas salidas de la época del bachillerato elemental en que la madre de alguna amiga nos llevaba en coche al cine y nunca sabíamos de qué hablar. Eché un vistazo en derredor.

– Bonita casa -observé.

– Ven conmigo. Te la enseñaré.

Le seguí mientras me hablaba con la cabeza vuelta hacia atrás.

– Cuando nos mudamos a este barrio era un montón de mierda. La habían tenido en alquiler unos rarillos que tenían un hurón en el armario y nunca tiraban de la cadena porque iba contra sus creencias religiosas. Seguramente los habrás visto por ahí. Van descalzos, se ponen trapos amarillos y rojos en la cabeza y se visten como en la Biblia. El dueño me contó que casi nunca le pagaban el alquiler y que cada vez que se presentaba para reclamárselo se ponían a canturrear, le cogían la mano y le miraban fijamente a los ojos. ¿Te apetece un poco de vino? Tengo uno muy bueno, sin tapón de rosca.

– Me siento halagada -dije con una sonrisa.

Dimos un rodeo hacia la cocina y me abrió una botella de blanco que me sirvió en un vaso que aún tenía pegada en el fondo la etiqueta del precio. Me sonrió con apocamiento cuando se dio cuenta.

– Sólo me quedaban los vasos de plástico con que jugaban las niñas en el patio trasero -dijo-. Bueno, esto es la cocina.

– Lo sospechaba.

Era una casa bonita. No sé qué esperaba encontrar, pero no tuve más remedio que admitir que alguien se había preocupado de decorarla con gusto. Dominaba la sencillez: suelos de madera natural, muebles de diseño simple, superficies desnudas. ¿Por qué había abandonado Camilla todo aquello? ¿Qué más quería?

Me enseñó tres dormitorios, dos cuartos de baño, una terraza que daba a la parte de atrás, y un patio pequeño limitado por paredes enjalbegadas y cubiertas de enredadera.

– Voy a decirte la verdad -dijo-. Cuando Camilla se fue, empaqueté todas sus cosas y llamé al Ejército de Salvación para que se las llevara. Estar en casa para seguir viendo sus cagarrutas artesanales no era plan. Las habitaciones de las niñas las dejé como estaban. Camilla podía cansarse de ellas, igual que se cansó de mí, pero sus cosas no me hacían ninguna falta. Cuando «su majestad» se enteró, cogió un real cabreo, pero ¿qué esperaba? -Se encogió de hombros y estuvo un momento así, con el botellín de cerveza cogido por el gollete.

Ahora que la había visto dos veces, su cara empezaba a adquirir forma definida. Antes me había limitado a constatar cualidades como «inofensivo» y «blandito». Ya me había dado cuenta de la carga que soportaba: esa personalidad suya, mezcla de simpatía y humor con mala sombra. Era franco y directo y yo reaccionaba en consecuencia, pero poseía además un rasgo que ya había observado en algunos policías: una mezcla de seguridad y aturdimiento, como si contemplase el mundo a distancia sin ver el menor defecto en sí mismo. Estaba claro que la sombra de Camilla seguía dominando buena parte de su existencia y hasta sonreía cada vez que hablaba de ella, aunque no con afecto, sino para ocultar el rencor. Me dije que aquel hombre necesitaba salir con otras mujeres antes de tontear conmigo.

– ¿Qué ocurre? ¿Por qué esa cara? -dijo.

Le sonreí.

– Cuidado con el perro -dije. No estoy segura de si me refería a él o a mí. Él también sonrió, pero se dio cuenta de lo que había querido decir.

– Tengo aquí lo que te interesa. -Señaló en dirección a la mesa de comedor que había en un recodo de la sala de estar.

Me instalé junto a una lámpara, sintiéndome como una glotona que acabase de anudarse la servilleta alrededor del cuello y empuñara con firmeza el cuchillo y el tenedor. Entre los informes que me había fotocopiado se encontraban también algunas fotografías. Tenía la oportunidad de ver con mis propios ojos las consecuencias del delito y ardía de impaciencia.

Capítulo 14

Leí todo de un tirón para tener una imagen de conjunto y luego volví al principio a fin de detenerme en los detalles que me interesaban. La versión oficial del suceso, hasta donde la conocía yo, y las entrevistas con Leonard Grice, su hermana Lily, los vecinos, el inspector de incendios y el primer agente de policía que se había personado en el escenario del crimen, presentaban los hechos más o menos como me los habían contado a mí los distintos testigos que había interrogado.

Leonard y Marty tenían que haber salido con la viuda hermana del primero, la señora Howe, para asistir a su cena tradicional de los martes por la noche. Marty, que no se encontraba bien, se echó atrás a última hora. Leonard y Lily se fueron a cenar, de acuerdo con lo planeado, y volvieron a casa de los Howe a eso de las nueve de la noche, momento en que llamaron a Marty para decirle que ya habían regresado. Tanto el señor Grice como su hermana hablaron con Marty, que tuvo que interrumpir la conversación porque llamaban a la puerta. Según Lily y Leonard, tomaron una taza de café y charlaron un rato. El segundo se marchó aproximadamente a las diez y llegó unos veinte minutos más tarde a Vía Madrina, donde descubrió que se había incendiado su casa. El incendio se había dominado ya por entonces y estaban sacando el cadáver de su esposa de la vivienda parcialmente destruida. Sufrió un desmayo y fue reanimado allí mismo por enfermeros. Había sido Tillie Ahlberg quien había descubierto el humo y quien había dado la alarma a las diez menos cinco. Al cabo de unos minutos se habían presentado dos coches de bomberos, pero el incendio había alcanzado tales proporciones que la puerta principal había quedado impracticable. Los bomberos tuvieron que forzar la puerta trasera y extinguieron el incendio al cabo de unos treinta minutos. Se descubrió el cadáver junto a la entrada y se trasladó al depósito.

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