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– No tiene importancia. Ha sido un placer ayudarte. Hablaremos después. Duerme un poco, si puedes.

La dejé con su expresión compungida y me dirigí al vestíbulo. Entré en el coche, volví a meter la pistola en la guantera y puse rumbo a casa. Mi cabeza era un hervidero de preguntas, pero estaba demasiado cansada para pensar. Cuando me introduje entre los pliegues del edredón, el cielo clareaba ya y el gallo con más iniciativa del barrio anunció la llegada del día.

El teléfono volvió a sonar a las ocho. Estaba ya en esa fase maravillosa y profunda en que el sistema nervioso se vuelve de plomo y nos parece que una extraña fuerza magnética nos ha soldado a la cama. Despertar a una persona en ese momento podría crearle una psicosis en dos días.

– Qué pasa -murmuré. Oí la electricidad estática, pero nada más. Hostia, ¿me habría puesto una conferencia un pervertido para decirme obscenidades?-. ¡Diga!

– Ah, es usted. Creí que me había equivocado de número. Soy Julia Ochsner, de Florida. ¿La he despertado?

– No tiene importancia -dije-. Precisamente soñaba con usted. ¿Qué ocurre?

– Me he enterado de una cosa y pensé que podía interesarle. Creo que esta señora de al lado no le mintió cuando le dijo que Elaine vino hacia aquí en enero, por lo menos hasta Miami.

– ¿De veras? -dije, al tiempo que me incorporaba-. ¿Cómo lo sabe?

– He encontrado el pasaje de avión en la basura -dijo con satisfacción-. No se lo creerá usted, pero se puso a hacer las maletas para marcharse y sacó varias cajas llenas de desperdicios y cosas que no quería. Yo estaba en casa del administrador y al volver vi el pasaje. Estaba encima de todo, medio hundido, y quise saber a nombre de quién se había extendido. Como no me pareció procedente pedírselo, esperé hasta que bajó al parking con un montón de ropa y entonces eché a correr y lo cogí.

– ¿Que echó a correr? -dije con incredulidad.

– Bueno, no fue correr exactamente. Pero apreté el paso. Creo que no se dio cuenta.

– Pero Julia, ¿por qué lo hizo? ¿Y si la hubiera sorprendido en el acto?

– ¿Qué más me da? ¡Me lo he pasado bomba! Cuando volví, me entró tanta risa que tuve que echarme en la cama.

– Entiendo. Pues no puede usted figurarse cómo están las cosas por aquí -dije-. Me han despedido.

– ¿Despedido?

– Más o menos. La hermana de Elaine me dijo que olvidara el asunto por ahora. Se puso nerviosa cuando le propuse que fuéramos a la policía a denunciar la desaparición.

– No lo comprendo. ¿Por qué había de oponerse?

– Ni idea. ¿Cuándo salió Elaine de Santa Teresa? ¿Sabe usted la fecha exacta?

– Parece que el 9 de enero. La vuelta era abierta.

– Bueno, ya hemos conseguido algo. ¿Por qué no me envía el pasaje por correo, si no es mucha molestia? Puede que Beverly se arrepienta.

– ¡Es ridículo! ¿Y si Elaine está en dificultades?

– ¿Y qué quiere que haga yo? Me pagan por obedecer determinadas instrucciones. No puedo ir por ahí haciendo lo que me dé la gana.

– ¿Y si la contratara yo?

Titubeé, un tanto apabullada por la idea, pero no reacia a la misma.

– No sé qué decirle. Podría ponernos en una situación difícil. Nada impide que dé carpetazo a mi relación con ella, pero no podría proporcionarle a usted la información obtenida mientras trabajaba para ella. Tendríamos que empezar desde cero.

– Pero ella no podría impedir que la contratase, ¿verdad? Quiero decir después de que las dos hayan hecho cuentas.

– Mire, es demasiado temprano para ocuparme de estos asuntos, aunque estudiaré la situación y veré a qué conclusión llego. Que yo sepa, puedo hacer lo que me plazca y trabajar para usted siempre y cuando no haya conflicto de intereses. Tendré que hablar con ella para contarle lo que sucede, pero creo que no puede impedírnoslo.

– Estupendo. Adelante, pues.

– ¿Está segura de que quiere gastar su dinero de este modo?

– Desde luego. Tengo de sobra y quiero saber qué le ha pasado a Elaine. Además, me lo estoy pasando como nunca. Sólo tiene que decirme lo que he de hacer.

– Muy bien. Indagaré un poco y la llamaré. Otra cosa, Julia: cuídese mientras tanto -dije, pero me respondió con una carcajada.

Capítulo 6

Estuve bajo la ducha hasta que se acabó el agua caliente, salí, me puse los téjanos, un suéter de algodón y unas botas de cremallera hasta la rodilla. Me probé un sombrero de ante de ala ancha y me miré en el espejo del cuarto de baño. Serviría.

Me dirigí en primer lugar al despacho y escribí una carta a Beverly Danziger, dando por terminada nuestra relación profesional. Estaba convencida de que iba a quedarse totalmente desconcertada y me gustó la idea. Fui a las oficinas contiguas, ocupadas por la compañía de seguros La Fidelidad de California, fotocopié la detallada minuta que iba a enviarle, estampé la fórmula «último y definitivo» y la guardé junto con la carta y una copia del informe final. Luego fui a Jefatura y le conté la desaparición de Elaine Boldt a un sargento que se llamaba Jonah Robb y cuyos dedos revolotearon sobre las teclas cuando se puso a rellenar el informe con los datos que le di.

Parecía cercano a los cuarenta y estaba algo hinchado a causa del uniforme. Probablemente le sobraban diez kilos, cantidad no muy alarmante, pero a la que pronto tendría que poner freno. Tenía el pelo oscuro y muy corto, la cara blanda y redonda, y una franja blanca en el anular izquierdo revelaba que hasta hacía muy poco había llevado un anillo de boda. Me miró en aquel momento. Ojos azules con destellos verdes.

– ¿Quieres añadir algo al informe?

– Su vecina de Florida me ha enviado por correo un pasaje de avión que al parecer utilizó la desaparecida. Le echaré un vistazo cuando lo reciba y veré si nos sirve de algo. Una amiga suya llamada Pat Usher jura y perjura que pasó un par de días con Elaine Boldt antes de que ésta se marchara a Sarasota, aunque no doy mucho crédito a lo que diga esta mujer.

– Seguramente aparecerá. Suele ocurrir. -Cogió una carpeta y la trabó con un clip-. Tú has sido policía, ¿no?

– Muy poco tiempo -dije-. No conseguía adaptarme. Demasiado rebelde, supongo. ¿Y tú? ¿Cuánto hace que estás en el cuerpo?

– Ocho años. Antes era representante. Vendía productos farmacéuticos para la casa Smith, Kline and French. Me cansé de conducir coches pasados de moda y de ir detrás de los médicos. Además, todo se basaba en los reclamos publicitarios. Era como vender cualquier otro producto. La enfermedad es un gran negocio. -Se miró las manos, me miró otra vez-. Bien. Espero que encuentres a esa señora. Nosotros haremos lo que podamos.

– Gracias -dije-. Te llamaré antes del fin de semana.

Cogí el bolso y me dirigí a la puerta.

– Eh -dijo-. Oye.

Me volví.

– Me gusta tu sombrero.

Le sonreí.

Al salir y pasar ante el agente de guardia vi al teniente Dolan en Identificación y Archivos hablando con una funcionaría de uniforme, joven y negra. Me miró sin prestarme atención, pero al instante volvió a posar los ojos en mí, en señal de reconocimiento. Interrumpió la conversación con la funcionaría y se acercó al mostrador del agente de guardia. El teniente Dolan es un cincuentón de cara cuadrada y fofa, y con una calvicie que trata de ocultar peinándose con ingenio el pelo que le queda. Es su única muestra de vanidad y a mí en cierto modo me estimula. Me lo imagino ante el espejo del lavabo todas las mañanas, tratando de detener el avance arrollador de la calvicie. Llevaba gafas sin montura, de las de culo de vaso, y nuevas al parecer porque no acababa de enfocarme como es debido. Primero me escrutó por encima de los pequeños vidrios semicirculares, luego por debajo. Acabó quitándoselas y guardándolas en el bolsillo del arrugado traje gris.

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