– Hizo usted muy bien. Muy bien. Ya sé que tenía mucho miedo, pero hizo usted lo que debía y ya ha pasado todo.
La policía se adelantó.
– ¿Vio bien a la mujer?
Tillie negó con la cabeza y se echó a temblar otra vez. La agente le cogió las manos.
– Respire hondo un par de veces. Relájese. Ya ha pasado todo y no hay que lamentar ninguna desgracia. Respire hondo. Vamos, vamos. ¿Tiene calmantes a mano o alguna bebida alcohólica?
Me incorporé y me acerqué a los armarios de la cocina, cuyas puertas abrí al azar, aunque no vi nada que pareciese licor. Encontré un botecito de vainilla y lo vertí en un tarro para mermelada. Se lo tomó sin mirarlo siquiera.
Empezó a respirar hondo y a calmarse.
– No la había visto en mi vida -dijo con voz algo más tranquila-. Era una loca. Una chiflada. Ni siquiera sé cómo entró. -Se detuvo. El aire olía a rosquillas.
La agente alzó los ojos del cuaderno de notas.
– Señora Ahlberg, no había señales de que se hubiera forzado la puerta. Quienquiera que fuese, tenía llave. ¿Ha dado alguna vez a alguien la llave de su casa? ¿Una asistenta, una persona invitada temporalmente? ¿Alguien que le regase las plantas mientras estaba usted fuera?
Al principio negó con la cabeza, pero de pronto se interrumpió y se quedó mirándome con aprensión inesperada.
– Elaine. Es la única persona que tenía llave. -Se volvió a la agente-. Es la vecina que vive en el piso de arriba. Le dejé la llave el otoño pasado, cuando estuve en San Diego.
Intervine en aquel punto y aporté la información que faltaba: la presunta desaparición de la susodicha y el que su hermana me hubiese contratado.
La agente Redfern se puso en pie.
– Aguarde. Quiero que también lo oiga Benedict.
Cuando Redfern y Benedict terminaron, eran ya las tres y media y Tillie estaba agotada. Le pidieron que acudiera más tarde a Jefatura para firmar la declaración y yo le dije que me quedaría con ella hasta que se recuperase. Cuando por fin se marcharon los dos agentes, nos quedamos mirándonos con abatimiento.
– ¿Pudo tratarse de Elaine? -pregunté.
– Lo ignoro -dijo-. No lo creo, pero estaba oscuro y la cabeza no me regía del todo.
– ¿Qué me dices de la hermana de Elaine? ¿Conoces a Beverly Danziger? ¿O a una mujer llamada Pat Usher?
Negó con la cabeza sin decir palabra. Tenía aún la faz tan blanca como un plato y círculos oscuros bajo los ojos. Volvió a hundir las manos entre los muslos. La tensión la hacía vibrar igual que las cuerdas de una guitarra azotada por el viento.
Entré en la sala de estar e inspeccioné los daños con más atención. La arquimesa de puertas de cristal se había volcado y yacía boca abajo sobre la mesita, que parecía haberse roto a causa del golpe. El sofá estaba destripado y la gomaespuma sobresalía por los boquetes igual que carne cruda. Las cortinas se habían desgarrado. Las ventanas estaban rotas, las lámparas, las revistas y las macetas yacían en una abigarrada confusión de cascotes, agua y papel mojado. Parecía el resultado de un ataque de locura. De locura o de rabia incontrolada, me dije. Tenía que estar relacionado con la desaparición de Elaine. No podía creer que fuera un episodio aislado que por casualidad hubiera coincidido con mi búsqueda. Me pregunté si habría alguna manera de saber dónde había estado Beverly Danziger aquella noche. Con su buen aspecto de oropel y sus parpadeantes ojos azules era difícil imaginarla destrozando todo como una desquiciada, pero ¿cómo podía estar segura? A lo mejor se había dirigido a Santa Teresa nada más salir del manicomio con el alta provisional.
Me esforcé por imaginar lo que sería despertarse a las tantas de la noche y encontrarse ante una loca furiosa. Me estremecí involuntariamente y volví a la cocina. Tillie no se había movido, pero sus ojos se posaron en mi cara con expresión de quien necesita a otra persona.
– Bueno, vamos a arreglar este desorden -dije-. Ni tú ni yo estamos para volver a la cama y no creo que debas hacerlo sola. ¿Dónde están la escoba y el recogedor?
Me señaló el cuarto trastero y a continuación, con un suspiro, se levantó y nos pusimos a trabajar. Cuando hubimos restaurado el orden le dije que quería la llave del piso de Elaine.
– ¿Para qué? -preguntó con temor.
– Quisiera inspeccionarlo. Puede que ella esté allí.
– Voy contigo -dijo en un pronto. Me pregunté sin querer si me iba a ir detrás toda la vida, como el oso Yogui y Bubú. La abracé no obstante y le dije que esperase mientras me acercaba a mi Volkswagen Cucaracha. Negó con la cabeza y me siguió al exterior.
Saqué la automática de la guantera y la sopesé. Era una pistola del 32, sencillota y normal, con empuñadura de cachas de marfil veteado y cargador con capacidad para ocho cartuchos. En la vida del detective privado escasean los tiros y abunda el papeleo, pero hay ocasiones en que, la verdad, no bastan los bolígrafos. Me obsesionaba la posibilidad de que una desquiciada surgiese de las tinieblas y se me echara encima, igual que un murciélago. Puede que una 32 no sea la defensa ideal, pero estoy convencida de que pararía los pies a cualquiera. Me la guardé en el bolsillo posterior de los téjanos y volví al ascensor con Tillie pegada a mis talones.
– Creí que era ilegal esconder un arma así -dijo con nerviosismo.
– Tengo licencia -dije.
– Pero todo el mundo dice que las pistolas son muy peligrosas.
– ¡Pues claro que son peligrosas! Por eso he cogido la mía. ¿Qué quieres que haga? ¿Que entre ahí con un periódico doblado?
Seguía haciéndome comentarios cuando llegamos a la primera planta. Saqué la automática, quité el seguro y la monté, echando hacia atrás el cerrojo. Introduje la llave en la cerradura de Elaine, la giré y empujé la puerta. Tillie se me había cogido de la manga como una niña pequeña. Aguardé unos segundos mientras escrutaba la oscuridad interior con el corazón acelerado. Dentro no había el menor ruido, ningún movimiento. Tanteé en busca del interruptor de la luz, lo accioné y miré rápidamente detrás de la puerta. Nada. Dije a Tillie por señas que se quedase donde estaba y recorrí el piso a toda velocidad, encendiendo luces a mi paso, adoptando posturas de agente secreto cada vez que entraba en una habitación. Hasta donde mi comprensión alcanzaba, no había allí el menor síntoma de que hubiese entrado nadie. Registré los armarios, eché un vistazo bajo la cama y di un suspiro al darme cuenta de que había estado conteniendo el aliento desde que entré. Volví a la puerta de la escalera, hice pasar a Tillie y cerré con llave. Recorrí de nuevo el pasillo y entré en el estudio.
Inspeccioné aprisa el escritorio, revisé los papeles. En el tercer cajón de abajo encontré el pasaporte de Elaine y pasé las hojas. Aún tenía validez y no se había utilizado desde cierto viaje a Cozumel (Méjico), en abril, hacía tres años. Me lo guardé en el bolsillo trasero. Si Elaine estaba aún en circulación, no quería que se sirviera de él para huir del país. Había algo más que me estaba dando golpecitos en el fondo de la cabeza, pero no alcanzaba a adivinar lo que era. Me encogí de hombros y me dije que ya saldría a la superficie en el momento oportuno.
Acompañé a Tillie hasta su puerta.
– Cuando puedas, revisa todo con atención por si te faltase algo -dije-. Cuando vayas a Jefatura, la policía querrá una lista de los objetos robados, en caso de que hayan robado alguno. ¿Tienes algún seguro contra esta clase de atentados?
– No lo sé -dijo-. Tendré que comprobarlo. ¿Quieres un té? -Tenía cara de ansiedad y me cogía la mano con fuerza.
– Tillie, me gustaría quedarme un rato, pero he de irme. Sé que estás intranquila, pero no te sucederá nada. ¿Hay algún vecino que pueda hacerte compañía?
– La mujer del apartamento 6, quizá. Sé que se levanta temprano. La llamaré. Y muchas gracias, Kinsey. De verdad.