Todavía unida a esa mano que no veía, me volví para enfrentar el rostro de aquel a quien debía pertenecer. Entre esa muchedumbre de desconocidos en esta ciudad de Europa, entre franceses y escandinavos y alemanes y japoneses y norteamericanos, ojos azules y rizos rubios, palidez latina, libaneses letárgicos y fogosos griegos, el viejo vietnamita de cutis terso y cráneo delicado que pasó a mi lado inadvertido, los árabes con cascos de flexible pelo oscuro, labios pardo claro y un color rosa casi escocés en los pómulos a quienes había identificado escuchando su farfulleo de oráculo en las calles por donde anduve… entre todos ellos un negro había sido codeado, empujado, hasta situarse a mi lado. La cara era joven y tan negra que los ojos, separados en aberturas tensas, eran todo lo que podía distinguirse en él. Globos oculares de ágatas en los que se rastrean diluvios y cataclismos volcánicos; los pequeñísimos vasos sanguíneos se adherían al blanco en la forma fosilizada de un helecho. De no haber sido negro habría tenido el mismo aspecto que todos los demás: escéptica o aburridamente absorto en el espectáculo del tragafuegos. Pero esa cara no podía negar la mano en anónima confesión con rostros similares. Era lo que era. Y yo era lo que era, y nos habíamos encontrado. Al menos así se me apareció esta consabida cuestión del carterista y su víctima, eso es todo, nada salvo una estúpida turista con una bolsa, que merecía ser descubierta.
Una punzada movió un músculo junto a la nariz recta y ancha. Fingí ser inocente de contemplar la cara de un desconocido. El llevaba alrededor de su cuello negro y delgado una cadena con granos semejantes a guijarros, de la que colgaba un diente de animal latiendo al ritmo de su corazón, una de las baratijas de mi tierra que durante el día había visto vender a negros como él, collares de granos, toscas máscaras y billeteros de víbora, produciendo tamborileos del África Occidental en las Tullerías, para atraer clientes. Oí o sentí caer algo. Le dije… no sé qué le dije y fue en inglés, por supuesto, o tal vez en afrikaans (porque ése era el idioma que había hablado en el avión y mi lengua seguía acoplada a ese centro del habla). De todos modos no me habría comprendido, aunque no hubiese estado ensordecido por el miedo, porque no le hablé en francés ni en fulani o lo que fuera que tenía significado para él. Y si hubiese apelado a la gente que nos rodeaba… tampoco habrían comprendido. Yo no conocía el francés, no tenía las palabras necesarias para explicar esa mano en la mía.
Lo solté. Lo dejé ir. No podía correr.
De algún modo logré agacharme y palpar en busca de mi monedero o mi cartera con traveller's cheches o mi pasaporte. Entre una multitud de pies encontré una pequeña libreta negra; él había tocado cuero e intentó robarme la libreta de direcciones en la que, de cualquier manera, estaba adiestrada para no apuntar nada más valioso que direcciones de hoteles y de oficinas del American Express. Seguíamos cerca. El miedo que me tenía se combinó con una presencia de confabulación y desdén; porque si no lo había denunciado mientras lo tenía sujeto, ahora que lo había soltado nadie me creería. Era un secreto entre nosotros en medio de los demás; nos encontrábamos en una posición ridícula, hasta que muy despacio -no podía darse prisa como un ladrón- dio la impresión de que volvían a empujarlo, a llevarlo a la deriva, en un movimiento de hombros que se mecían en una aspiración de décima mano, alguien con una chaqueta que alguna vez fue color ciruela, con el corte que aquel día había visto en un joven francés vestido como creía que vestían los ricos y prósperos.
Fui vía París para no implicarte: la primera esposa de mi padre. Brandt Vermeulen no pensaba en ella cuando se cercioró de que entendía de quiénes debía mantenerme alejada. Sin embargo, nadie que haya estado alguna vez relacionado con mi padre será borrado de la lista de sospechosos que nunca se anula. Si a alguien se le ocurría que suya era la aldea, la casa, la persona a quien yo me dirigía cuando me dejaran salir… ¿Pero quién la recuerda?
Me siento como un asno entre ellos: pensando cómo di con esta gente que sólo conoce esas tácticas a través de sus policien de televisión (las viejas lesbianas son adictas); para quienes bajar a la panadería es un acto social mediante el cual todos los demás saben a qué hora se levantaron a desayunar, y cuyo contacto con la policía es un intercambio de habladurías acerca de la verdadera historia del atraco a mano armada a un banco de Niza, mientras charlan con sus pernods de mediodía en la barra de Jean-Paul. Fuera de lugar: no yo, yo misma, han asumido mi vida como propia, me han aceptado. Fuera de lugar mi forma de llegar, que aquí apenas se ajusta a la necesidad ni a la realidad. La primera esposa de Lionel Burger. No te encontrarán en Madame Bagnelli, en su Katya. Noté que la particular forma de bautismo mediante la cual recibió ese nombre volvía a ella cuando le pregunté, el primer día ante el portal (antes de haber visto mi encantadora habitación, este fresco campanario de casa donde sus voces repican), cómo debía llamarla. Para ellos eres Katya porque en una pequeña comunidad de diferentes y a veces oscuros orígenes europeos mezclados con los nativos, los diminutivos y adaptaciones de nombres son una cariñosa lingua franca.
Supongo que para ellos el nombre te sitúa vagamente entre los rusos blancos. Como el viejo Ivan Poliakoff, cuyos cuentos de amor dactilografías a cuatro francos la página. Cuando lo conocí, estando contigo en la aldea, me besó la mano levantada en una de las suyas, tan frágil que sentí bombear la sangre lentamente a través de las venas. Pregunto de qué tratan sus relatos. Es tan anciano que resulta inimaginable que recuerde cómo era… el amor, el sexo. Me dices que le has sugerido que escriba historias románticas acerca de las aventuras de condes y condesas, aristócratas rusos, utilizando el escenario de las grandes propiedades campestres donde pasó su infancia.
– Al menos el ambiente sería algo que conoce. Pero no, sus personajes son hinchas a las que ligan actores del cine norteamericano en el Festival de Cannes, o adolescentes heroinómanos que son salvados por devotos cantantes pop. El cree haber aprendido el vocabulario en la tele… es inútil, así salen sus manuscritos. ¡Después espera que yo baje mi tarifa a tres francos!
Aquí la gente ignora que estoy tan alejada de la vida joven que pupula alrededor del Festival de Cannes como del anciano conde ruso que no quiere confesar su edad.
– ¿Qué es un hincha?
Las quejas de Katya sobre Poliakoff se transforman en una representación que improvisa en medio de nuestras risas.
– Mira qué letra. Se necesita un experto en códigos para desentrañar y diferenciar sus G de sus E… un cortaalambres y una lupa. ¿Podéis creerme? Sus B son como esas anticuadas paletas para alfombras… y para colmo escribe en la cama, de noche, después de ponerse emplastos en la cara. ¡Tendríais que verlo! Todas las páginas con manchas de leche de pepinos o yogur y yema de huevo o lo que se le ocurra inventar. A veces yo misma agrego una oración de relleno, «Delphine esnifa cocaína en el viril sobaco de Marcel», y él no nota la diferencia… aunque con toda probabilidad ve que he mejorado la cosa y es demasiado celoso para reconocerlo.
– Sea como fuere, ¿qué es un hincha?
– Una de esas chicas que siguen a los cantantes y actores. Que les arrancan la camisa. O que se limitan a idolatrarlos con la mirada fija… el elenco de Ivan.
Río con su Katya como las adolescentes en la escuela, que estaban en esa etapa mientras Sipho Mokoena nos mostraba a Tony y a mí el agujero de bala en la pernera de sus pantalones y yo corría de un lado a otro para visitar la cárcel, la primera cárcel, donde estaba mi madre. La cabeza de Cristo con aspecto oriental que está a medias pintada y a medias estampada en cuero es un regalo de Ivan Poliakoff: el primer icono que he visto en mi vida. Me llevaste a una exposición de Cristos famosos prestados por el Hermitage de Leningrado; transmitían cantos gregorianos mientras pasamos toda la mañana contemplando la cara del pálido y atezado proscrito. Me dijiste que era tan hermoso que hasta podrías creer en él. En algunos ejemplares su corona de espinas estaba salpicada de gemas rojas que, supongo, representaban la sangre. Una pareja ataviada de beige y blanco, cuyas ropas de seda sugerían que eran usadas una vez y después tiradas, examinaban de cerca los rubíes y granates, en silencio, ella con un par de gafas de media luna, pasándose el catálogo entre sus manos suaves y pulcras como guantes nuevos de cabritilla, cargadas de oro. Detrás de nosotras venía un joven americano con un brazo en la nuca de su mujer, un bebé en un asiento que cargaba en la espalda y un niño de cinco o seis años tomado de la otra mano. Mostró al chiquillo la máscara cristiana que representaba el sufrimiento del mundo, de igual manera que las máscaras japonesas representaban diversos estados del ser en el teatro.