– Sí, de Madagascar. En la tienda de atrás de correos. Sí, allí mismo, la tiene Monsieur Harbulot. Exactamente la misma, te lo aseguro.
– No estoy tan segura, ¿has visto a Georges?
– Han ido a Vintimille a comprar zapatos. Y a un lugar donde consiguen su aceite de oliva. A Manolis no le gusta ningún otro.
– Pues es afortunado si Georges puede darse el lujo de satisfacer sus caprichos, eso es todo lo que te digo.
– Donna y Didier fueron con ellos.
– ¿Para qué?
Madame Bagnelli recurrió a su invitada para confirmar lo absurdo de la pregunta.
– Para pasear. Para divertirse.
– Está estropeando a ese muchacho como hizo con los demás. Ya verás.
Una voz francesa vibró en la casa como un cuco atrapado. Entró otra mujer y prosiguió en francés el mismo tipo de conversación. La primera se detuvo en la puerta para hablar cinco minutos más.
– Bien, espero que disfrutes de tus vacaciones o lo que sea. ¿Darby la conoció esta mañana?
– Por supuesto, la vio un momento. ¿Por qué?
Con la inglesa apenas fuera del alcance del oído, Madame Bagnelli empezó a explicar:
– Quería ser ella la que le dijera a Darby que había conocido a la chica en casa de Katya. ¡Habráse visto!
Lo repitió en francés; ella y la francesa rieron tanto que sus risas taparon todos los comentarios. De vez en cuando la francesa intentaba conversar en inglés.
– Pero tú también tienes un hermoso sol, éh…? El tuyo es un país maravilloso. Lo sé. Me gustaría ir, pero… -la francesa puso la expresión encantadora de una mujer veinte años más joven y se frotó el índice con el pulgar.
Las dos mujeres desembocaron en una charla acerca del dinero, serias y con contracciones nerviosas alrededor de la boca, haciendo cálculos en los que Rosa sólo entendió milles y cents separados por guiones que formaban eslabones tal como hacían las abejas embriagadas alrededor de los posos de vino. Había aparecido un joven; Rosa alejó la silla del sol y descubrió las almenas del castillo allá atrás, contra el cielo, las banderas luminosas como vidrios de colores, y en el interior de la casa, en la quietud sombreada, notó que uno de los objetos se separaba y adquiría forma humana. Lo vio escuchando a hurtadillas antes de ponerse en evidencia. Afuera, a la luz de la terraza, cayó sobre ellas descalzo, ceñido en unos pantalones blancos que le llegaban debajo del ombligo, el pecho desnudo. Dos manos morenas pulidas por el agua taparon los ojos de Madame Bagnelli; ella pareció reconocerlo al instante.
– ¡Pero tú estás en Vintimille! ¿Qué ha ocurrido?
El se inclinó y la besó; luego, ceremoniosa y pausadamente, se inclinó ante la cara de la francesa. Después que la besara, ella le cogió la cara con ambas manos y dijo algo cuya cadencia era de idolatría y admiración, libidinosamente maternal.
– ¿Qué haces aquí? ¡Didier!
Se apoyó en la balaustrada, delante de su público.
– No fui -en el rostro muy bronceado, las ventanillas de la nariz tenían la crudeza rosada de quien ha estado buceando.
– ¿Y Donna?
– Ella fue.
– ¿Por qué, Didier?
La francesa habló de la oportunidad perdida, dijo que las cosas eran mucho más baratas al otro lado del límite de Vintimille. ¿No había visto la chaqueta de cuero que Manolis compró el invierno pasado?
– ¡Didier! ¿Qué has hecho a solas todo el día?
– Pescar -comentó-. Con arpón. No se necesita a nadie más para hacerlo.
Fueron presentados pero él no se dirigió personalmente a Rosa Burger. Las preguntas y comentarios de las mujeres lo adulaban; de hecho, no se dirigía personalmente a nadie, viéndose a sí mismo en la división de los demás, como si se mirara en un espejo. Recorrió decididamente la mesa entoldada, encontrando bocados que comió deprisa, y después se lamió los dedos. No aceptó las ofertas de ir a buscarle algo más para que comiera; limpió la ensaladera mojando pan en el aceite, se sirvió queso envuelto en paja, con cierta destreza profesional. Sus empañados ojos azul oscuro debajo de unas pestañas tan largas que parecían arrastrarse sobre sus mejillas, masticando, siguió el retorno de la conversación de las mujeres al tema de los impuestos. De vez en cuando aportaba una objeción, alguna corrección; ellas protestaban. Eructó, se golpeteó los músculos del chato vientre, pasó sus finas manos por los suaves pectorales. Ellas rieron.
– Igual que ese gato, Didier. Viene a buscar golosinas y se larga con paso majestuoso.
Volvió a abrazar a las mujeres, meciéndose graciosamente de una a otra. Se despidió de la chica en un inglés empleado a la manera indiferente de un idioma habitual, aunque con marcado acento francés y ligero acento norteamericano.
– ¿Cuándo volverán?
La voz llegó antes del portazo:
– ¿Cómo puedo saberlo?
– ¡Qué travieso! ¿Por qué estás enfurruñado? -gritó Madame Bagnelli descaradamente, riendo fuera del alcance de su oído.
Hizo piruetas y brincó, se abalanzó sobre la mesa y recogió los platos vaciando abejas y restos de vino entre las jardineras. La francesa se fue. Limpiaron los restos de comida, rezagándose en el fresco salón para hablar, la voz de Madame Bagnelli revoloteando sin cesar desde la nevera, en la cocina o repentinamente sentada en un pequeño sofá, con las piernas cruzadas a la altura de los tobillos, en una postura de ballet. Su huésped había abierto la maleta para sacar los regalos que forman parte del ritual de los viajeros. La chica los observó con gran cuidado ahora que habían encontrado a su destinataria. Elecciones impersonales para una desconocida, podían dar la impresión de ser para cualquiera, regalos de aeropuerto intercambiables que ella misma había recibido todos los años que permaneció en el país. Sólo uno sugería a un ser imaginado, la afirmación de una relación que podía no existir o no ser bien acogida: un collar de dos vueltas, de carretes de madera hexagonales, finamente tallados, separados por abalorios baratos, comunes y corrientes.
La mujer lo observó, arrollado en sus manos; miró rápidamente a Rosa Burger, otra vez al collar, separó un abalorio de un carrete.
– Veremos con qué están ensartados. Cómo se llama… esa palmera… Hala. Hebras de hala torneadas haciendo rodar las fibras arriba y abajo en el muslo desnudo. He visto cómo los hacen, ¡Mira, no es algodón! Hala -se enorgulleció al verificarlo, se identificó a sí misma-. Y la madera… no me lo digas, espera… -la hija de él estaba allí, delante de ella-. Tambuti. ¿Sí? ¡Esa fragancia! Es Tambuti.
– Creo que sí. Son las cosas que usan las mujeres hereras. Hay una tienda… muy rara vez se encuentra algo.
– Nomihi. Ya ni siquiera los afrikaners la llaman Sudoeste, ¿no? -se paseó por el salón estudiando la disposición de una extraña cabeza de Cristo sobre cuero repujado con dorados escamosos, con ojos rasgados de mirada fija; un cuadro en el que se veía a una chica desnuda con una anguila u otro monstruo marino mutilado a su lado; una enorme llave de hierro; mellado por la edad y un antiguo fervor que lo había separado del todo, un fragmento de un rígido santo de madera que levantaba su mano plegada y con un dedo en posición vertical sobre la chimenea. Colgó el collar del brazo de un portavelas ahora marmóreo con su lava de cera-. Mientras no lo use quiero gozar comtemplándolo.
– Fue anteayer. Pensé que te gustaría… -Rosa Burger vaciló antes de deshacerse del periódico sudafricano junto con las envolturas arrugadas, el mismo que asomaba de su bolsa cuando la mujer la divisó.
– Dios mío. Tantos años… -Madame Bagnalli se hundió en el asiento, dejando el diario al alcance de la mano-. La misma cabecera… En la cocina encontrarás un par de gafas. Probablemente en el estante donde está el molinillo de café… encima de la nevera o dentro de la nevera. A veces saco algo y las guardo sin… -se burló de sí misma llevándose un dedo a la sien-. Todavía estabas allá. Apenas anteayer -miró a Rosa Burger como a alguien en cuya existencia no podía creer. La hija de él inclinó lentamente la cabeza: estaban juntas-. ¿Es la primera vez que sales?