– ¿Y tu marido? ¿Qué hacía?
– ¿Bagnelli? -un largo a-a-a-a-ah, divertido, en lo tocante a cuestiones que ni siquiera podían explicarse en la fácil lucidez del vino y el buen tiempo en una comprensión mutua de media hora-. ¿Sabes qué era cuando lo conocí? ¡Capitán de la marina francesa! En Toulon. Pero aquí hizo montones de cosas costa arriba y costa abajo: comerciante en vinos, en una ocasión carreras de automóviles, una mina de estaño en Brasil… ¡cielos! y siempre yates, yates. Tenía participación en los beneficios o eso le prometían. Los botaba para otros, incluso los diseñaba…
– Yo compartí una casita con alguien que pensaba dar la vuelta al mundo. Pero ver cómo construyen un yate en un patio, a seiscientos cincuenta kilómetros del mar…
– ¿Tú? -la mujer sonriente se permitió mirar a la chica tal como deseaba desde que la conoció en el aeropuerto.
Disolviéndose en el vino y en el placer de los aromas, paisaje y sonidos que existían por su cuenta, sin relación con nada ni con nadie, la sensación que Rosa Burger tenía de sí misma era ociosamente objetiva. El mar, la sangre que palpitaba suavemente en sus manos colgadas de los brazos de la silla, el tiempo únicamente como el reloj de sol de las sombras que avanzaban por las paredes, todo imbricado sin bajamar ni pleamar, sin distinción de lo interno y lo externo.
– …es como alguien encarcelado. Todo lo que podría ser o hacer… pero no funcionó. Encerrado. Sin acceso al mar.
– ¿No viste su botadura? Cuando se deslizan en el mar… sí, es maravilloso, como si cobraran vida… yo solía llorar -la mujer adquirió una brillantez líquida en los ojos, un atractivo del pasado. La carne perfectamente lubricada y bronceada entre sus pechos se arrugó brillante bajo la presión de los brazos cruzados, como una piel que forma un líquido refrescante y graso-. Dime… ¿me conocías? O -una sonrisa considerada de la chica-, o… te diste cuenta de que yo reconocí quién eras tú y entonces… Quiero decir si alguna vez viste una foto…
– Cuando revisé las cosas de Lionel. Había una o dos tomadas en Inglaterra y en Rusia. Maldición, tendría que haberlas traído. Las de la Unión Soviética se reconocen de inmediato, aunque el fondo no dé ninguna pista. Lo mismo ocurría con las de mi madre. ¿Conoces a Ivy Terblanche? ¿A Aletta?
– Las conocí a todas, a todos ellos. ¡Hace tanto tiempo!
– Mi madre con Aletta en una estación ferroviaria, con ramos de flores. Enseguida notas cuáles son las rusas… Todos vosotros parecíais tan exaltados.
– Sí, sí -una risilla que fue un lamento-. Como admiradores de una estrella pop. Venga, nos repartiremos la última gota. Aunque ya está tibio y el champagne tibio emborracha -se sentó con las rodillas separadas, olvidada de su barriga-. ¡Moscú, Moscú, Moscú! Hice una prueba con el Maryinsky. Eran unos tiempos maravillosos. Demasiado tarde, demasiado vieja, diecinueve o veinte y ya perezosa… pero se encapricharon con nosotros y lo pasamos muy bien. Sus fiestas duraban toda la noche; después exhalabas vodka como un dragón. Tuve que pedirle a la criada del hotel que cambiara las fundas de las almohadas… despedían vapores de vodka a causa de nuestra respiración. Nos perdimos sesiones enteras del maldito Congreso… bueno, una sesión entera. Lionel, ese padre tuyo -una pausa, auténtica o fingida, de incredulidad, mirando a la chica tendida en la silla-, les despachó un cuento convincente, explicó que habíamos estado levantados toda la noche preparando notas para un comité, en bien de la reputación del Partido. Te pareces a él. A pesar de los ojos. Tú no puedes darte cuenta porque piensas en él tal como es… como era. Pero en Moscú… lo veo cuando te miro. Cuando una ha vivido con diferentes hombres, vivido mucho tiempo, como yo, olvida pronto cómo eran realmente. Cuando te escribí después de su muerte, yo veía una figura pública… Mirándote a ti lo veo a él porque aquí está como realmente era en Moscú. Igual a tu padre… pero creo, diría, después de estar contigo exactamente… ¿cuánto? Una hora y media, después de tan larga relación, mi querida Rosa, yo diría que eres más tu madre. Sí. No la conocí bien… aunque en el Partido «todos dormíamos en el mismo colchón» (nunca lo olvidaré: una vez alguien nos escandalizó diciéndonos eso, alguien que había sido expulsado, naturalmente… Jamás olvidaré semejante blasfemia contra los camaradas). No podía conocerla bien… ella era muy joven. Debió de ser alrededor de 1941. Tu madre era, a simple vista, mi idea de una auténtica revolucionaria.
Estaba observando a la hija de Cathy, la chica sonreía rechazando con lánguida fascinación el juego de una atención que enseguida se desplazó.
– ¿Yo con sombrero de campaña? ¿Calado hasta las cejas? Dios mío… -en cuclillas, las rodillas separadas como si estuviera sentada en el inodoro; nada en esta mujer revelaba la cara de mono tití que asomaba entre un sombrero de piel y un cuello de piel, los zapatos pequeños y puntiagudos junto a los de Lionel Burger al otro lado de la puerta del dormitorio del hotel. Risas y chácharas de espaldas o de frente, la figura sólida y ampulosa entraba y salía, preparando comida, entre habitaciones imprecisas y oscuras con objetos aún no vistos más que como formas, y el resplandor, el dulce murmullo de la aldea, en la terraza.
La inocencia y la seguridad de estar abierta a vidas cercanas era la emoción a la que se agregaba el champagne y más vino, bebido durante la comida. Todo el entorno de Rosa Burger, sólo tamizado por tracerías de verdor y ángulos de casas, gente comiendo o charlando, acariciándose, cumpliendo tareas… un hombre cepillaba madera y una pareja discutía, el susurro de voces tan poco amenazadas por la revelación como el crujido de las virutas al arrollarse. Gente que no tenía nada que ocultar, nadie a quien eludir, despreocupados de la intimidad por su abundancia: dejándose estar. La comida era deliciosa y despertó un nuevo placer: el de la gula. Rosa Burger no sabía que era capaz de comer tanto, pero el gato de Man olisqueó las espinas de pescado fragantes de hierbas como una oferta cotidiana. Llegó una inglesa con el sombrerito ceñido, el pañuelo de gasa y los guantes de quien se mantiene a la altura de un nivel pasado. Se anticipó a la posibilidad de no ser bien recibida adoptando el aire de quien tiene en mente cuestiones más importantes que la invitada de su amiga, y mostrándose demasiado atareada como para que esperasen que se quedara.
– Tengo una cita en el banco.
– Ya sabes que el banco no abre hasta las tres. Venga, Alice…
– No se trata únicamete del banco. Tengo montones de ocupaciones.
– ¿Por ejemplo?
– No te entrometas en mis asuntos, Katya.
Madame Bagnelli rió mientras servía el café.
– Si tuvieras alguno me moriría de curiosidad. Aquí tienes, Alice, tal como te gusta, fuerte y en una taza fina. Vimos a Darby camino de su almuerzo líquido.
– ¿En el bar que venden tabaco?
– No, en la colina.
– Ah, sí. Debió de bajar a la aide sociale por la cuestión de su renta.
– Imposible en martes. Las entrevistas son los jueves.
– ¿Qué día es hoy? ¿Estás segura? Entonces es probable que haya ido a la clínica. Nunca dice nada cuando algo anda mal. Le gusta pensar que no es de carne y hueso como los demás. Pero sé muy bien que se queda sin aliento en las escaleras. La oigo cuando pasa por mi puerta para ir al segundo piso.
– ¿Y a quién más vi antes de ir al aeropuerto? A Francoise. Sí a Francoise sin Marthe, tratando de decidir si compraba sardinas a cinco francos el kilo. No me vio.
– Marthe está en Marsella. ¿No lo sabías? Se ha ido por tres días. Vino a averiguar si queríamos que nos trajera algo. Darby pidió esos granos de pimienta verde que probamos la última vez.
– Probablemente me telefoneó. He estado entrando y saliendo… por la llegada de Rosa. Pero aquí se consiguen, ¿para qué molestarla?
– No de Madagascar.