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Flora no dijo que sería un almuerzo con invitados. Había insinuado con tono nostálgico que ella, William y yo no habíamos conversado en paz ni comido juntos, los tres solos, desde hacía mucho tiempo. Había otras tres personas; un abogado indio de Durban, de muy buen ver y con reminiscencias semíticas (¿para mí? Lo habían puesto a mi derecha), una abogada blanca tan perfectamente acicalada que parecía barnizada, y Mrs. Daphne Mkhonza, una vasta expansión de tela encrespada azul marino, zapatos de charol y bisutería dorada, como la esposa de un miembro del consejo de ministros afrikaner en la ceremonia de apertura del parlamento. Flora todavía logra hacer estos almuerzos mixtos de los años sesenta, aunque ahora debe de ser difícil encontrar negros que asistan a ellos.

Mrs. Mkhonza suele «aparecer» en las páginas femeninas de los periódicos blancos como un ejemplo de lo que pueden lograr los negros a pesar de sus desventajas. Es una de los raros negros que son pequeños capitalistas… lo que el primo de Marisa, Fats, denominaría magnates, que de alguna manera consigue burlar algunas leyes que impiden a los negros comerciar a la escala que produce magnates blancos. Tiene concesiones de estaciones de servicio a todo lo largo de las zonas negras del Transvaal, grandes almacenes y -agrega Marisa a la sarta de éxitos e iniciativas- es una socaliñera de alquileres que obtiene arrendamientos de viviendas en barrios negros sobornando a funcionarios, y luego alquilando lucrativamente habitaciones en sus tugurios a gente a quien los controles de afluencia imposibilitan de encontrar un sitio donde vivir legalmente. A veces la propia Marisa apela a Mama Mkhonza cuando es urgente encontrar «algo donde alojarse» para alguien cuya presencia en Soweto no es manifiesta; Mrs. Daphne Mkhonza puede ser una explotadora de negros -siguiendo el ejemplo de los blancos que admiran sus iniciativas de progreso- pero también es una negra: la aceptan, como a los policías negros.

Cuando nos sentamos a almorzar, la abogada blanca recalcaba los aspectos sociológicos de los casos que llegaban a sus manos. Es consultora de una asesoría jurídica que se ocupa principalmente de mujeres mestizas, ocupantes ilegales de viviendas e indigentes… Las acciones judiciales por incesto, violación y abandono como acusación de las condiciones de vida más que de tendencias delictivas individuales. ¿A quién castigar, a quién hacer justicia? Lo que decía había sido concisamente analizado, es verdad; los labios rozados por la servilleta dieron forma, y las manos con las cutículas empujadas hacia atrás, resumieron, la destrucción humana. Su aparente suficiencia era con toda probabilidad una defensa de la naturaleza contraproducente de las buenas obras que hacía. Entre esa gente nadie tuvo el mal gusto de señalar esta característica común al «trabajo dentro del sistema». Todos escuchamos respetuosamente bajo la mirada atenta de Flora; William con una amabilidad que espera pase por admiración o lo que sea preciso. El abogado indio intercambió unas cuantas anécdotas profesionales en el mismo contexto, con un ligero cambio de énfasis. Había leyes -¿lo sabíamos?-, leyes todavía en vigor en Natal, según las claves un marido indio podía hacer encarcelar a su esposa por adulterio. Una reliquia de los tiempos en que los jornaleros importados de Gujerat eran contratados para trabajar en los campos de caña de azúcar, una perpetuación de la imagen del indio sudafricano como eterno extranjero en su país natal, viviendo de acuerdo con costumbres que diferenciaban su conducta. El tema general de conversación coincidía con la actual preocupación de Flora. Mrs. Eunice Harwood quería, para empezar, que las mujeres blancas y negras conocieran los derechos que tenían sobre sus hijos, su propiedad y su persona; Mrs. Daphne Mkhonza no sólo era una negra económicamente emancipada, sino una mujer negra que derrotaba a los hombres de negocios blancos con sus propios naipes marcados. Con su inclinación por el ecumenismo político, sin duda Flora veía la implicación en la lucha por los derechos negros como una prolongación natural de los límites del compromiso escrupulosamente constitucional de la abogada, y el reclutamiento de Mama Mkhonza por el sistema -Orde Greer esperaría que yo lo expresara así- como un asalto al mismo. El terreno actual de causa común era la liberación de la mujer, el cordero asado abastecería a Flora de vituallas para una reunión que tendría lugar esa tarde.

– ¿Dónde? -si es verdad que William había decretado que Flora debía atenerse a inofensivas actividades liberales, se sentía obligado a mostrar algún interés por ellas.

Ella dejó el cuchillo y el tenedor, lo miró con los ojos muy abiertos y sonrió a su alrededor para atraer a todos al espectáculo:

– Aquí, querido mío, aquí. En tu casa -la coquetona franqueza de casada era la de una mujer que ya no tiene que ocultar el adulterio y disfruta exhibiendo un inocente flirteo. El debía agradecer que fuera una reunión que se celebraría allí, en su casa, inofensiva, demasiado inocua, tal vez, para dar algo interesante a ojos del BOSS, en la que el hombre de la casa -mejor dicho la mujer, en esta ocasión- estaría presente como cuestión rutinaria para observar cualquier reivindicación de propósitos comunes entre blancos y negros.

Y naturalmente yo también sería atraída… por eso me había hecho aparecer en el almuerzo, aunque Flora sabe perfectamente que, en mi condición de persona «nombrada», mi posición en las reuniones es muy delicada. Alguien como yo puede asistir en tanto el propósito de la reunión no tenga ningún contenido político. Una persona «nombrada» puede participar en la discusión, sí, pero su aporte es susceptible de constar en las actas o ser informado a la prensa. Entretanto Vigilancia ha tomado nota de lo que una dijo. Y si el tema alude a derechos políticos, por ejemplo a los derechos de la mujer tal como los interpretan los nuestros (los leales y sus leales acólitos, las Floras de este mundo): la opresión de las negras en primer lugar por la raza y sólo secundariamente por la discriminación sexista… mi asistencia podía llevarme a los tribunales como contraventora; Flora dijo lo suyo, preparada para mi resistencia:

– Has venido a visitar a William y no a mí. ¿No es así? ¿Por qué no? Sencillamente apareciste para verlo mientras yo celebraba una reunión en nuestro salón.

Es cierto que sus amistades -las de nuestro estilo- son veteranas en superar las trabas menores de las restricciones que pesan sobre sus vidas. Yo tenía que saber tan bien como cualquiera cómo ponerme pesada usando los tribunales como única plataforma política a la que tendría acceso, haciendo aparecer mi nombre en los periódicos, severamente elocuente de la mordaza que había heredado siguiendo la tradición familiar, puesto que sólo mi nombre -la hija de Lionel Burger, última de ese linaje- podía anunciarse, y no mis «declaraciones». Así es como lo percibe la gente que lee el nombre. Soy una presencia. En este país, entre ellos. No hablo. Excepto contigo y según un hábito que adquirí en la oscuridad de tu casita, y que llegó tarde.

William planteó objeciones, naturalmente. Rosa no correría el riesgo de que la detuvieran sólo en virtud de una condenada reunión. Reí para que no riñeran por mí. Mrs. Eunice Harwood, la cara forzada como si fuera un retrato en lugar de un rostro, para ver cómo era una persona «nombrada». Mama Mkhonza se ofendió por mí.

– ¡Terrible! ¡Francamente! ¡Qué gente! Realmente terrible. ¿Por qué se meten con una jovencita? ¿Por qué no te dejan vivir en paz?

Como cualquiera: me había comprometido con Brandt Vermeulen. Y comprendí -con el pasaporte en el ropero-, yo sola comprendí que la reunión de Flora era lo que podía interponerse en mi camino. Bastaba con mofarme afablemente de los remilgos de William, satisfacer las expectativas de Flora y permanecer en silencio entre las mujeres que asistían a los debates; a continuación incorporarme y dar mi opinión. Confío en el BOSS; uno de los rostros, no tan fácil de discernir como el de los hombres, pero sin duda alguna presente, tomaría nota de la presencia… de mi presencia. Incógnito para todos, el pasaporte que guardaba en el ropero sería invalidado por el departamento del Interior. La policía exigiría su entrega inmediata. Podría devolverlo sin haberlo usado. Probablemente no habría ninguna acusación ni comparecencia en los tribunales; la retirada del pasaporte, sencillamente, su parte en el pacto.

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