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Esperaba que me detuvieran. La detente (mal pronunciado y mal aplicado) hizo posible mi pasaporte. Brandt Vermeulen quería creer en la «nueva dinámica», como él prefería llamarla; me sentaba en su encantadora casa vieja como un objeto expuesto entre los demás; si lograba conseguir un pasaporte para que la hija de Burger viajara como cualquiera -si la hija de Burger estaba dispuesta a viajar como cualquiera-, ¿quién se atrevería a decir que el régimen no daba señales de avanzar en la dirección del cambio?

Cuando llegó el 24 de abril (sé que te disgusta mi costumbre de señalar acontecimientos privados con fechas públicas, pero los acontecimientos públicos suelen ser decisivos en mi vida) pensé que me interceptarían el camino. Ese sería el punto final. La mitad del muro blanco se había desplomado sobre sí mismo; los portugueses estaban perdidos. Dick no se había proyectado demasiado lejos en el Futuro cuando me habló a través de la ventanilla del coche muchos meses atrás. Pero esta vez Brandt estaba profundamente comprometido con su clase de libertad. Me ha contado cuánta importancia adjudica a la escala humana de la acción política (las frases sucintas son suyas); eso significa que cuando uno ha descubierto la idea kierkegaardiana por la que debe vivir o morir, tiene que sustentar su política apasionadamente en teoría y al mismo tiempo emprender la tarea de la responsabilidad cotidiana, personal y práctica, de su interpretación y promoción. Me soltó un discurso tipo almuerzo informal sobre la honrosa evolución del Diálogo, empezando por Platón, el diálogo con el yo, y culminando con «la iniciativa Vorster», el diálogo de pueblos y naciones. Conmigo había asumido esa responsabilidad en la escala humana; para él, sus tardes con Rosa eran «el Dialogo» en la práctica.

Otros de mente menos delicada que la de él ejercen la escala humana en las salas provistas únicamente del mobiliario básico de los interrogatorios, convenciendo a enemigos sacados de la incomunicación que permanecen de pie hasta que caen, pateados, golpeados, sumergidos en agua y sobrecogidos por el terror hasta la resignación. Cada vez que observaba la delicada adherencia del avispero durante unos segundos, antes de que me abrieran la puerta, ingresaba en un lugar que no existía para mi padre y en el que jamás él me habría introducido aunque me haya condenado a la cárcel; un lugar en el que jamás habría puesto un pie, aunque haya heredado de él y de mi madre la necesidad de una dosis suficiente de tortuosidad taimada para permitirme ir allí… un lugar donde era posible un punto de encuentro entre aquellos para quienes la piel es un valor absoluto y aquellos para los que la piel no vale nada; un lugar cuya vergonzosa existencia reconoce la posibilidad de que haya algo que decir entre mineros temporeros, obreros fabriles, sirvientes sin hogar, campesinos sin tierras, y la clase y el color que mora en ellos. Paz. Tierra. Pan. Pero Brandt sólo conoce las expresiones largas: progreso étnico, libertades separadas, desarrollo multilateral, democracia plural. Para mostrarle al mundo cómo Sudáfrica «asediada por estados hostiles en sus propias fronteras», sólo encarcela y detiene a aquellos que amenazan activamente su seguridad desde el interior, y era más necesario que nunca, para demostrar la buena fe del país, repetir los gestos correctos de concesión. Brandt tuvo que mantenerse firme, con sus amigos de las altas esferas, en el pacto con la hija de Burger. Ella había aceptado que no se pondría en contacto con nadie que contara en el extranjero; ni siquiera iría a Holanda o los Países Escandinavos, donde los grupos antiapartheid y los Combatientes por la Libertad eran más activos, y sus antecedentes comunistas la excluían de Estados Unidos, donde las camilleras de negros norteamericanos habrían buscado su apoyo en los boicots económicos.

Nada me detuvo. Hasta la última semana todavía pensaba que me detendría yo misma. Es difícil creer que el hecho de ser lo bastante objetiva como para verme a mí misma poco interesante para los periódicos pudiera transformarse en la garantía de que no sería entrevistada por la prensa extranjera hostil. Y es muy fácil mostrarse fría ante la perspectiva de reuniones en Londres con los viejos compañeros de mi padre en el exilio, que me recibirían tan cargados de expectativas como los Terblanche y su hija, tanto que apenas parecía constituir una promesa. Y todo lo que tuve que decir acerca de mi hermano, el otro hijo de mi padre, fue que un pasaporte sudafricano no tiene validez en Tanzania. La observación lo alejó tanto de mí como si se hubiera ahogado de niño o como a Baasie, mi kaffertjie, desaparecido en algún cuartucho, en algún distrito negro, en alguna prisión, tal vez donde yo no podía alcanzarlo.

Después de haber cogido el pasaporte, una vez que me hubiera ido… no sé qué dirían los leales. Sin duda, nunca lo habrían creído de mí. Quizá llegaron a creerlo explicándose a sí mismos que me había ido obedeciendo instrucciones tan audaces y secretas que ni siquiera ellos conocían. Así, mi inactividad durante tanto tiempo se les aparecería como un propósito que siempre habían esperado por mi propio bien. Y por qué medio había conseguido documentos… eso era, sencillamente, un tributo a los extremos a que debe llegar un revolucionario. Pienso en lo que deben estar pensando. Oye… Conrad, al margen de cualquier cosa que te haya dicho sobre ellos, cualquier cosa que me hayan parecido desde que me he librado de ellos, son ellos los que importan.

Un burro. La verdadera razón por la que me fui es algo que sólo tú creerías. De hecho, sólo si tú lo crees se volverá creíble para mí. Lo reconozco como parte de la forma en que mi vida ha sido codificada desde que tú me forzaste a interpretar estas cosas en la casita; pero el código es mío, ni tuyo ni de ellos. Un burro. Un burro. Un asunto para la Sociedad protectora de animales. Lionel amaba a las bestias casi sentimentalmente; curó la pata de una gaviota con cinta adhesiva cuando acampamos, de niños, en la desembocadura del Quagga; mi madre opinaba que mucha gente que mimaba animales en nuestro país no tenía el menor cuidado por los seres humanos; ella no tenía ninguno por las bestias. Un borracho muerto en un banco del parque. Un asunto para el departamento de Asistencia Social. Estas son las cosas que me conmueven ahora… y cuando digo «conmueven» no me refiero a lágrimas ni a indignaciones. Hablo de un giro repentino, una agitación tumultuosa, un desplazamiento incontrolable, conceptos cuya superficie ha sido insignificante y ahora empujan, patas arriba, elevados como enormes rocas que huelen a la tierra aún pegada a ellas. Un giro que me acomete físicamente, como los intestinos violentamente revueltos y contraídos cuando algo irritante golpea el tracto digestivo. Tierra, tripas: no sé qué metáforas emplear para describir el proceso mediante el cual plasmo mis propias metáforas del sufrimiento.

Tenía el pasaporte en un estante del ropero. En la caja de cuero para cuellos duros con las serpientes del cuerpo médico y el reloj de mi padre. Había regalado todo lo que era suyo y podía seguir siendo útil, incluso su biblioteca médica, pero la única persona que me habría gustado que tuviera el reloj era Baasie y no sé dónde encontrarlo. El pasaporte estaba allí el día que fui a almorzar a casa de Flora Donaldson. Pensé en ello mientras Flora trinchaba la pata de cordero, la voz agudizada para penetrar las diversas conversaciones que tenían lugar en la mesa.

– ¿Muy hecho? ¿Rosado? ¿Alguien prefiere membrillo a salsa de menta?

Experimenté una pueril satisfacción imaginando cómo reaccionaría (la punta del cuchillo en el aire con un trozo de carne colgando, el semblante atrozmente móvil entre la sorpresa, la curiosidad y la indecisión en cuanto a si debía mostrarse encantada o impresionada) si lo supiera. Probablemente habría decidido que la reacción correcta era una celebración: ¡Eh, todos! Tenemos noticias… Wiliam era el que se había ofendido por la sugerencia, cuando ella se ocupaba de manipular mi vida después de la muerte de Lionel, de que se me ocurriera siquiera sopesar la idea de abandonar el país. En realidad, no es de los nuestros pero comprende lo que significa serlo, mientras la buena Flora es una aficionada tanto en sus percepciones como en sus actos. Talentosa y valiente en ocasiones; los leales tienen que cuidarse del aventurerismo en sus filas, pero puede usarse este aventurerismo cuando se encuentra en el temperamento de otros: fue Flora quien ocultó con éxito a Nelson Mandela en su bodega cuando él entraba y salía del país ilegalmente antes del juicio de Rivonia. Lo que ve en mí su marido mientras estoy sentada (a Flora le gusta pensar en mí como en una hija de la casa: la hija de Lionel Burger) a su derecha en la mesa, es a una profesional como mi padre.

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