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– Supongo que no estarás buscando trabajo. Con nosotros.

– ¿Nosotros? -Rosa abarcó a Ivy y a Dick con la mirada. La cerilla de Ivy hizo un movimiento negativo, extinguiendo su diminuta llama invisible bajo el sol-. Clare está trabajando con Aletta.

– Aletta… es maravilloso. ¿Cómo está ahora?

– Pelirroja, de momento.

– Mamá, permíteme decirte que a mí me parece que está fabulosa.

– Pero si yo hiciera lo mismo, tú y Dick…

Dick miró a Ivy de la forma en que los muy íntimos rara vez se miran.

– Parecerías un maldito girasol de Van Gogh.

La risa alcanzó a todos, por lo que Ivy dijo lo que sólo podía haberse dicho después de su partida.

– Y la empresa de Eckhard… ¿cuánto tiempo seguirá eso? -una segunda mirada, no a Dick sino en su dirección, como si alguien hubiera tironeado de un hilo invisible, a la que siguió un rápido y delicado giro-: Quiero decir… ¿todavía no estás harta, Rosa?

La oportunidad para decir algo, si pudiera. La inmediata tentación de hablar. De preguntar…

– Es un trabajo.

Rosa conservaba la sangre fría de su infancia, la capacidad de sustraerse a las oportunidades y las insinuaciones, chiquilla terca hecha mujer. No le facilitaría las cosas a nadie cambiando de tema; otra gente rechazaba esta característica y al mismo tiempo se aferraba a ella.

Pero aún se le concedía una atmósfera de convalecencia. Ivy derramó una serie de tópicos sobre la cuestión.

– Claro que puede ser interesante. Sí, útil, en el sentido de que te da una comprensión práctica de la forma en que manipula el poder económico en este país… siempre se puede aprender algo… por un tiempo, al menos -miró en derredor, generosamente.

– Un trabajo como cualquier otro -la seguridad de Rosa se oponía a la vaga conciencia de sí misma de la otra chica, a la abrumadora inquietud de Ivy, a las impacientes ideas de Dick, que seguía asintiendo, como si acariciara una mano o un hombro.

Clare habló sin maldad.

– Supongo que debe ser algo por lo que pagan decentemente.

– El salario normal de una mecanógrafa. Nada extraordinario. Pero tampoco esperan nada de ti. Se trata del tipo de trabajo anónimo que realiza el noventa por ciento de la gente. Sólo entiendes esto realmente cuando lo haces… no hay nada que mostrar al final del día. Llamadas telefónicas, papeles que salen serpenteando del teletipo, ingentes sumas de dinero que nunca ves cambiar de manos… manos que nunca tocas -la sonrisa de su padre.

Clare se frotó la piel inflamada entre las cejas.

– Podrías venir a trabajar con nosotros. Pesamos y arrastramos sacos todo el día… un alimento que huele a vómitos de bebé, dice Aletta. No, de veras, mamá, al principio está bien, te parece que es agradable, pero cada carga, después de unas semanas, resulta empalagosa. No puedes quitarte el olor del pelo ni de la ropa. Un trabajo tangible y oliente, te lo aseguro. Pero nutritivo, muy nutritivo -el remedo de un aire didáctico, fruncidas las cejas que había heredado de su padre-. Tendrías que ver a Aletta con algunas de las mujeres que van allí. Les arranca a sus bebés de los brazos, que chillan como locos, les hurga las barriguitas… ya conoces a Aletta: ¡mira esto, mira aquello! – la muchacha hacía una demostración con su propio cuerpo relajado, extendido sobre la estera deshilachada, destornillada de risa-, y luego dale que te pego con las diapositivas en las que se ve qué cosas espantosas les ocurren a los huesos cuando les falta vitamina C y a la piel cuando hay insuficiencia de vitamina B… se las hace pasar moradas por los trozos de piel y las cuentas y todo lo que atan alrededor del cuello de sus hijos… también conoces lo que opina de los sistemas tribales. Pero de todos modos Aletta es fantástica. Aceptan todo lo que dice. Se limitan a reír entre dientes. Ahora se le ha ocurrido que les mostrará películas. Este fin de semana verá al tipo que hace cortometrajes documentales.

– ¿Una película? -Ivy siguió contando puntos en su tejido.

– Una película educativa sobre la nutrición. Ya te lo he dicho. El tipo que se llevó prestado el Maiakovski. La chinche.

– ¡Clare! ¿Me harás el favor de pedirle que lo devuelva? ¡Acabo de enterarme dónde está! Compré ese libro hace treinta años en Charing Cross Road. Logré conservarlo cuando la policía se llevó toda la letra impresa que estaba a la vista. Y luego uno de tus amigos lo coge…

Dick se inclinó por los recuerdos en beneficio de Rosa.

– Colette puso en marcha un grupo de teatro. Debió de ser aproximadamente en mil novecientos treinta y tres. Estaba a cargo del programa cultural, la conciencia de clase a través del arte y todo eso.

– Lo más probable es que haya inventado ese programa para ella misma. No recuerdo que nadie más se interesara. Era su forma de salvarse de dar clases en la escuela nocturna. ¡Era imposible hacerla trabajar en nada de lo que no pudiera atribuirse el mérito de ser la iniciadora! Óyeme bien, Clare, estoy hablando en serio, dile de mi parte a ese joven…

– íbamos en un camión a las poblaciones negras, de un lado a otro del Reef, Krugersdorp y Boksburg… Ella montaba las obras y me parece que también escribía las canciones. Representamos Domingo sangriento y yo hacía de Padre Gapon. ¿Y cuál era aquélla sobre los gaikas y las tropas imperiales británicas, Ivy? Los negros de nuestra escuela nocturna hacían de gaikas. Solíamos llevar la Bandera Roja ondeando en el capó del viejo camión de mercancías de Isaac Lourie.

La risa de Dick y Rosa atrajo a Clare.

– ¡Qué tiempos aquellos! Ahora ni siquiera podemos entrar en el Transkei con nuestras apasionantes diapositivas sobre la kwashiorkor.

– Espera a que yo deje de trabajar el año próximo. Te montaré una unidad móvil en una cabaña. Ya verás. Bappie me ha prometido conseguir casi todo el equipo en el negocio de venta al por mayor de su suegro.

Ivy puso a Rosa al corriente.

– Bapendra Govinf ha vuelto de la Isla. Desde el mes pasado.

– ¿Y cómo está? Tengo entendido que de momento no han vuelto a declararlo ilegal. Al menos no lo leí en el periódico.

– Sí, su mujer quiere que soliciten permisos de salida para ir al Canadá antes de que eso ocurra -Ivy hizo un gesto, dejando que el tejido se hundiera en su regazo-. Leela dice que no piensa ir a vivir con su madre y su padre. Pero ya sabes que los musulmanes tienen un acendrado espíritu de clan.

– ¿Qué hace Leela?

– Lleva unos seis meses trabajando conmigo. ¡Es muy eficaz! Apunta los pedidos por teléfono, echa una mano en la cocina. Cualquier cosa. Va al mercado y me compra la mayoría de las provisiones.

– Tienes toda una organización, Ivy.

Ivy miró a su alrededor.

– Sí… todos comemos. Eso puedo asegurártelo. Beulah James también está conmigo… a Alfred aún le faltan siete meses. (Lo han trasladado a Klerksdorp, lo que para ella significa un verdadero fastidio, la central de Pretoria era más conveniente.) Ahora estamos abandonando los sandwiches y los panecillos para concentrarnos más en la sopa, el curry y otros platos. La comida caliente tiene mucho éxito. Y hacemos ensaladas, por supuesto. Veo a alguna gente con la que trabaja… aunque no me permiten asomar la nariz en las instalaciones fabriles, los blancos siguen mandando a los negros a comprar su almuerzo… Sí, las cosas no estarían mal si supiéramos que Dick… tiene que encontrar algo…

– No me molestaría llevar las Locuras de Aletta en una gira por todo el país -Dick sonrió: era la broma de un hombre confinado al distrito municipal que rodeaba la casa donde vivía.

Ivy tensó los hombros hacia atrás y estiró los grandes pliegues de su cuello como un ganso desafiante.

– Creo que no podría afrontar la vista de los bantustanes, muchísimas gracias. Aunque pudiera entrar. Mantanzima, Mangope, cualquiera de esos hacinamientos, sus «capitales» con las Cámaras de Asambleas y los hoteles para blancos -un gesto de asco.

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