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En la chalupa se amontonaban unos barriles, destinados a renovar la provisión de agua dulce del navío, y en la parte de atrás podía verse -de pie, el sombrero de paja inclinado sobre una barba negra- un hombre con altas botas y armado, el capitán, sin duda. Iba a ser el primero de la comunidad humana que envolvería a Robinsón en la red de sus palabras y sus gestos, y le haría introducirse de nuevo en el gran sistema. Y todo el universo pacientemente elaborado y trenzado por el solitario iba a verse sometido a una considerable prueba desde el momento en que su mano tocara a la del plenipotenciario de la humanidad.

Hubo un roce y la roda de la embarcación se levantó antes de quedarse quieta. Los hombres saltaron entre las revueltas olas y comenzaron a situar la chalupa fuera del alcance de la marea alta. La barba negra tendió la mano a Robinsón.

– William Hunter de Blackpool, capitán de la goleta el Whitebird.

– ¿A qué día estamos? -le preguntó Robinsón.

El capitán, sorprendido por la pregunta, se volvió hacia el hombre que le seguía y que debía ser su segundo.

– ¿A qué día estamos, Joseph?

– Miércoles, 19 de diciembre de 1787, sir -respondió.

– A miércoles, 19 de diciembre de 1787 -repitió el capitán dirigiéndose a Robinsón.

El cerebro de Robinsón trabajó a toda velocidad. El naufragio del Virginia había tenido lugar el 30 de septiembre de 1759. Hacía exactamente veintiocho años, dos meses y diecinueve días. Fuera cual fuera el número de acontecimientos ocurridos desde entonces y la profundidad de la evolución sufrida, aquella duración le resultaba fantástica a Robinsón. Sin embargo, no se atrevió a preguntar al segundo que le confirmase aquella fecha que pertenecía a un futuro lejano todavía. Decidió incluso ocultar a los recién llegados la fecha del naufragio del Virginia, por una especie de pudor, por temor a pasar ante sus ojos o por un impostor o por un fenómeno.

– Fui arrojado a estas costas cuando viajaba a bordo de la galeota Virginia, gobernada por Pieter Van Deyssel, de Flessingue. Fui el único salvado de aquel naufragio. El suceso, desdichadamente, fue un choque que borró más de un recuerdo en mi espíritu y, concretamente, nunca más he podido recuperar la fecha del siniestro.

– No he oído hablar de ese buque en ninguna parte y menos aún de su desaparición -observó Hunter-, pero también es verdad que la guerra con las Américas ha trastocado todas las relaciones marítimas.

Robinsón no sabía de qué guerra se trataba, pero comprendió que debía guardar la mayor reserva si quería disimular su ignorancia sobre el transcurso de las cosas.

Mientras tanto, Viernes ayudaba a los hombres a descargar los barriles y se encaminaba con ellos hacia el manantial más cercano. Robinsón quedó sorprendido por la extrema facilidad con que había entrado en contacto con aquellos hombres desconocidos, mientras que él, por su parte, se sentía completamente alejado del capitán Hunter. Era verdad que si Viernes se afanaba junto a los marineros, se debía claramente a la esperanza de que le condujeran lo más pronto posible a bordo del Whitebird. Él mismo no podía ocultarse que se consumía de ganas por visitar aquel elegante velero, maravillosamente esbelto, esculpido para volar en la superficie de; los océanos… Pero entretanto, aquellos hombres y el universo que traían consigo le causaban un insoportable malestar, que se esforzaba por superar. No estaba muerto. Había vencido a la locura a lo largo de sus años de soledad. Había llegado a un equilibrio -o a una serie de equilibrios- en el cual Speranza y él mismo, Viernes y él, formaban una constelación viable e incluso supremamente feliz. Había sufrido, había atravesado crisis r mortales, pero ahora se sentía capaz, con Viernes junto a él, de desafiar al tiempo y -semejante a los meteoros que se lanzan a un espacio sin roces- proseguir su trayectoria infinitamente, sin conocer jamás un descenso de tensión, ni sentir desgana. Pero el contacto y la confrontación con otros hombres seguía siendo una prueba decisiva de donde podían derivarse nuevos progresos. ¿Quién sabe si, al regresar a Inglaterra, Robinsón llegaría no sólo a salvaguardar la dicha solar a la que había accedido, sino incluso a elevarse a una potencia superior en medio de la ciudad humana? Del mismo modo Zoroastro, tras haber forjado su alma durante mucho tiempo en la soledad del desierto, se había sumergido de nuevo en el impuro hormigueo de los hombres para dispensarles su sabiduría.

Mientras tanto, el diálogo con Hunter discurría con dificultad y en todo momento parecía que iba a perderse en un silencio agobiante. Robinsón había comenzado a enseñarle los recursos de Speranza -tanto en caza como en alimentos frescos- adecuados para prevenir el escorbuto, como, por ejemplo, el berro y la verdolaga. Ya los hombres trepaban por los troncos escamados para hacer caer de un sablazo los cogollos de palmito y se podía oír la risa de los que perseguían las cabras a la carrera. Robinsón pensaba, no sin orgullo, en los sufrimientos que habría padecido, en la época en que mantenía la isla como una ciudad-jardín, si la hubiera visto entregada a aquella banda zafia y codiciosa. Porque si el espectáculo de aquellos brutos desenfrenados acaparaba su atención, no era porque le preocuparan los árboles estúpidamente mutilados o los animales masacrados sin ton ni son, sino por el comportamiento de aquellos hombres, sus semejantes, a la vez tan familiar y tan extraño. En el lugar en donde antaño se alzaba la Tesorería general de Speranza, crecidas hierbas se doblaban por el peso del viento con un murmullo sedoso. Un marinero descubrió allí, una tras otra, dos piezas de oro. Alborotó en seguida a sus compañeros con grandes exclamaciones y, tras salvajes discusiones, decidieron incendiar toda la pradera para facilitar la búsqueda. A Robinsón apenas le rozó la idea de que aquel oro era, en definitiva, suyo y que los animales iban a verse privados del único pasto de la isla que ni siquiera se volvía pantanoso durante la estación de las lluvias. Las peleas que provocaba cada nuevo encuentro le fascinaban y escuchaba distraído las disquisiciones del capitán, que le contaba cómo él había abordado un buque que transportaba tropas francesas, enviado como ayuda a los insurgentes americanos. Por su parte, el segundo se esforzaba por iniciarle en mecanismo tan fructuoso como la trata de esclavos africanos, cambiados por algodón, azúcar, café o índigo, mercancías que constituían una carga ideal para el viaje de vuelta y que podían colocarse con bastante ganancia en los puertos europeos. Ninguno de aquellos dos hombres, absorbidos por sus preocupaciones particulares, se preocupaba de interrogarle por las peripecias que había pasado cuando su naufragio. Ni siquiera la presencia de Viernes les planteaba ningún problema. Y Robinsón sabía que él había sido semejante a ellos, que se había movido por los mismos resortes -la avaricia, el orgullo, la violencia- y que era todavía de los suyos, por lo menos en una parte de su ser. Pero al mismo tiempo los contemplaba con el desprendimiento de un entomólogo, inclinado sobre una comunidad de insectos, de abejas o de hormigas, o una de esas sospechosas agrupaciones de ciempiés que uno sorprende al levantar una piedra.

Cada uno de aquellos hombres era un mundo posible, bastante coherente, con sus valores, sus focos de atracción y de repulsión, su centro de gravedad. Por diferentes que fueran los unos de los otros, en aquel momento aquellos posibles tenían en común una imagen insignificante de Speranza -¡hasta qué punto somera y artificial!- y en torno a ella se organizaban y en un rincón de la misma había un naufrago llamado Robinsón y su criado mestizo. Pero, por muy central que fuera aquella imagen, en cada uno de ellos se hallaba marcada por el signo de lo provisional, lo efímero, condenada a caer poco después en esa nada de donde la había sacado la accidental llegada del Whitebird. En cada uno de aquellos mundos posibles proclamaban ingenuamente su realidad. Eso era el prójimo: un posible que se empeña en pasar por real. Y aunque fuera cruel, egoísta, inmoral, negarse a esa exigencia -que era, por otra parte, lo que toda su educación había inculcado a Robinsón-, el hecho era que él lo había olvidado durante sus años de soledad y se preguntaba en ese momento si volvería alguna vez a recuperar el hábito perdido. Pero además mezclaba la aspiración al ser de aquellos mundos posibles y la imagen de una Speranza destinada a desaparecer, imagen que cada uno de ellos llevaba consigo y le parecía que, al otorgar a aquellos hombres la dignidad que reivindicaban, condenaba con el mismo gesto a Speranza al aniquilamiento.

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