Narciso de un género nuevo, abismado en la tristeza, hastiado de sí, meditó durante largo rato en diálogo consigo mismo. Comprendió que nuestro rostro es esa parte de nuestra carne que se modela y remodela, se calienta y anima sin cesar por la presencia de nuestros semejantes. Un hombre que acaba de dejar a alguien con quien ha mantenido una conversación animada: su rostro guarda durante un tiempo un cierto remanente de vivacidad que se va apagando poco a poco y que sólo volverá a reanimarse con la llegada de otro interlocutor. «Un rostro apagado. Un grado de extinción que sin duda antes no fue alcanzado nunca en la especie humana.» Robinsón había pronunciado estas palabras en voz alta. Pero su rostro, al proferir aquellas palabras como piedras, no se había alterado más que un cuerno de niebla o un cuerno de caza. Se esforzó por convocar algún pensamiento alegre y trató de sonreír. Imposible. Realmente había algo helado en su rostro y habrían sido necesarios largos y alegres encuentros con los suyos para provocar un deshielo. Sólo la sonrisa de un amigo habría podido devolverle la sonrisa…
Se sustrajo a la horrible fascinación del espejo y miró en torno suyo. ¿No tenía todo lo que necesitaba en aquella isla? Podía apagar su sed, calmar su hambre, cuidar de su propia seguridad e incluso de su bienestar y la Biblia se hallaba allí para satisfacer sus exigencias espirituales. Pero ¿quién, por la simple virtud de una sonrisa, haría alguna vez que se fundiera aquel hierro que paralizaba su rostro? Sus ojos descendieron entonces hacia Tenn, que sentado en el suelo a su derecha levantaba su hocico hacia él. Tenn sonreía a su amo. Por un solo lado de su boca, su labio negro, finamente dentado, se elevaba y dejaba al descubierto una doble hilera de colmillos. Al mismo tiempo inclinaba con gracia la cabeza hacia un lado y se hubiera podido decir que guiñaba sus ojos color avellana en un gesto irónico. Robinsón cogió con sus dos manos la gran cabeza velluda y su mirada se nubló por la emoción. Un calor olvidado coloreaba sus mejillas y una emoción imperceptible hacía temblar las comisuras de sus labios. Era como en las orillas del Ouse, cuando el primer hálito de marzo hacía presentir los cercanos trastornos de la primavera. Tenn sostenía su mueca y Robinsón le miraba afectuosamente para recuperar la más dulce de las facultades humanas. A partir de ahí fue como un juego entre ellos. De pronto Robinsón interrumpía su trabajo, su caza, su caminata sobre los guijarros o a través del bosque -o bien alumbraba una antorcha en medio de la noche- y su rostro, que realmente no estaba más que muerto a medias, miraba a Tenn de una determinada manera. Y el perro le sonreía, la cabeza inclinada, y su sonrisa de perro se reflejaba día a día cada vez con más nitidez en el rostro humano de su dueño.
El alba era ya rosa, pero el gran concierto de los pájaros y los insectos no se había iniciado todavía. Ni un soplo de aire animaba a las palmeras que festoneaban el gran portón abierto de la Residencia. Robinsón abrió los ojos mucho después de lo acostumbrado. Se dio cuenta inmediatamente, pero su conciencia moral, que sin duda dormía aún, no se planteó ningún problema a causa de ello. Imaginó, como en un panorama, toda la jornada que le esperaba a la puerta. Primero tendría el aseo, luego la lectura de la Biblia ante el atril, a continuación el saludo a los colores y la «apertura» del fuerte. Haría descender la pasarela sobre el foso y despejaría las salidas obstruidas por las rocas. La mañana estaría dedicada al ganado. Las cabras marcadas B13, L24, G2 y Z17 debían ser llevadas al macho. Robinsón no dejaba de experimentar desagrado al imaginar la urgencia indecente con que aquellas diablesas corrían sobre sus patas hirsutas enredadas en sus grandes mamas hacia el redil de los machos. Luego las dejaría fornicar a su gusto durante toda la mañana. Además tendría que visitar también la conejera artificial que quería montar. Era un valle arenoso, sembrado de brezos y de retamas que había rodeado con una tapia de piedras y donde cultivaba nabos silvestres, alfalfa y un rincón de avena para mantener allí una colonia de jutías, especie de liebre dorada con las orejas cortas, de las que sólo había podido matar algunos raros ejemplares desde su llegada a Speranza. Todavía antes del almuerzo debería nivelar de nuevo sus tres viveros de agua dulce, afectados peligrosamente por la estación seca. A continuación comería deprisa y se vestiría luego con su gran uniforme de general, porque le esperaba una sobremesa muy cargada de obligaciones oficiales: puesta al día del censo de las tortugas de mar, presidencia de la comisión legislativa de la Carta y del Cogido penal y, por último, inauguración de un puente de lianas audazmente tendido sobre un barranco de cien pies de profundidad en pleno bosque tropical.
Robinsón se preguntaba abrumado, si además tendría tiempo para acabar la glorieta de helechos arborescentes que había comenzado a construir en la linde del bosque, bordeando la orilla de la bahía, y que sería tanto un excelente puesto de vigía para controlar el mar como un retiro de sombra verde de un frescor exquisito en las horas más cálidas de la jornada, cuando comprendió de pronto la causa de su tardío despertar: se había olvidado la víspera de recargar la clepsidra y se había parado. A decir verdad, el silencio insólito que reinaba en la pieza acababa de serle revelado por el ruido de la última gota al caer en el recipiente de cobre. Volviendo la cabeza, constató que la siguiente gota aparecía tímidamente en el extremo de la bombona vacía, se alargaba, adoptaba un perfil periforme, dudaba luego, como desanimada, recuperaba su forma esférica y volvía a ascender hacia su fuente renunciando a caer y esbozando incluso una inversión del curso del tiempo.
Robinsón se estiró voluptuosamente en su lecho. Era la primera vez desde hacía meses que el ritmo obsesivo de las gotas, estallando una a una en el balde, cesaba de dirigir sus menores gestos con un rigor de metrónomo. El tiempo quedaba suspendido. Robinsón estaba de vacaciones. Se sentó al borde de la cama. Tenn se acercó y colocó amorosamente su hocico sobre su rodilla. ¡De modo que la omnipotencia de Robinsón sobre la isla -hija de su absoluta soledad- llegaba hasta un dominio del tiempo! Saboreó con arrobo el hecho de que a partir de ese momento no dependería más que de su voluntad tapar la clepsidra y suspender así el vuelo de las horas…
Se levantó y se dirigió hacia la puerta. El desvanecimiento de felicidad que le embargó le hizo tambalearse y le obligó a apoyarse con el hombro en una de las jambas. Más tarde, al reflexionar sobre aquella especie de éxtasis que le había embargado y tratando de darle un nombre, lo llamó un momento de inocencia. Había creído en un primer impulso que la detención de la clepsidra no había hecho más que aflojar las redes de su empleo del tiempo y detener la urgencia de sus trabajos. Pero ahora se daba cuenta de que aquella pausa no era exclusivamente un acontecimiento suyo, sino de toda la isla. Se podría decir que las cosas al cesar de pronto de inclinarse unas hacia otras orientadas por su utilización -y su usura- habían regresado a su esencia; las cosas manifestaban todos sus atributos, existían por sí solas, ingenuamente, sin otra justificación que su propia perfección. Una gran dulzura caía del suelo, como si Dios en un repentino impulso de ternura se hubiera acordado de bendecir a todas las criaturas. Había algo de felicidad suspendida en el aire y, durante un breve instante de indecible alegría, Robinsón creyó descubrir otra isla tras aquella en la que pensaba solitariamente desde hacía ya tanto tiempo: otra isla más fresca, más cálida, más fraternal, enmascarada habitualmente por la mediocridad de sus ocupaciones.
Descubrimiento maravilloso: ¡era posible, por tanto, escapar a la implacable disciplina del empleo del tiempo y a las ceremonias sin por ello sucumbir a la ciénaga! Era posible cambiar sin decaer. Podía romper el equilibrio obtenido con tanto trabajo y superarse en vez de degenerar. Indiscutiblemente acababa de franquear un grado en la metamorfosis que minaba la parte más secreta de sí mismo. Pero no era más que un destello pasajero. La larva había presentido en aquel breve éxtasis que algún día llegaría a volar. Visión embriagadora, pero pasajera.