¿Habían realizado la enorme travesía desde las costas chilenas a Speranza? El tradicional valor de los pescadores costinos hacía que aquella hazaña fuera verosímil, pero era más probable que una u otra de las islas Juan Fernández hubiera sido colonizada por ellos -y era una suerte que Robinsón no hubiera caído entre sus manos, porque lo más seguro es que habría sido masacrado o, al menos, reducido a la esclavitud.
Gracias a relatos que había escuchado en Araucania, adivinaba el sentido de la ceremonia que se desarrollaba en aquel momento en la orilla. Una mujer descarnada y greñuda, que se tambaleaba en el centro del círculo formado por los hombres, se aproximaba al fuego y arrojaba a él un puñado de polvo y respiraba con avidez las cargadas volutas blancas que se elevaban inmediatamente. Después, como agitada por esa inhalación, se volvía hacia los indios inmóviles y parecía pasarles revista, paso a paso, con bruscas paradas ante uno u otro. A continuación volvía a la hoguera y la operación recomenzaba, hasta el punto de que Robinsón se preguntaba si la hechicera no iría a desmayarse asfixiada antes de que concluyera el rito. Pero no, el dramático desenlace se produjo de pronto. La silueta harapienta tendía los brazos hacia uno de los hombres. Su gran boca abierta debía proferir maldiciones que Robinsón no podía oír. El indio designado por la vidente como responsable de un mal cualquiera que la comunidad debía sufrir -epidemia o sequía- se arrojó de bruces al suelo sacudido por grandes convulsiones. Uno de los indios marchó hacia él. Su machete hizo volar en primer lugar el taparrabos del desdichado, luego se abatió sobre él con golpes regulares, cortando su cabeza y luego sus brazos y sus piernas. Al final los seis pedazos de la víctima fueron conducidos a las brasas, mientras que la hechicera en cuclillas, agazapada sobre la arena, rogaba, dormía, vomitaba u orinaba.
Los indios habían roto el círculo y se desinteresaban del fuego, cuya humareda era ahora negra. Rodearon sus embarcaciones y seis de ellos sacaron unos odres y se dirigieron hacia el bosque. Robinsón se batió en retirada precipitadamente sin perder de vista a aquellos hombres que invadían su dominio. Si llegaban a descubrir alguna huella de su estancia en la isla, las dos tripulaciones podrían lanzarse en su búsqueda y difícilmente lograría escapar. Pero por suerte, como el primer manantial se hallaba en la linde del bosque, los indios no tuvieron que adentrarse en la isla. Llenaron sus odres, que transportaban entre dos, y se dirigieron hacia las piraguas, donde sus compañeros habían ocupado ya sus sitios. La hechicera se hallaba postrada en una especie de trono situado en la parte trasera de una de las embarcaciones.
Cuando hubieron desaparecido tras los acantilados occidentales de la bahía, Robinsón se aproximó a la hoguera. Se podían distinguir todavía los restos calcinados de la víctima expiatoria. De este modo, pensó, estos hombres rudos aplican inconscientemente y con crueldad las palabras del Evangelio: Si tu ojo derecho es para ti ocasión de caída, arráncatelo y arrójalo lejos de ti, porque más te vale que uno solo de tus miembros perezca antes de que tu cuerpo entero sea arrojado a la gehena. Y si tu mano derecha es para ti ocasión de caída, córtatela y arrójala lejos de ti… ¿Pero la caridad no estaba acaso de acuerdo con la economía para recomendar más bien que se cuidara el ojo gangrenado y se purificara el miembro de la comunidad que se había convertido en escándalo de todos?
Y de este modo, lleno de dudas, el Gobernador de Speranza regresó a su residencia.
ARTÍCULO VII.- La isla de Speranza es declarada plaza fuerte. Se halla bajo el mando del Gobernador, que toma el grado de general. El toque de queda es obligatorio una hora después de la puesta del sol.
ARTÍCULO VIII.- El ceremonial dominical se hace extensivo a los días laborables.
Escolio.- Cualquier aumento de presión por sucesos brutales debe compensarse con un reforzamiento de la etiqueta. No hacen falta comentarios.
Robinsón dejó descansar su pluma de buitre y miró en torno suyo. Por delante de su casa residencial y de los edificios del Pabellón de Pesos y Medidas, del Palacio de Justicia y del Templo, se alzaba ahora un recinto almenado edificado junto a un foso de doce pies de profundidad y diez de ancho que corría de un muro al otro de la gruta formando un amplio semicírculo. Los dos mosquetones y la pistola estaban colocados -cargados-en el borde de las tres almenas centrales. En caso de ataque, Robinsón podría hacer creer a los asaltantes que él no era el único defensor de la plaza. El sable de abordaje y el hacha se encontraban también al alcance de la mano, pero era poco probable que se llegara alguna vez a un enfrentamiento cuerpo a cuerpo, porque las cercanías del muro se hallaban sembradas de trampas. Primero había una serie de embudos colocados al tresbolillo en cuyo fondo había clavada una estaca con la punta endurecida al fuego, y que estaban recubiertos con haces de hierbas colocadas sobre un débil enrejado de juncos. A continuación Robinsón había hundido en el suelo, a la salida -donde se formaba un claro- del camino que ascendía de la bahía -allí donde normalmente se reunirían los eventuales asaltantes para consultarse antes de seguir hacia adelante-, un tonel de pólvora que podía hacerse estallar a distancia gracias a un cabo de estopa. Por último, la pasarela que servía para franquear el foso era, desde luego, manejable desde el interior.
Todos estos trabajos de fortificación y el estado de alerta en que le mantenía el miedo ante un regreso de los araucanos producían en Robinsón una excitación tonificadora cuyos beneficios morales y físicos experimentaba. Una vez más podía comprobar que, contra los efectos destructores de la ausencia de otra persona, construir, organizar y legislar resultaban espléndidos remedios. Nunca se había sentido tan alejado del cenagal. Cada atardecer, antes del toque de queda, hacía una ronda acompañado de Tenn que parecía haber comprendido la naturaleza del peligro que les amenazaba. Luego se procedía al «cierre» del fuerte. Unos bloques de piedra habían sido arrastrados hasta unos emplazamientos debidamente calculados para que los eventuales asaltantes se vieran forzados a dirigirse hacia los embudos. El puente levadizo era retirado, se colocaban barricadas en todas las salidas y llegaba el momento del toque de queda. Luego Robinsón preparaba la cena, disponía la mesa de la residencia y se retiraba a la gruta. De allí volvía a salir algunos minutos más tarde lavado, perfumado, peinado, con la barba recortada y vestido con su traje de ceremonia. Por último, a la luz de un candelabro en el que llameaba un haz de ramitas empapadas de resina, cenaba despacio bajo la vigilancia respetuosa y afable de Tenn.
A este período de actividad militar intensa sucedió una breve temporada de lluvias diluvianas que le obligaron a penosos trabajos de consolidación y reparación de sus edificios. Luego llegó de nuevo la cosecha de los cereales. Fue tan abundante que se hizo necesario disponer una gruta secundaria como silo; la gruta arrancaba del interior mismo de la gruta principal, pero era tan estrecha y tenía un acceso tan incómodo que Robinsón había renunciado hasta aquel momento a utilizarla. Esta vez no se negó a la alegría de hacerse pan. Reservó una pequeña parte de su cosecha para ese uso y encendió por fin el horno que tenía preparado desde hacía tanto tiempo. Resultó ser una experiencia que de algún modo le trastocó, cuya importancia, desde luego, midió, pero todos sus aspectos no se hicieron evidentes hasta mucho después. Una vez más volvía a penetrar en el elemento a la vez material y espiritual de la comunidad humana perdida. Pero si esta primera elaboración del pan le hacía ascender, por su significación mística y universal, hasta las fuentes mismas de lo humano, comportaba también y al mismo tiempo, dada su ambigüedad, implicaciones completamente individuales -ocultas, íntimas, escondidas entre los secretos vergonzosos de su tierna infancia- y por eso mismo prometían desarrollos imprevistos en su mundo solitario.