Y mi soledad no ataca más que la inteligibilidad de las cosas. Mina hasta el fundamento mismo de su existencia. Cada vez me asaltan más dudas sobre la veracidad del testimonio de mis sentidos. Sé ahora que la tierra sobre la que se apoyan mis dos pies necesitaría para no tambalearse que otros, distintos de los míos, la pisaran. Contra la ilusión óptica, el espejismo, la alucinación, el soñar despierto, el fantasma, el delirio, la perturbación del oído…, el baluarte más seguro es nuestro hermano, nuestro vecino, nuestro amigo o nuestro enemigo, pero… ¡alguien, oh dioses, alguien!
P.s. Ayer, cuando atravesaba el bosquecillo que está delante de las praderas de la costa sudeste, fui golpeado en pleno rostro por un olor que me ha devuelto brutalmente -casi dolorosamente- a la casa, al vestíbulo en que mi padre recibía a sus clientes, pero en concreto a los lunes por la mañana, día en que mi padre no recibía y en que mi madre ayudada por nuestra vecina aprovechaba para sacar brillo al entarimado. La evocación era tan poderosa y tan incongruente que una vez más dudé de mi razón. Por un momento luché contra el asalto de un dulce recuerdo tan imperioso, pero luego me dejé deslizar en el pasado, ese museo desierto, esa muerte barnizada como un sarcófago que me reclama con tal ternura seductora. Al fin la ilusión aflojó su abrazo. Vagando por el bosque, he descubierto algunas raíces de trementina, arbustos coníferos cuya corteza al estallar por el calor desprendía una resina ámbar con un fuerte olor que contenía todas las mañanas de los lunes de mi infancia.
Ya que era martes -así lo quería su empleo del tiempo-, aquella mañana Robinsón recogía sobre la arena fresca, dejada al descubierto por la marea baja, una especie de moluscos con la carne un poco dura pero sabrosa que podía conservar toda la semana en un jarra llena de agua de mar. La cabeza protegida por el gorro redondo de los marinos británicos, zuecos también reglamentarios en los pies, iba vestido con un calzón que le dejaba las pantorrillas al aire y con una amplia camisa de lino. El sol, del que su blanca piel de pelirrojo no soportaba las quemaduras, estaba oculto por una alfombra de nubes encrespadas, como de astracán, y había podido dejar en la cueva su sombrilla de hojas de palma de la que raramente se separaba. Como la marea estaba baja, había atravesado un tapiz regular de conchas trituradas, bancos de barro y charcas poco profundas y había retrocedido lo suficiente como para abarcar con una mirada la masa verde, rubia y negra de Speranza. Al carecer de cualquier otro interlocutor, proseguía con ella un largo, lento y profundo diálogo en el que sus gestos, sus actos y sus empresas constituían otras tantas preguntas a las que la isla respondía mediante el éxito o el fracaso que venía a ser como aprobación o desacuerdo sancionador. Ya no tenía ninguna duda de que de ahí en adelante todo dependería de sus relaciones con ella y del éxito de su organización. Tenía siempre el oído atento para recoger los mensajes que no cesaban de emanar de ella bajo mil formas, tanto cifradas como simbólicas.
Se aproximó a una roca cubierta de algas que cercaba un espejo de agua límpida. Se divertía ante un cangrejito locamente temerario que dirigía hacia él sus dos pinzas desiguales, como un espadachín con su espada y su sable, cuando de pronto fue como si le hubiera golpeado un rayo al descubrir la huella de un pie desnudo. No se habría sorprendido menos si hubiera encontrado su propia huella en la arena o en el fango, ahora que había ya renunciado desde hacía mucho tiempo a caminar sin zuecos. Pero la marca que tenía ante los ojos estaba hundida en la misma roca. ¿Se trataba de la de otro hombre? ¿O es que llevaba ya tanto tiempo en la isla que una marca de su pie en el fango había tenido tiempo de petrificarse debido a las concreciones calcáreas? Se quitó su zueco derecho y colocó su pie desnudo en la cavidad medio cubierta por el agua de mar. Era eso exactamente. Su pie encajaba en aquel molde de piedra como en un borceguí usado y familiar. No podía haber allí ninguna confusión: aquel sello secular -el del pie de Adán tomando posesión del jardín, el de Venus saliendo de las aguas- era también la firma personal, inimitable de Robinsón impresa en la misma roca y por tanto indeleble, eterna. Speranza -como una de esas vacas semisalvajes de la pradera argentina, marcadas, sin embargo, al rojo vivo- llevaba en lo sucesivo el sello de su Dueño y Señor.
El maíz se marchitó por completo y las parcelas de tierra donde Robinsón lo había sembrado recuperaron su antiguo aspecto de praderas baldías. Pero la cebada y el trigo prosperaban y Robinsón experimentaba la primera alegría que le dio Speranza -¡pero qué dulce y qué profunda!- al acariciar con la mano los tiernos brotes de un verde suave y azulado. Necesitó una gran fuerza de carácter para contenerse de arrancar las hierbas parásitas que brotaban aquí y allá en su hermoso tapiz de cereales, pero no podía quebrantar la palabra evangélica que ordena no separar el buen grano de la cizaña antes de la siega. Se consolaba soñando con las hogazas doradas que muy pronto podría deslizar en el horno en forma de túnel que había horadado en la roca blanda de la pared occidental de la gruta. La llegada de una pequeña temporada de lluvias le hizo temblar durante algunos días por sus espigas que se desmoronaban, cargadas de peso, colmadas de agua. Pero el sol brilló de nuevo y las espigas se enderezaron, balanceando sus penachos al viento, como un ejército de diminutos caballos encabritados con sus adornos de plumas en la cabeza.
Cuando llegó el tiempo de la siega, se dio cuenta de que, de todos los útiles que poseía, el más adecuado para servir de hoz o de guadaña era el viejo sable que decoraba el camarote del capitán y que él había recogido junto con los demás restos. Al principio intentó proceder a la siega metódicamente, agrupando y sosteniendo con una varita curva el haz que luego abatía de un sablazo. Pero al manejar aquel arma heroica fue poseído por un extraño ardor y, prescindiendo de toda regla, avanzaba blandiéndolo con furiosos rugidos. Pocas espigas fueron perjudicadas por este tratamiento, pero hubo que renunciar a sacar cualquier partido de la paja.
Log-book.-Esta jornada de siega que habría debido celebrar los primeros frutos de mi trabajo y la fecundidad de Speranza se ha parecido más al combate de un enajenado contra el vacío. ¡Ay! ¡Qué lejos estoy todavía de esa vida perfecta en la que cada gesto estaría dirigido por una ley de economía y armonía! Me he dejado arrastrar como un niño por un impulso desordenado y no he encontrado en ese trabajo nada que se pareciera a la alegre satisfacción que me proporcionaba la siega en la que participaba antaño en la hermosa campiña de West-Riding. La calidad del ritmo, el balanceo de los dos brazos de derecha a izquierda -mientras el cuerpo hace contrapeso por un movimiento inverso de izquierda a derecha-, la hoja que se adentra en la masa de flores, umbelas y plúmulas, corta con limpieza toda aquella materia gramínea y la deposita a mi izquierda, el frescor potente que emana de los jugos, savias y leches eyaculados -todo esto componía una dicha sencilla en la que yo me embriagaba sin remordimientos-. La hoja afilada en el pedernal era lo suficientemente maleable como para que el filo se plegara visiblemente primero en un sentido y después en el otro. La pradera era una masa que había que atacar, desbrozar, reducir metódicamente, ocupándose de ella paso a paso. Pero, en definitiva, esa masa era un conglomerado de universos vivientes y minúsculos, cosmos vegetal en donde la materia se halla completamente absorbida por la forma. Aquella composición refinada de la pradera europea es lo absolutamente opuesto a la naturaleza amorfa y sin diferencias que yo escarbo aquí. La naturaleza tropical es poderosa pero ruda, simple y pobre, como su cielo azul. ¿Cuándo volveré a encontrar el complejo hechizo de nuestros cielos pálidos, los exquisitos matices de gris de la bruma que parece besar los pantanos del Ouse?