Manrique trató de sostenerle la mirada, aturdido. Desde ese momento, me dispuse a hacer el papel de policía bueno, que es el que más me gusta. No es gratificante meterle el dedo en el ojo a nadie. Al menos no para mí. Por feo y desagradable que sea lo que haya hecho.
La declaración de Manrique fue bastante completa, y nos proporcionó un montón de detalles que, debidamente contrastados y soportados, nos servirían para empapelarle incluso aunque en el juicio, como era previsible, se retractara de su confesión. Hasta nos dijo a quién le habían vendido el revólver, lo que con un poco de suerte podía servirnos para redondear la faena más que honrosamente. En resumen, habían quedado con Larrea para timarle, sí, y ya habían asumido que podían tener que pegarle un tiro, o que eso era lo más conveniente. Le habían conocido a través de un compatriota que se dedicaba al trapicheo, y al que utilizaban para ojear primos. El intermediario conocía el montaje de Larrea en El Ejido y les confirmó que el tipo podía levantar buena pasta. En la pizzería simplemente se encontraron y le enseñaron, discretamente, sus poderes: el ladrillo envuelto para simular un paquete de droga. Luego acompañaron a Larrea hasta su coche, donde éste debía tener el dinero, y en cuanto abrió la puerta lo metieron a la fuerza en él. A punta de pistola lo llevaron a dar una vuelta; él y su compinche Heredia, el más bajo y taciturno de los tres, en el coche de Larrea, y el tercero siguiéndolos atrás con el Laguna robado. Dejaron que se hiciera un poco más de noche, con calma, asegurándole a Larrea que no iban a hacerle daño. A las once y media, llegaron al campo deportivo. Allí, sin darle apenas tiempo a quitar el contacto, Heredia le "metió plomo". Lo echaron fuera y en el coche se reunieron con el tercer socio, que esperaba en la plaza del pueblo. Juntos fueron hasta la cuneta donde quemaron el coche de Larrea. Y luego subieron los tres al Laguna y lo llevaron a la hondonada donde lo quemaron también. Un crimen sencillo, limpio, bien organizado.
– Lo que me extraña es cómo lo descubrieron, y tan rápido.
– La policía tiene todo el tiempo del mundo, Manrique -dije-, y la costumbre de registrar y ordenar la información que cae en sus manos, que no es poca. Eso es lo que olvidáis cuando decidís meterle plomo a alguien y apenas gastáis unos días en prepararlo y unas horitas en terminar el trabajo. Siempre os dejáis un montón de cabos sueltos.
– En mi país no nos habrían pillado, se lo juro.
– No estás en tu país. Hay que conocer las reglas del lugar donde juegas, antes de sacar la baraja y repartir cartas.
– Yo nací en Petare, sargento, uno de los cerros de ranchitos que rodean Caracas. Allí no hay reglas. Allí disparas y luego ni preguntas.
– Lo siento. Ojalá hubieras nacido en otra parte -dije.
Y lo deseaba de veras. Ojalá Manrique, y sus colegas, hubieran nacido en un lugar en el que la vida valiera algo más que un fajo de pesos, y ojalá al infeliz de Larrea no se le hubiera ocurrido la desgraciada idea de relacionarse con gente así, que iban a balearle la cabeza como quien pela un kiwi. Pero la vida, que sabe ser puñetera, tiene esas coyunturas, y por eso se necesita gente que haga lo que yo hago, aunque sea una labor en la que ni siquiera el éxito sirve para alegrarte mucho.
Llamamos a Ángela Ramírez. Al principio no daba crédito.
– ¿Que los han detenido? ¿Ya?
Le explicamos, hasta donde podíamos, hasta donde creí que le hacía falta. La mujer, pasado el asombro inicial, sintió gratitud:
– De verdad, no sé cómo… Creí que para ustedes esto era un asunto rutinario, un camello más, muerto por meterse donde no debía. Creí que no iban a hacer ningún esfuerzo por resolverlo.
Lo malo era que en buena medida tenía razón. Era un asunto rutinario. Pereira se lo vendería al coronel de la comandancia de Madrid, y éste se lo agradecería sin mayores aspavientos.
– Para nosotros nadie vale menos que otro, señora -dije, sin embargo-. Nadie merece que lo maten y no haya quien se preocupe.
Cuando colgué, me sentí mejor. No le había mentido a la viuda. Había logrado, al fin, sentir que Marcos Larrea era mi muerto, y que me importaba haber cogido a quienes se habían desembarazado tan cruelmente de él. Si estaba en alguna parte, esperaba que el resultado final le confortara. Y que descansara en paz.
(Aparecida originalmente como relato de verano en el diario El Mundo)
Un asunto familiar
1. Uno de ellos.
Chamorro miró a la mujer a los ojos. Luego le cogió la mano, agrietada y endurecida, y con todo el oficio que le proporcionaban más de tres años de tratar con homicidios, y toda la dulzura que era capaz de hacer fluir de su corazón, le dijo:
– Siento mucho tener que responderle esto. Según el informe del forense, sí, hubo agresión sexual.
La mujer cerró los ojos, pero me pareció que se limitaba a encajar lo que ya sabía. La áspera vida que había debido de llevar desde la infancia, en aquellos montes de León, la había convertido en una estoica. Con apenas cuarenta años, aparentaba cincuenta. Su marido, en cambio, rompió a llorar. Era un hombre corpulento, de enormes manazas. Verlo temblar y oírlo gemir, mientras se tapaba la cara con ellas, le dejaba a uno sin saber qué hacer. Puse mi mano en su hombro, temiendo que me la apartase de un codazo, porque en momentos así todo es posible. Pero el hombre siguió sollozando, mientras murmuraba, con un hilo de voz:
– Mi niña, mi niña…
A veces resulta difícil encontrar las palabras apropiadas. Si es que las hay. Miré a Chamorro. El eufemismo que había empleado, "agresión sexual", era seguramente el mismo que yo habría elegido. Permitía velar los actos concretos, sustraerlos a la sensibilidad de los parientes, incluso les daba la oportunidad de representarse la ofensa de la manera menos brutal posible. Pero por otra parte, también les dejaba imaginarse cualquier cosa, ir más allá de lo que en realidad había pasado. Si no fuera por lo atroces que pueden llegar a resultar los detalles, quizá deberíamos haberles dicho a aquellos dos padres que a su hija la habían penetrado por vía vaginal, con toda probabilidad una sola vez, y que tras una eyaculación seguramente precoz habían pasado a estrangularla sin más trámite. Al menos, les habríamos proporcionado el alivio de saber que su hija sólo había sufrido durante unos pocos minutos. Si es que eso podía aliviarles de algo. Pero no preguntaron nada más, que es algo que sucede a veces, y nada más les dijimos.
Tampoco les dijimos que, dentro de la cautela que siempre se impone, éramos optimistas respecto a la posibilidad de atrapar al responsable. Era a todas luces un aficionado, ni un violador curtido ni mucho menos un asesino diestro y capaz. Había dejado la firma en el interior de la chica, y había escondido el cadáver lo bastante mal como para que apareciera a los dos días del crimen, cuando todavía podía contarnos mucho acerca de cómo habían ocurrido los hechos. En pleno agosto, aunque allí, en lo alto de los montes, no hiciera tanto calor como en el llano, habría sido suficiente con dejar corromperse el cuerpo durante un par de semanas para que todo se nos hubiera puesto mucho más difícil. Pero la torpeza del homicida nos permitía partir con muchas bazas. Teníamos muestras de su semen, sabíamos el tamaño aproximado de sus manos por las marcas del cuello, y podíamos asegurar que no había encontrado apenas resistencia por parte de la víctima. La chica no presentaba ninguna herida de defensa ni el más mínimo vestigio de ropa o tejidos del agresor bajo sus uñas. O bien la había intimidado completamente, o bien ella se había sometido a él por otras razones. Pero una posible relación consentida no excusaba la conducta del individuo, ni aun en el caso de que se hubiera abstenido de matarla luego. Según nos acababan de confirmar sus padres, aquel septiembre, de haber seguido viva, Camino Gutiérrez Expósito habría cumplido tan sólo doce años.