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Nos dieron las siete y pico. Yo ya había terminado los deberes y Chamorro estaba borracha de ver rostros torvos de sudamericanos. Me acerqué a ella y le puse la mano en el hombro.

– Déjalo, Virginia. Tardaremos un día más. Qué le vamos a hacer. Y si la faena que nos han regalado se pone demasiado pesada, le pediré a Pereira permiso para devolvérsela a sus legítimos dueños. Ya habrán acabado con los rumanos, digo yo.

Chamorro se restregó los ojos. Siempre me parecía que tenía algún leve defecto visual, una pizca de astigmatismo tal vez. Pero por mucho que le insistía, ella se negaba a ir al oculista. Por coquetería, sospechaba. Con veintiséis años recién cumplidos, Chamorro estaba todavía en edad de ligarse un buen novio.

No me parecía que yo entrara en esa categoría, ni por otras razones, entre ellas el mejor cumplimiento de nuestro deber, me postulaba para tal honor. Sin embargo, creí que podía invitarla aquella tarde a tomar algo. La jornada había sido intensa y merecíamos un respiro. A Chamorro no le pareció mal la idea.

Fuimos al lugar habitual. Por la proximidad a la sede de la empresa, estaba lleno de picolicie. Mejor, porque la abundancia de testigos acreditaba la inocencia de mis intenciones.

– Esto se nos está empantanado -juzgó, dándole vueltas a su cerveza-. Con lo bien que parecía que iba.

– Bueno, todo tiene sus aristas -dije-. Me da la impresión de que hemos pecado de optimismo. Creímos que esto estaba hecho, en cuanto nos encajaron dos piezas. Y además, tenemos la cabeza en otras cosas y queremos quitarnos ésta de encima en seguida. Es lo que espera el comandante. Mala técnica. Cada muerto quiere sus mimos. Puede que tengamos que ir a Almería, tomarnos un poco de tiempo. Y si no, más vale que lo devolvamos.

– Pereira no lo devuelve ni de coña. Ni aunque se lo pidan. Sólo lo soltará hecho y terminado. Así que ya sabes.

Lo sabía, desde luego. Y eso era lo que más me molestaba. Por alguna razón, sentía que aquel muerto no era mío. No llegaba a cogerle afecto, como me suele pasar. Pero no podía sacudírmelo de encima, así que tenía que esforzarme por aceptarlo.

– ¿Adónde te vas de vacaciones? -le pregunté a Chamorro, por cambiar de tercio.

– Adonde siempre. A San Fernando, con la familia.

– ¿Es bonito, San Fernando?

– Psé. A mí no me disgusta. Playas no faltan, allí o cerca. ¿Y tú?

– Yo qué.

– ¿Te vas a alguna parte?

No lo había pensado. Suelo no pensarlo, hasta el final. Por eso siempre me coge el toro, y tengo que improvisar cualquier plan de emergencia. Cada año noto que me voy haciendo viejo para seguir estando solo, sobre todo en verano. Pero las veces que he intentado no estarlo siempre se ha acabado yendo todo al cuerno. El cariño y las atenciones que te piden los muertos se los acabas robando a los vivos. Tendría que cambiar de trabajo, y a estas alturas de la película no me imagino haciendo otra cosa.

– No lo sé -dije-. Creo que me iré a Ibiza, a ponerme ciego de éxtasis y cepillarme unas cuantas veinteañeras colgadas.

– Si no supiera cómo eres en realidad, diría que eres un cerdo.

– ¿Y cómo soy, en realidad?

El sonido de mi teléfono móvil interrumpió aquella interesante sesión de confidencias. Era Bermúdez.

– Vila, se está poniendo de moda quemar coches -me anunció-. Acabamos de encontrar otro, pero esta vez en la punta contraria, el noroeste. Mucho menos llamativo, un Renault Laguna. Hay un detalle, quizá no signifique nada. Robado anteayer en Getafe.

6. Una idea perversa

El Renault Laguna carbonizado había aparecido en un camino poco transitado, en un tramo que discurría por una especie de hondonada. Golpeamos generosamente los bajos de nuestro Toyota para poder llegar hasta el lugar. Bermúdez iba delante, sometiendo a idéntico castigo a su Fiat amarillo.

– Anda, es el modelo nuevo -dijo Chamorro, mientras examinábamos el vehículo, o mejor dicho, lo que quedaba de él.

– Sí -confirmó Bermúdez-. Cómo molan los anuncios, ¿eh? Coche sin llave, a prueba de robo. Menuda parida. El único coche que no puede robar un chori con oficio es el que no existe.

Es inútil intentar buscar huellas o nada que no sea muy sólido y resistente en un coche incendiado. Por eso los queman. En aquél no encontramos más que las herramientas que su dueño llevaba en el maletero y algunos restos de las lámparas de recambio. Pero no nos desanimamos por eso. Había algo más interesante.

– Fijaos en el lugar -dije-. Apartado de la carretera, discreto y abrigado, y a la vez razonablemente próximo al pueblo.

– ¿Qué quieres decir con eso? -preguntó Bermúdez.

– Que quien lo trajo aquí conoce la zona -dijo Chamorro.

– Exacto. No es el sitio que descubre por azar alguien que pasaba por allí. Y hay otro detalle. Si te deshaces del coche en el que vas, y no has traído otro, tienes que volver andando.

– No podemos descartar que tuvieran otro coche.

– Bueno, es una posibilidad. Explorémosla. Si vas a ir a pie, conviene no estar demasiado alejado del lugar al que piensas dirigirte a continuación. Que puede ser, por qué no, donde vives.

– Eso es un poco imprudente, ¿no? -dudó Chamorro.

– ¿Por qué? Es sólo un coche robado que arde. La policía no tiene por qué relacionarlo con un cadáver aparecido en la otra punta de la comunidad. Y tampoco va a herniarse por un coche. Llamará al propietario y le dirá "mala suerte, le tocaron unos bestias". Nadie los vio con Larrea en Getafe, o eso es lo que ellos creen. Ésa es la perdición del criminal, creer que no pueden atarse dos cabos que luego la casualidad más tonta se encarga de unir. Larrea iba solo, pero le había hablado de Getafe y de la cadena de pizzerías a su compadre Castro. Gracias a él, podemos leer la pista de este coche robado en Getafe como ellos nunca creyeron que la leeríamos.

– Bueno, promete -opinó Bermúdez.

– Promete un huevo, hombre -remaché, eufórico.

Empezaba a ponerse el sol. Era hora de dar por terminado el día, y hacer acopio de fuerzas para el siguiente.

A veces, en las investigaciones, cuando has hecho saltar la chispa decisiva, todo empieza a fluir. Es un momento delicado, porque también entonces te la puedes pegar. Procuré no olvidarlo a la mañana siguiente, mientras estudiaba con Chamorro el mapa del pueblo donde había aparecido el Renault Laguna y reuníamos los datos básicos. Seis mil habitantes, casco urbano agrupado, siete urbanizaciones. Estupendo. Con una charla con la gente del puesto, podíamos centrar el trabajo en un santiamén.

– Un momento, ¿cuántos colegios? -le pregunté a Chamorro.

– Dos.

– Pues ya está. Vamos primero allí. Puede ser el mejor atajo.

– ¿Los colegios?

– Los malos que buscamos tienen edad de tener hijos. Los malos sienten ese impulso, como cualquiera. Es una cosa inherente a la especie. Y una vez nacidos, ¿qué padre que tenga entrañas deja de procurar que sus hijos reciban una instrucción? Aunque se halle en situación irregular, eso no le impide escolarizarlos.

– Es una idea perversa, si te funciona.

– Virginia, son asesinos. Hay que buscarles el flanco débil.

En visitar los dos colegios, convencer a la encargada de la secretaría de cada uno de que nos dejase ver la lista de alumnos, e identificar a todos los de origen sudamericano, empleamos unas dos horas y media. Como resultado, dimos con tres venezolanos, dos colombianos, un peruano y once ecuatorianos.

– No hemos pensado en los ecuatorianos -dijo Chamorro.

– Ésos suelen venir a ganarse la vida honradamente.

– ¿Y los otros no? No se puede generalizar así -me objetó.

– Joder, Chamorro, son once. No te pongas en lo más difícil.

Fuimos al puesto del pueblo, con la lista de direcciones. Nos presentamos al sargento que estaba al mando, un tal Churruca. Era de la vieja escuela, de los que tienen al pueblo entero fichado. También me pareció un pelín carca, y la distancia con la que trataba a los guardias a su cargo, y especialmente a la chica que acaso en mala hora había accedido a aquel destino, lo confirmaba. Pero en fin, no puedes trabajar siempre con gente que te caiga bien. Le pedimos que nos ubicara las direcciones que habíamos recogido, y a las familias que vivían en ellas, si le sonaban.

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