Sea como fuere, esperó a Wilmer y le arreó a traición con una tranca, en principio con intención de llevarlo luego al campo y darle un escarmiento. Pero del palazo lo dejó tan tieso que media hora después no había despertado, y cuando se vio en la huerta con el cuerpo inerte, algo se le encendió en el pecho, se le nubló el entendimiento y le puso la bolsa en la cabeza. Ya estaba, quién iba a preocuparse por un cerdo de indio menos en el mundo.
– Perdonen que lo diga así de crudo, pero así lo sentí.
Chamorro y yo nos miramos en silencio. Si delante del juez repetía aquel testimonio, su abogado podía alegar falta de premeditación y tratar de librarle así de los cargos de asesinato. Pero de la agravante de xenofobia no le iba a salvar ni la Virgen. No creía que aquel hombre fuera necesariamente racista, o no lo bastante como para merecerse la pena suplementaria. Así que hice algo que a lo mejor no debía, me permití darle un consejo:
– Está bien, señor Castro, va a tener que quedarse aquí y vamos a tener que entregarle al juez. Pero le recomiendo que cuide cómo habla de la víctima. No va ayudarse si lo desprecia por su nacionalidad o utiliza vocablos despectivos hacia su origen racial.
Castro hizo chascar la lengua.
– Ya, ya lo sé. Es un discurso muy feo. Lo dicen todos los políticos, todos los cantantes enrollados, todos los intelectuales, todos los obispos. Todos los que no tienen que vivir en el mismo bloque con ellos, ni aguantar que hagan ruido o que miren el culo a sus hijas. Así yo soy tolerante hasta con el diablo, mire qué le digo.
Chamorro meneó la cabeza. Cuando se lo llevaron, vaticinó:
– Está perdido. Lo van a triturar.
– ¿Piensas como él?
– No. Pero es un pobre hombre.
Eso mismo fue lo que les dijo el teniente de alcalde a los medios, cuando se hizo pública la detención. Sobra decir que no pidió a nuestros jefes que nos felicitaran por nuestra rapidez.