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– Y bien, ¿qué quieres que hagamos con él? -dijo López.

– ¿Qué opina usted, mi teniente?

– Creo que es mejor soltarle y darle carrete, mientras comprobáis la película. Si se la ha inventado, lo veremos por su reacción.

– De acuerdo. Aunque no estará de más tenerlo controlado.

– Descuida.

Eran las doce y media. El día estaba cundiendo, y si nos dábamos prisa podíamos sacarle todavía más partido de allí a la hora de comer. En cuanto colgué el teléfono, le pregunté a Chamorro:

– Chamorro, ¿te gustan las pizzas?

– Pues no especialmente.

Le tiré las llaves del coche.

– Toma, conduces tú. Vamos a probar cómo las hacen en Getafe.

– Me explicarás por qué, me imagino.

– Mientras vamos para allá.

En julio, el tráfico de Madrid resulta más insufrible que en ninguna otra época del año. Desde que la mayoría de los coches tiene aire acondicionado, o desde que la renta de los madrileños se ha situado en cotas europeas, la gente le ha cogido una afición a sacar el coche en verano que a llega a alcanzar tintes catastróficos. Si se le unen las obras habituales del ayuntamiento, tunelando aquí y allá, el panorama puede complicarse hasta la pesadilla.

Mientras padecíamos el atasco de salida de Santa María de la Cabeza, la calle que lleva hacia la carretera de Toledo y por tanto a Getafe, cortada por obras, Chamorro y yo hicimos una breve recapitulación de lo que habíamos obtenido hasta allí.

– Una historia bastante patética -opinó Chamorro.

– Las que nos tocan deben serlo, por definición -observé.

– Sí, pero unas más que otras. Si todo es como suponemos, me parece una forma realmente estúpida de morir.

– ¿Y cuál es la forma inteligente de hacerlo?

– De viejo, digo yo.

– Sí, amargado por todo lo que ya no tienes, sorprendiendo de reojo el odio de tu nuera y el cansancio de tu hijo.

Chamorro frunció la nariz.

– Bueno, hay quien no tiene hijos.

– Tampoco mejora eso mucho las perspectivas. Menudo sueño: acabar en una residencia, jugando al parchís con viejos a los que ni habrías saludado, de tropezártelos veinte años antes.

Se rió. No hay nada como la risa de una chica, cuando sabe.

– Creo que tú harás un viejo más feliz que todo eso.

– Vaya, no sé si es un halago o es que crees que el Alzheimer me reducirá a una idiotez reconfortante.

– Es un halago. Bueno, más o menos.

Una de las cosas que he aprendido es que no deben pedirse aclaraciones a una mujer, cuando se expresa de manera imprecisa. Y menos si es la mujer con la que trabajas a diario.

Pasamos el atasco, recorrimos algo menos de diez kilómetros por la carretera de Toledo y llegamos a Getafe. Todo estaba en obras. Al parecer, construían una nueva línea de metro y una nueva carretera de circunvalación: el mundo, que seguía progresando, ajeno a la muerte de un pobre diablo llamado Marcos Larrea, con la que Chamorro y yo teníamos que bregar.

Sólo había una pizzería de aquella cadena en Getafe. La encargada era una chica de unos treinta años, que levantaba apenas metro y medio del suelo pero parecía dotada de una enorme energía. Dirigía con mano de hierro a la partida de mozalbetes, algunos casi adolescentes, que trabajaban allí.

– Un hombre alto con unos sudamericanos -hizo memoria-. ¿Y dice que vinieron anteanoche?

– Sí.

– ¿Cuántos sudamericanos? ¿Cómo eran?

– No podemos decirle.

– Verá, sudamericanos vienen muchos. Aquí hay bastante población inmigrante. Quizá más magrebíes, o polacos. Pero sudamericanos hay los suficientes como para que no llamen la atención. Esto no es un restaurante. Aquí la gente entra y sale rápido, a veces. Y sólo vemos al que se acerca a pedir la comida.

La encargada tampoco reconoció la fotografía de Larrea. En fin, era frustrante, pero qué le íbamos a hacer. Como se nos había echado encima la hora de comer, pedimos un par de pizzas.

Mientras las masticábamos (no valían gran cosa, por cierto) vi que Chamorro se quedaba absorta en algo de la calle.

– ¿Qué pasa? -le pregunté.

– Mira ahí.

Me di la vuelta. Estábamos de suerte. Un cajero automático.

5. El cariño que piden los muertos

Nunca he sentido una especial simpatía por las entidades financieras, y he de admitir que la poca que me inspiran se reduce a la mínima expresión cuando anuncian sus impúdicos beneficios. Pero hay algo que, mal que me pese, debo agradecerles: la precaución de instalar cámaras de televisión en muchos de sus cajeros automáticos. Gracias a eso, disponemos de una red de vigilancia que no hemos de pagar (si fuera así, no la tendríamos) y que permite controlar una porción nada desdeñable del país. Es verdad que los bancos no son demasiado proclives a compartir su información con la policía, en según qué casos. Pero cuando se trata de un asesinato, ofrecen razonables facilidades.

– Por supuesto que les daremos la cinta, inmediatamente -nos dijo el responsable de seguridad del banco al que pertenecía el cajero situado enfrente de la pizzería de Getafe-. Eso sí, les agradeceré que cuando puedan me traigan la orden judicial.

– Se la llevaremos -prometió Chamorro.

La cinta de vídeo respaldó el relato de Raúl Castro. A las 21.58, exactamente, Marcos Larrea había entrado en la pizzería. A las 22.12, había salido, en compañía de tres individuos de aspecto sudamericano que habían entrado a las 21.43. No eran los mejores retratos que seguramente podían obtenerse de ellos, pero daban para empezar a jugar. Llamamos en seguida a Bermúdez.

– Buf, la verdad -dijo, después de ver las imágenes-, ya me gustaría decirte que los tengo fichados, pero ni de lejos. Además, yo conozco a los narcos, y éstos son timadores y asesinos. A lo peor no han tocado un gramo de cocaína en su puñetera vida.

– Pues nos das una alegría, francamente -dije.

– Ya quisiera poder serviros de más -se disculpó Bermúdez-. Lo que sí puedo decirte, si te vale, es que así a primer vistazo no me parecen colombianos ni bolivianos.

– ¿Por qué? -preguntó Chamorro.

– Los colombianos y los bolivianos suelen tener pinta de indios más o menos puros, y no son muy altos. Aquí hay un par de buena talla. Y con mezcla de negro, o mucho me equivoco.

– ¿Y eso qué te sugiere?

– Coño, Vila, no soy etnólogo. Y ahora hay mezclas de cualquier cosa en cualquier parte. Pero me da un tufo.

– Tírate a la piscina, hombre, que hay confianza -dijo Chamorro.

– Caribes -apostó-. Venezolanos, por ejemplo. No te digo que no puedan ser también colombianos, de todas formas.

– Bueno, algo es algo -concluí.

Despedimos a Bermúdez con una decepción sólo a duras penas reprimida. Chamorro dio en manifestarla en voz alta:

– Bueno, mi sargento, el camino largo.

Los dos sabíamos lo que eso significaba. Empezar a repasar fichas y fichas de malvados, con el temor siempre presente de que ninguno de los que buscábamos estuviera en nuestros archivos. El trabajo tedioso e inseguro: no había nada que pudiera exasperarme más. Por suerte, tenía a Chamorro, que era paciente y sabía mantenerse despierta mientras hacía algo aburrido. La falta de esa virtud me convierte en un policía muy deficiente. Siempre intento buscar un itinerario que resulte más ameno.

– Otra posibilidad es informarnos con la policía de los sudamericanos sospechosos que vivan en Getafe -pensé en voz alta.

– ¿Y por qué habrían de vivir allí? -cuestionó Chamorro.

– Bueno, es una posibilidad, ¿no?

– ¿Tú quedarías con alguien al que piensas matar en el pueblo en el que vives, pudiendo elegir otro? -se burló.

– Yo nunca mataría a nadie, pudiendo evitarlo.

– Es un suponer, hombre.

– Está bien -me rendí-. Vamos, a las putas fichas.

Una buena parte del trabajo policial no merece ser relatado. Ni las horas frente a la pantalla, ni el papeleo permanente. Mientras Chamorro miraba fichas, yo me encargué de documentar, para incorporarlo a la carpeta de aquella investigación, todo lo que habíamos hecho hasta allí. Me daba una pereza incomensurable, pero ya que estaba en un tiempo muerto, sabía que agradecería más adelante haberme sacado eso de encima. La experiencia, al menos, me había enseñado a sintetizar un interrogatorio de una hora en un par de folios. Prescindiendo de la hojarasca y a la vez sin omitir nada que pudiera serle útil a quien tuviera que continuar con aquella investigación, si a Chamorro o a mí nos pasaba algo, o nos metían en otra juerga, o nos íbamos de vacaciones.

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