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– O españoles -intervino Chamorro.

Bermúdez asintió.

– Claro. Tarados y cabrones nacen en todas partes. Pero los de aquí no suelen matar si pueden ahorrárselo. Saben que estamos nosotros, y que cuando hay un muerto nos lo curramos. En Bogotá o en Caracas los entierran y se olvidan. Suponiendo que no ande metida la propia policía, que también sucede. Esto no lo digo yo -alzó las manos, como disculpándose-. Es lo que me cuentan los angelitos que me dan de comer todos los días.

Nos hicimos cargo del ladrillo y le dimos las gracias a Bermúdez. Prometió estar a nuestra disposición para todo lo que necesitáramos y hacernos saber cualquier cosa que llegara a su conocimiento y pudiera ayudarnos en nuestra investigación.

Por la tarde nos personamos en el anatómico forense. Teníamos dos razones para ello. La primera, el resultado de la autopsia, no se apartó mucho de lo previsto. Marcos Larrea había muerto por una herida de bala con orificio de entrada en la región occipital. El proyectil, que había quedado alojado en el cráneo, era de calibre 38. En su sangre se habían encontrado restos de cocaína.

La segunda razón apareció a eso de las ocho. Venía cansada, tras el viaje de seiscientos kilómetros, aunque el Audi A6 que tripulaba dispusiera de argumentos para atenuar la fatiga conductora. La mujer de Marcos Larrea encajaba con él. Muy bronceada, con escote generoso y pantalones ceñidos. Debía de haber sido atractiva, en una región imprecisa entre los dieciocho y los treinta y tantos años. Ahora empezaba a estar un poco pasada.

– ¿Señora Ramírez? -la abordé.

– Sí -repuso, desconcertada.

– Soy el sargento Bevilacqua, de la Guardia Civil. O el sargento Vila, si se le hace más fácil. Me ocupo del caso.

– Ah, mucho gusto.

Me tendió la mano. La tenía algo sudorosa.

– Tendrá que identificar el cadáver. ¿Se encuentra con ánimo?

– Qué remedio.

Ángela Ramírez se comportó en la identificación como se habría comportado cualquier otra persona con un dominio normal de sus emociones. Se esforzó por permanecer entera, se llevó la mano a la boca cuando vio el rostro sin vida de su marido y, al cabo de unos segundos, se derrumbó. Chamorro la sostuvo y la sacamos al pasillo. Dejamos que se calmara antes de interrogarla.

Lo que nos contó entonces sirvió para ampliar y precisar lo que le había dicho a Chamorro durante la conversación telefónica. Su marido tenía aquel negocio de compraventa de coches desde hacía siete años. Les había dado mucho dinero, pero en los últimos tiempos empezaba a flojear. Había aumentado la competencia, y en El Ejido la gente andaba lo bastante sobrada como para preferir coches nuevos, que dejaban menos margen. Usó esa concreta expresión, menos margen, lo que demostraba que no era ajena a las interioridades del negocio de su marido. Tampoco parecía una persona demasiado instruida. Supuse que era una de esas que desarrollan una astucia natural cuando se trata de dinero.

De los problemas de su marido con la justicia sabía, claro. Había tenido que contratar al abogado e ir a sacarle las dos veces. Pero Marcos no era un camello, afirmó, sólo se había habituado a consumir en la época de bonanza, para relajar la tensión, y al complicarse las cosas había empezado a tomar más para ahuyentar las preocupaciones. Ya debíamos de saber cómo iba eso.

Lo sabíamos, naturalmente. En este punto, me pareció demasiado preparada. Intenté apartarla un poco del guión:

– Y usted, ¿consume también?

Me miró un par de segundos, dudando.

– Alguna vez -titubeó-, bueno, una raya que otra, sí, pero… No, no estoy enganchada, como estaba él.

– Tenemos razones para pensar que su marido no sólo estaba enganchado -dije entonces-. Traficaba. Y había venido a Madrid a comprar género. Una buena cantidad.

Ángela Larrea se quedó sin habla.

– Yo -repuso, a duras penas-, yo no quise saber… Las cosas no iban bien, había un par de trampas, y Marcos… En fin, qué quiere que le diga, no puedo discutirle eso. Puede que sí, que…

– ¿Y no sabe usted a quién le compraba, habitualmente? -preguntó Chamorro-. ¿A quién vino a comprarle esta vez?

– No, yo de eso no sé nada, se lo juro. No quería saber.

– Y a un tal Raúl Castro, ¿le conoce?

Ángela Ramírez abrió unos ojos como platos. ¿Cómo habíamos avanzado tanto en tan poco tiempo? Su mente se aceleró.

– Sí, a ese Raúl lo conozco, sí -decidió sincerarse-. Ha venido por casa alguna vez. Siempre le dije a Marcos que se mantuviera alejado de gente así. ¿Tiene algo que ver con esto?

– Es pronto para saberlo -dije-. ¿Tiene idea de por dónde anda?

– Pues por El Ejido, supongo. Hace poco salió de la cárcel.

Parecía claro por dónde seguía nuestro camino. No había que exprimir mucho más a la viuda, de momento. Le pedimos que estuviera a tiro de teléfono y le ofrecimos nuestras condolencias.

Antes de separarnos, Ángela Ramírez nos preguntó:

– ¿Cómo lo mataron? ¿Por qué?

Le expusimos lo que por el momento era nuestra hipótesis, sin entrar en demasiado detalle ni hurtarle lo esencial.

– Ya veo -dijo, meneando la cabeza-. Siempre quiso creerse más listo que los demás. Y al final, ha muerto como un primo.

4. Un cajero automático

Le propuse a mi comandante desplazarnos hasta Almería para buscar a Raúl Castro e interrogarlo en persona. Con el Toyota Celica, y si lo localizábamos sin muchas dificultades, podíamos ir y venir en el día, aunque nos diéramos una paliza mediana. Alguna ventaja tenía que tener el conducir un coche de chulo de putas.

– En condiciones normales, te diría que sí -respondió mi superior-. Pero con la mitad de la unidad de vacaciones, prefiero que lo subcontratéis con nuestra gente de allí. No vaya a pasar algo imprevisto y nos quedemos en cuadro.

En otra vida, me gustaría ser capaz de comprender a los jefes. Un día les sobran efectivos para prestárselos al primero que se los pide y al día siguiente les faltan para lo indispensable.

Llamé a Almería, qué remedio. Hablé con el teniente López, de la unidad orgánica de policía judicial de la comandancia.

– El Ejido no es nuestro, sino de la pasma -me dijo-. Ha crecido mucho en los últimos tiempos. Pero bueno, nos arreglamos.

Y se arreglaron, efectivamente. Apenas dos horas después, me llamaron por teléfono.

– Vila, soy López. Tenemos al sujeto. Acojonadito vivo, dicho sea de paso. ¿Qué es lo que quieres que le hagamos confesar? Si te aprovechas, podemos cargarle cualquier muerto que tengáis podrido por ahí.

Tampoco era cuestión. Le di unas pistas para el interrogatorio.

Una hora más tarde, López volvió a llamar.

– Oye, un tipo majete, este muñeco tuyo -observó, ufano-. Y ya me extraña, porque tiene el historial suficiente para que se le hubiera retorcido el colmillo y nos hubiera enredado más. Eso sí, te tengo que anticipar que no se ha confesado autor de nada. Pero su cuento tiene cierta consistencia y puede interesarte.

El cuento de Raúl, en resumen, era como sigue. Conocía a Marcos Larrea desde hacía dos o tres años. Le había pasado coca alguna que otra vez, naturalmente en plan colega, y el otro se había ido aficionando al asunto. Luego a Larrea le había empezado a ir chungo en el negocio de los coches, y se había ido metiendo poco a poco en el tráfico, para tapar agujeros. Primero a pequeña escala, y después, a medida que le iban creciendo los problemas, en mayores cantidades. Había entrado en contacto con gente de Madrid, para comprar más mercancía. Por lo que Raúl Castro sabía, hacía un par de días había quedado con unos sudacas que vendían ya volúmenes importantes. Importadores, decían; material muy puro y de garantía total. Marcos le había ofrecido a Castro venir con él y ayudarle a colocar el género repartiendo las ganancias. Pero a Castro, según sus propias palabras, le daba yuyu ir a mayores. Pasar un poquito aquí y allá, cuando había necesidad, vale. Pero subir de nivel era también aumentar el peligro. Había conocido en la cárcel a alguna gente del escalón superior, y con ésos no tenía ninguna gana de jugarse los cuartos. Así que había preferido no acompañar a Larrea. Y eso que el otro le había insistido, y hasta le había llegado a dar todos los detalles de la cita. Había quedado con los sudacas en una pizzería de un pueblo de esos que hay alrededor de Madrid. Recordaba perfectamente la cadena a la que pertenecía la pizzería y el nombre del pueblo, Getafe. Desde el día anterior por la mañana, tenía mal pálpito. Si todo hubiera salido bien, Larrea le habría llamado en seguida. Cuando había visto a los guardias llamando a su puerta, se había temido lo peor. Al contrario que Ángela Ramírez, no le extrañaba que fueran por él. Sabía que en nuestros archivos constaba que había sido detenido una vez junto a Larrea. Y se maliciaba que si no cantaba todo lo que sabía, podía tener que comerse el marrón. Así que no tenía nada que añadir. Eso era todo lo que podía decirnos y si se le ocurría algo más que pudiera interesarnos nos llamaba inmediatamente y nos lo contaba, faltaría más.

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