– Está bien, señores -dijo, cuando lo hubo anotado todo-. Pueden dejar esto de mi cuenta. No creo que necesite mucho tiempo. Les aviso tan pronto sepa algo. Y si hay algo más, en la tarjeta está mi móvil. Lo marcan a cualquier hora del día o de la noche.
Dudé quién era el policía, en aquel momento. Si los tres picoletos despistados o aquel Andréi Voltsov que nos daba la tarjeta con su teléfono (y su e-mail: [email protected]).
Al despedirnos, Andréi alzó la mano de Chamorro y dobló un poco el espinazo. Me pareció un exceso de énfasis innecesario y de dudoso gusto en un proxeneta, pero Virginia no protestó.
En el camino de vuelta me embargaba una mala sensación. No me gusta que todo el peso de la investigación recaiga en una línea, y menos cuando esa línea escapa a mi control. Nos habíamos puesto en manos de aquel tipo, que ante todo iba a mirar por su interés. En un arranque de orgullo, decidí que fuéramos al bloque a recoger a la vecina cotilla para llevarla a ver fotos de malvados ucranianos. Fue una idea bastante penosa. La mujer estaba aterrorizada y no reconoció a nadie. A eso de las seis, cuando todavía andábamos enredados en ese estéril trámite, sonó mi móvil.
– Sargento, tengo algo para usted -anunció Andréi.
7. Así de crudo
Lo que me dijo Andréi, en condiciones normales, no me lo habría creído, y mucho menos habría preparado el siguiente paso en función de ello. Si lo hice fue por dos poderosas razones: la historia cuadraba con lo que sabíamos de Wilmer, y una rápida comprobación en el ordenador de Tráfico, donde metimos el apellido de la persona a la que apuntaba la información de Andréi, nos llevó a un modelo de coche que estaba en la lista de veintitantos que habíamos identificado como posibles portadores de los neumáticos cuyas huellas habían aparecido en el lugar del crimen.
Por eso, y porque la maniobra que se me ocurrió podía probarse sin excesivo esfuerzo, decidí hacerle caso al ucraniano, pese a que me dijera que no podía facilitarme el paradero de sus compatriotas. Me contó que había pactado con ellos no delatarlos, a cambio de la información que me proporcionaba, y me aclaró que eran residentes ilegales y por eso habían huido. Como es lógico, le pregunté si no dudaba de la veracidad de esa información, que era exculpatoria para quienes la estaban dando y tan sospechosamente se comportaban. Andréi respondió, firme:
– A mí no me mentirían. Usted haga la comprobación. Y si no saca nada me lo dice, y les doy otra vuelta. Si resulta que me han contado un cuento se los entrego atados de pies y manos para que les hagan lo que quieran. Pero creo que la pista es de fiar.
Así que allí estábamos, en el bar del que, según nos habían informado, era parroquiano habitual nuestro objetivo. No faltó a su cita con la barra. A eso de las ocho y media se presentó en el local. Vega y yo nos quedamos en la mesa, con el listillo del sargento Lucas. Las dos chicas, Chamorro y Robles, se acercaron a la barra con el pretexto de pedir algo de beber. Vi cómo Chamorro trababa conversación con él y le presentaba a Robles. Nuestro hombre sonreía a ambas un poco azorado, pero con ese gustillo que da encontrarse, al final de la jornada, junto a dos mujeres jóvenes y no del todo de mal ver. En medio de la cháchara, vació deprisa su caña y pidió otra. No reparó en que Robles se hacía con el vaso vacío y lo guardaba en una bolsita de plástico antes de echárselo al bolso. En aquella circunstancia, ni se habría dado cuenta de que un buldózer le pasaba por encima del pie. Luego Robles se excusó, se alejó de la barra y salió del bar. Tampoco se dio cuenta de nada de esto el pobre incauto, porque Chamorro cuidaba de seguirle dando palique. Incluso se aposentó en el taburete, como si quisiera hablar más relajada. El tipo se puso entonces algo nervioso, y no dejaba de mirar hacia donde estábamos los demás, pero ni por un momento temí que hubiera peligro de perderlo.
A los veinte minutos regresó Robles. Desde el umbral nos hizo una seña afirmativa. Apuramos sin prisa nuestras bebidas y nos pusimos en pie. Mientras caminaba hacia la barra, pensé en lo caprichosa, lo absurda y lo idiota que podía ser la vida. Tenía un caso resuelto, en apenas día y medio y de la forma más rocambolesca e imprevisible. No había trabajado, ni había puesto de mí en él una milésima parte de lo que había invertido en tantos otros asuntos que aún criaban polvo en la carpeta de pendientes. Pero allí estaba, yendo hacia un hombre que antes de acabar aquel día, o yo no sabía nada de asesinos, habría firmado una confesión.
Chamorro le puso alerta cuando se quedó observando fijamente algo que había detrás de su espalda, es decir, a nosotros.
– Señor Castro -le dije, apenas se volvió-. Tengo que pedirle que nos acompañe. Salgamos discretamente, por favor.
Francisco Castro me miró con ojos de cordero degollado. Pero ni era la primera vez que yo estaba en aquella circunstancia ni la primera vez que un homicida me miraba así. Dejé sobre la barra un billete de veinte euros, que supuse suficiente para cubrir sus cervezas y nuestras consumiciones, y le requerí:
– Vamos, preferimos no esposarle.
En el camino hacia la casa-cuartel no abrió la boca. Llevaba la mirada perdida ante sí, su cerebro aún trataba de comprender lo que había pasado, lo que estaba pasando, lo que iba a pasar. Francisco Castro, se notaba, no era un criminal curtido. En su favor apunté que no trataba de jugar a algo a lo que no estaba acostumbrado. Las protestas de inocencia les quedan bien a los canallas, que tienen costumbre de engañar al prójimo. Pero a un hombre que ha descarrilado en un momento de ofuscación, y que no vive en la realidad anómala del delincuente habitual, le habría salido una representación titubeante, fallida y quizá patética.
Siempre que puedo, prefiero tratar a la gente con consideración y ahorrarle sufrimientos innecesarios. Por eso le expliqué al detenido, antes de nada, que sus huellas dactilares, según el análisis rápido que había hecho nuestro equipo de criminalística, y que confirmaríamos debidamente después, coincidían con las halladas en la bolsa aparecida en el lugar del crimen. También le dije que había unas huellas de neumático que en ese momento se estaban cotejando con las ruedas de su coche, aunque ya sabíamos que el modelo coincidía. Y que nos constaba cuál había sido el móvil. Francisco Castro se fue hundiendo en el asiento. No preguntó cómo habíamos llegado a averiguar todo aquello, no puso nada en duda. A veces he usado faroles, y tengo cierto aplomo para marcármelos, pero tengo mucho más aplomo cuando sé que lo que digo es cierto y fetén. Aquel hombre lo percibió al instante.
– Y ahora nos gustaría escuchar lo que tenga que contarnos usted -añadió Chamorro, ya que le tenía más confianza.
– Ah, ¿pero me queda algo? -murmuró.
– Claro, tiene derecho a dar su versión.
– Todavía estoy alucinando -se sinceró-. Apenas llevan aquí un día. ¿Tan torpe he sido?
– No fue demasiado cuidadoso -dijo Chamorro.
– Y hemos tenido suerte -admití, por si le aliviaba.
La versión de Francisco Castro no se apartó, en cuanto a los motivos, de la información que nos habían dado los ucranianos a través de Andréi. El bueno de Wilmer, impelido como de costumbre por su exceso de testosterona, había adquirido el molesto pasatiempo de tirarle los tejos a la hija adolescente de Castro, detalle que ninguno de los vecinos había querido o sabido apuntarnos, pero que los ucranianos sí habían visto, como también sus inmediatas consecuencias: un forcejeo entre ambos en el que, según le habían dicho a Andréi, habían intervenido para separarlos. La fecha de la pelea, una semana antes del crimen, coincidía en ambos testimonios. De lo que había pasado a partir de ahí, Castro nos ofreció un relato confuso, toscamente autojustificativo.
Aquel salido no se había privado de seguir molestando a su hija, y él había pensado en denunciarlo, pero ya sabía que el otro estaba legal, y que no podía asustarlo por ahí. Se había ido calentando, y al final se había dicho que no necesitaba a nadie para defender a su familia y que no iba a permitir que un sudaca de mierda lo chuleara. Castro admitía que a partir de ahí había acabado llegando a una conclusión incorrecta (incluso muy incorrecta, pensé que habría apostillado entonces De Quincey), pero nos pedía que le entendiéramos, un padre, la seguridad y el bienestar de su hija…