Литмир - Электронная Библиотека
A
A

Sentía las ganas de intervenir de mi compañera. Me mantuve en silencio, para que también Casiano meditase sobre sus palabras y dudase sobre el efecto que me causaban. Preguntó Chamorro:

– Y lo que registra el parte del hospital de seis de marzo pasado, dos costillas rotas y contusiones diversas, ¿también considera usted que está en los límites de la normal relación conyugal?

Casiano enfrentó la mirada de mi compañera.

– Mire, no me lo tome a mal, porque no trato de faltarle al respeto, ya que es usted autoridad -dijo-. Pero aunque no se atreva nadie a decirlo creo que lo que les pasa a las mujeres que tienen ahora eso, autoridad, es que no han aprendido a ser lo bastante frías, que les falta costumbre y se precipitan. A lo mejor dentro de veinte años, puede ser que vayan templándose. Eso es lo malo, que mujeres así son periodistas, juezas y hasta ministras. Y todo se saca de madre y por eso ahora yo, que bastante desgracia me ha caído encima, voy a comerme este marrón siendo inocente.

– Le aseguro que me tomo esto con absoluta frialdad -dijo Chamorro-. Y con toda frialdad le pregunto: ¿Le rompió usted dos costillas, y considera que eso no tiene nada de anormal?

Casiano bajó los ojos.

– Fue una desgracia. Discutíamos en la planta de arriba. Fui así como a darle y ella se apartó y se cayó por la escalera. Le juro por mi madre que nunca pasé de chillarle o darle algún guantazo.

– ¿Me permite una pregunta un poco personal?

– Usted hágala, ya que parece que es la jefa -dijo, observándome de reojo con una expresión en la que se atisbaba algún reproche.

– ¿Quería usted a su mujer?

Casiano Bernal, presunto uxoricida, pensó durante varios segundos inacabables, antes de responder.

– La quería tanto -dijo, con la voz un poco quebrada- que me hacía perder la cabeza. Y voy a decirle otra cosa. Pregúntese por qué seguíamos viviendo juntos. Por qué me denunciaba, sí, pero volvía aquí una y otra vez. Podía haber pedido el divorcio, se habría quedado con la casa y con una buena pensión. Ya, ya sé que piensan que tenía miedo de que después de eso yo viniera a matarla. Pero ella sabía que yo nunca habría podido hacer eso. La razón es otra, señora guardia. Aunque le gustara putearme, aunque me pusiera los cuernos, que me consta que me los puso un par de veces, y ya ve, no la maté entonces, Sandra sabía que era mía y que no podía ser de nadie más. Que yo era su hombre para los restos. Y sobre esas cosas, ni los jueces saben juzgar ni los policías saben ver más allá de sus narices. Lo que pasa entre dos personas debajo de un techo no se sabe ni se entiende desde fuera.

– Cálmese, Casiano -intervine, retomando el papel de benefactor-. Le aseguro que le escuchamos atentamente y tratamos de entenderle. Acaba de decir usted, disculpe que escarbe en ello, que su esposa le había sido infiel en alguna ocasión.

– Que me la había pegado un par de veces, sí. Que yo sepa. Pero bueno, eso estaba olvidado. En su día me llevaron los demonios, y le cayó algún tortazo, que por cierto reconoció que se lo merecía. Yo no soy rencoroso. Lo que pasa es que desde hace un tiempo estaba convencido de que me la estaba pegando otra vez.

– ¿Por qué? ¿Tuvo algún indicio, alguna prueba?

– No, prueba ninguna. Mire, el trabajo me sale por las orejas, y lo que no voy a hacer es estar todo el día detrás de ella para ver si… Tengo cinco personas a mi cargo, y trabajando doce horas al día aún me falta tiempo. La llamaba, eso sí, la controlaba, y eso era lo que… Bueno, que a veces, en el móvil, me sonaba rara.

– ¿Y algo más?

– Y que estaba rara ella, por la noche. Me huía la mirada. Como había pasado las otras veces.

– ¿No puede ser que eso se lo imaginara usted? -dijo Chamorro.

– No eran imaginaciones. Yo conocía a mi mujer. Algo había. No sé qué, ni quién. Pero algo.

La mirada de Casiano Bernal tenía ahora ese extraño brillo del que nos había hablado nuestro compañero. ¿Nos hallábamos ante un celoso obsesivo? ¿Ante un hombre que había perdido el control de sí mismo y había desarrollado su manía tras las dos infidelidades previas? Y éstas, ¿eran ciertas, o también una invención de su mente? Ah, siempre la oscuridad de la mente humana, que, también como siempre, tendríamos que tratar de iluminar desde fuera, con esos burdos rastros materiales y las pobres conjeturas que son todos los aparejos de un investigador criminal.

– Está bien -recapitulé-. Ahora, aunque sé que también se lo han preguntado ya y que le molesta que vuelva sobre ello, quiero que me diga que fue lo que hizo ayer. Desde por la mañana.

Casiano suspiró. Pero no opuso resistencia.

– Lo de todos los días. Me levanté a las seis y media. A las siete y media estaba en el taller. A las tres me fui a comer, y a las cuatro pasé por casa y me la encontré muerta. Eso es todo.

– ¿No vio a su mujer entre las siete y media y las cuatro?

– No.

– Ni habló con ella.

– Eso sí, dos veces, por la mañana.

– Y qué le dijo. ¿Algo que le llamara la atención?

– No. Sólo me sonó rara, así como le dije antes, una de las veces.

– Permítame una pregunta más íntima. ¿Hizo usted el amor con su mujer en algún momento del día de ayer?

– No.

– ¿Ni la noche antes?

– Tampoco.

Miré fijamente a los ojos de Casiano.

– No sé si sabe que cualquier intento de mentirnos en esto sería una chiquillada. Tenemos maneras de comprobarlo.

– No sé cómo pueden comprobarlo. Me da igual. No lo hicimos.

– ¿Está usted seguro?

– Estoy seguro. La última vez fue hace tres días.

– Otra cosa -dijo Chamorro-. Su mujer, ¿era bebedora?

– Algo de vino, a veces. En la comida.

– ¿Cree que pudo beberse, pongamos, media botella?

– Sólo la he visto beber tanto en alguna boda.

– ¿Seguro?

– Oigan, ¿creen que no sé lo que digo?

Le dimos varias vueltas más a todo. Le preguntamos del derecho, del revés. No admitió nada, no se contradijo, no se derrumbó. La verdad es que era un marido asesino poco habitual.

Cuando acabamos, le pedí al brigada que mandara un chaval al bar y que allí largara un par de cositas. Mientras tanto, Chamorro y yo nos pusimos a mirar pelos. Hay pasatiempos mejores.

6. Una estúpida mirada azul.

Llegó la hora de comer e hicimos recuento de lo que habíamos recogido hasta allí. Teníamos a un sospechoso con móvil, aptitudes y sin coartada, pero por el momento, y pese a todos los esfuerzos desplegados por unos y por otros, inconfeso. Nos faltaba aún el arma homicida, porque las batidas que se habían hecho al efecto habían resultado infructuosas. Disponíamos de unas huellas dactilares que no parecían llevarnos más allá de la fallecida y de su cónyuge, y de unas huellas de calzado teñido de sangre que en principio tampoco permitían apuntar más que a Casiano Bernal. Por otra parte teníamos, extraídos del cuerpo de la difunta, los restos biológicos de alguien que había mantenido relaciones con ella poco antes de su muerte. Y nuestro sospechoso, tras ser informado del derecho que le asistía a no hacerlo sin orden judicial, se había avenido a entregarnos de buen grado una muestra de su saliva, que nos permitiría contrastar si los restos eran suyos o no. Pero eso todavía iba a llevar unos días, y como mucho podía demostrar una mentira de Casiano respecto de su vida marital, que no era ni siquiera indiciaria de su autoría del crimen.

Ah, y los pelos. Chamorro y yo nos pasamos un buen rato examinando el contenido de las bolsitas donde los habían guardado. Había una cantidad estimable, ciento y pico. El que hubiera hecho la recogida había demostrado buena vista y una gran meticulosidad. El trabajo de examinar cabellos no es el más rutilante, entre los muchos sucios que nos toca arrostrar a los de nuestro oficio, y además resulta especialmente ingrato y laborioso, pero a veces arroja sorprendentes resultados. En las bolsitas encontramos largos cabellos teñidos de rubio claro (de Sandra), cabellos cortos y algo rizados de color oscuro (de Casiano), muestras de vello púbico castaño (que adjudicamos a Sandra), casi negros (atribuidos en el acto a Casiano), uno canoso (habíamos visto canas en las sienes de nuestro hombre) y otros tres que tiraban a rojizos, que según la interpretación que se diera, a falta de hacer un análisis morfológico en condiciones, con microscopio y toda la parafernalia, podían ser tanto de uno como de otro. Tampoco eso nos daba unas pistas terminantes, aunque sembraba en mi cabeza ideas de esas que es difícil refrenar y que un buen sabueso debe aprender a dejar fermentar sin que le distraigan demasiado de su camino.

20
{"b":"100521","o":1}