– Pues cometiste una estupidez -dijo ella-, porque alguien debió de seguirte hasta Vilassar y por Vilassar. Sólo así se explica que el paradero de mi padre, hasta ayer mantenido en el máximo secreto, haya podido ser descubierto por los secuestradores.
Tal cosa no era posible, repliqué. Nadie me había seguido, no sólo por haberme disfrazado con tal arte que ni siquiera ella me había reconocido (a pesar de nuestra relación), sino por haber hecho el camino de la estación a la residencia bajo el sol, a pata, y el último trecho a cuatro patas, y este método, más que cualquier otra forma de ocultación, era eficacísimo para desembarazarse del más avezado seguidor.
– Déjame hacer una comprobación -dije, y una vez más pedí y obtuve permiso para utilizar, pagando, el teléfono del bar.
Ivet me proporcionó el número de teléfono de la residencia y a él llamé.
No costó nada localizar al comisario Flores, porque aquella misma mañana, según me contó la propia telefonista de la residencia, el comisario Flores había ingresado en la enfermería de dicha residencia con la cabeza abierta de un bastonazo.
– Por tu culpa, grandísimo esputo -rugió el comisario Flores en persona cuando hubimos establecido conexión telefónica.
Le dejé hablar un rato, si así puede llamarse el desordenado y en ocasiones repetitivo catálogo de palabrotas, denuestos, blasfemias, procacidades, maldiciones y amenazas que, intercalado con fragmentos del Cara al sol, tuvo a bien ofrecerme hasta que le interrumpí diciendo que le llamaba desde un teléfono público y que si quería desahogarse lo hiciera con cargo a su bolsillo. Entró en razón y le expuse el motivo de mi llamada.
– No me hables -dijo-, precisamente por tratar de averiguar lo que me pediste estoy como estoy. Un mártir de la amistad.
Le insté a que me contara lo ocurrido. La víspera, me contó, se había sumado a un corro de vejetes que jugaba al mus y con la habilidad y buen tino de quien se ha pasado media vida interrogando a gentes de muy variada psicología, había tratado de averiguar algo sobre el inválido objeto de mi interés. De momento sólo había sacado en claro que se llamaba (el inválido) Luis o Lluís Biosca, y que probablemente éste no era su verdadero nombre, porque uno de los vejetes afirmó haber visto bordadas en los pañuelos de batista del tal Biosca, sus camisas de hilo y sus calzoncillos (a la hora de la letrina) las iniciales A. T. Nadie conocía la naturaleza de la dolencia que le afectaba, pese a ser éste un tema de conversación harto frecuente entre los asilados, pues el tal Biosca (o A. T.), en los cuatro años que llevaba internado en la residencia de Vilassar, se había mostrado siempre reservado hasta la exageración. Y muy fino y considerado con los demás, a diferencia del comisario Flores, a quien los vejetes señalaron que para preguntar algo no hacía falta decirle a nadie que le iba a caer un buen paquete ni pegarle puntapiés en los cojones. Tal vez por esto, habían añadido los vejetes, al inválido lo visitaba con frecuencia una chica muy mona, y en cambio al comisario Flores, nadie. ¿Sólo aquella chica tan mona?, había preguntado el comisario Flores. Sí, le habían contestado los vejetes, en todos aquellos años sólo aquella chica tan mona había visitado al inválido y le había prodigado mimos y atenciones, por no hablar del bálsamo de su presencia, un verdadero regalo para la vista cansada de los vejetes, en opinión de los propios vejetes. Y por el momento, dijo el comisario Flores, aquello era todo y seguramente sería todo en el futuro, porque el inválido había sido secuestrado aquella misma mañana.
– Tal vez de resultas de sus desacertadas pesquisas -apunté.
– No, imbécil -replicó el comisario Flores-. Una cosa no tiene nada que ver con la otra. Al cabo de un minuto esos vejetes ni siquiera recordaban haber hablado conmigo. Además, un secuestro como éste no se monta en unas horas.
– Pues ¿cómo ha sido? -quise saber.
– De primera -respondió el comisario Flores-. Yo no lo he visto, porque estaba aquí, en la enfermería, en observación, pero un enfermo que ha ingresado a media mañana con un cólico me lo ha contado todo. Luego, en ausencia de la enfermera, he registrado el fichero de la enfermería. No hay ninguna ficha a nombre de Biosca ni de nadie cuyas iniciales sean A. T. Ahora bien, es imposible que en todos estos años Biosca no haya pasado ni una sola vez por la enfermería. Sin duda la ficha ha sido eliminada, y seguramente también habrá desaparecido la del archivo central. Ah, y según me han dicho, su habitación la ocupa desde hace unas horas un demente que jura y perjura llevar allí desde octubre del año pasado. Alguien está decidido a borrar toda traza de tu inválido, muchacho, y lo está haciendo bastante bien.
– ¿Para qué? -pregunté-. ¿Para qué tanto interés por borrar las huellas de ese tal Biosca?
– Para que ningún pardillo como tú pueda seguirlas con intención de rescatarlo. No se trata de un secuestro hecho al buen tuntún, ni por aficionados. Claro que no contaban con mi presencia aquí.
– ¿Qué quiere decir? -pregunté intuyendo en su tono la añagaza.
– Quiero decir que a tu viejo amigo el comisario Flores no se le escapa nada.
– Comisario, ¿hay algo más que no me ha dicho?
El comisario Flores emitió una tos maquiavélica y bronquítica.
– Quizá -dijo-. Quizá sé algo que te podría ayudar a encontrar a tu inválido. Por cierto, ¿cómo está mi asunto?
– Bien, comisario. Sobre ruedas.
– No es suficiente, muchacho. ¿Has hablado ya con el señor alcalde?
– Sí, claro. Y me lo ha dado por hecho. Con estas mismas palabras: dalo por hecho, muchacho, me ha dicho. Pero para después de las elecciones, no vaya a haber malentendidos.
– ¿Y si las pierde?
– No las perderá, comisario. El recuento está amañado.
– Esto me tranquiliza -suspiró el comisario Flores-. La falta de libertad hay que conquistarla cada día, muchacho.
– Tomo nota, comisario, pero dígame eso que me ha de decir.
– Ah, no. Sin garantías yo no doy nada.
– Comisario -respondí-, hace tiempo que nos conocemos. Usted sabe que puede fiarse de mí tanto como yo de usted. La promesa sigue en pie: si usted me ayuda a resolver el caso, yo le ayudo a salir del asilo. Pero garantías, no puedo darle ninguna. Así que lo mejor será que se guarde su secreto, si es que de verdad hay tal secreto, y se pudra donde está. Al fin y al cabo, ¿por qué habría de mover yo un dedo por usted? Usted ya no vale un pimiento, comisario. Ni siquiera es comisario. Usted sólo es un viejo pestífero que no sabe nada de nada. Y yo voy a colgar.
– ¡Espera!
– Se me acaban las monedas, comisario.
– Uno de los secuestradores era negro. ¿Te sirve eso de algo?
– ¿Cómo ha dicho?
– Un tipo muy grande, negro, vestido de chófer. Había otros dos hombres, uno de ellos iba encapuchado. Yo no los vi, pero me lo han contado. Habían encerrado a todos los enfermos en sus habitaciones por orden de la enfermera jefa, pero uno consiguió guipar la escena a través de las persianas. ¿Qué te parece la información? En mis tiempos me habría valido un ascenso.
– Y ahora también, pero sólo en mi estima. El bastonazo que le han dado, ¿ha sido por este asunto?
– No. Me pillaron haciendo trampas al mus y uno de los vejetes me arreó con la cachava. Nueve puntos de sutura y la inyección del tétanos. Figúrate tú, pegarme a mí con toda impunidad. ¡Y pensar que llegué a presidir novilladas en las Arenas! No somos nada, muchacho.
– Usted no es nada -respondí mientras depositaba el auricular del teléfono en su horquilla.
*
Volví junto a Ivet, que esperaba entre ávida y aburrida el resultado de mis indagaciones, y le dije:
– Ya está. Yo no tengo la culpa de nada. El secuestro fue planeado con minuciosidad y ejecutado con exactitud, al margen de mi cautelosa incursión. Pero no se trata ahora de deslindar responsabilidades, sino de resolver el embrollo, y para eso es preciso que me aclares alguno extremos. Por ejemplo, ¿cómo se llama tu padre?