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»Os iba diciendo, queridos ciudadanos y ciudadanas, que necesitamos un hombre para una misión. Pensaréis en una misión espacial. No. No pido ir a Marte, ni a Venus, ni a Saturno. La mía es una misión terrestre, pero igual de difícil y trascendental.

»Al decir esto, me viene a la memoria un recuerdo infantil. Me veo a mí mismo, con el desdoblamiento de personalidad propio de los esquizofrénicos, en el aula de la escuela donde hice mis estudios de bachiller. En mi pupitre tengo abierto el libro de Historia Universal, y en la página de la izquierda, arriba, en un recuadro, hay una ilustración. Esta ilustración pinta un soldado romano, con aquella minifalda que tanto excitaba mi incipiente lascivia, y con una espada en la mano, guardando un puente de las hordas bárbaras que intentaban cruzarlo. Vete a saber dónde estarían los demás. Un hombre solo, un simple soldado, un legionario, quizá un hijo de puta, defendiendo el Imperio Romano. Nunca olvidaré esta imagen. En cambio he olvidado por completo lo que os estaba diciendo. Y mi nombre. Ah, sí. Este soldado valiente nunca llegó a alcalde de Roma. Ya sabéis cómo funcionan estas cosas en Italia. Pero su gesta sirvió para algo, supongo.

*

Estaba escuchando con embeleso el discurso de nuestro primer mandatario y ponderando con emoción cómo gracias a un sistema social abierto y democrático como el nuestro (tan distinto del hindú, por ejemplo), un ser de mi abyecta extracción e infame trayectoria podía llegar a codearse con aquellos despreciables figurones, cuando la imagen de Magnolio brincando y reclamando mi atención con vehementes gesticulaciones me recordó el verdadero motivo de nuestra presencia allí y el cúmulo de falsedades que la había hecho posible. Abandoné mi escondite y aprovechando la general distracción me reuní con él en el recibidor previo al salón.

– ¿Ha averiguado algo? -me preguntó.

– Varias cosas -dije-. El señor que está disertando es el alcalde. Esto lo pone por encima de toda sospecha. Los otros, en cambio, no parecen trigo limpio. El joven recepcionista era guardia de seguridad en la empresa de Pardalot, y tal vez lo sigue siendo en horas libres. Y la dueña de la casa me ha hecho insinuaciones.

– No le extrañe -dijo Magnolio-. Según he oído decir al personal de servicio, la señora de la casa tenía un lío de faldas, al parecer las suyas, nada más y nada menos que con el difunto Pardalot. En los últimos meses, sin embargo, la relación entre ambos se había enfriado. El personal de servicio no sabe a ciencia cierta quién dejó a quién o si la ruptura se produjo de común acuerdo. Todos coinciden, sin embargo, en que a raíz de la ruptura la señora estaba muy abatida, lo que podría indicar, siempre según el personal de cocinas, que fue Pardalot quien la dejó. Ésta podría ser la causa del asesinato, si nos apuntarnos a la hipótesis del crimen pasional. Menudo lío, ¿no le parece?

– Sí, amigo mío -convine con él-, así de interesante es la vida de los ricos. Pero no hagamos sociología. ¿Ha registrado las habitaciones?

– Sólo una.

– ¿Y qué ha encontrado?

– Poca cosa: era el váter.

– Está bien -dije-. Lo intentaré yo, a ver si tengo más suerte. Usted quédese aquí y avíseme cuando se acabe el discurso o antes si pasa algo.

– ¿Y cómo le aviso?

– Dé un grito.

– ¿Como el del señor Tarzán?

– Eso.

Del propio recibidor arrancaba una escalera, de caoba u otra madera noble los peldaños, a la planta superior. Llegado por esta escalera a ella, donde todo parecía pensado para el confort como en la inferior para el boato, me metí en la primera habitación que me salió al paso. Estaba a oscuras y a tientas no encontré el interruptor, de modo que salí. El crujido de los nobles peldaños de caoba me indicó que alguien subía o bajaba por ellos. Por si era lo primero, me volví a meter en el cuarto oscuro (o de las ratas) y por una rendija de la puerta vi pasar al joven recepcionista. En una mano llevaba una botella de cava que se debía de haber agenciado en un descuido del maestresala y a la que iba dando largos tientos. En la otra mano llevaba una Beretta 89 Gold Standard calibre 22. El arma y la acidez de estómago lo hacían doblemente peligroso. Cuando hubo desaparecido en un recodo del pasillo, exhalé el aliento contenido, volví a salir y me colé en la habitación contigua. Una cama con cobertor de raso, un grácil camisón de encaje, y unas zapatillas con floripondios me hicieron suponer que estaba, salvo prueba en contrario, en el dormitorio de una mujer, y más particularmente en el de la señora de la casa, llamada por sí misma y los demás Reinona. Sobre la mesilla de noche había un libro de Saramago y unas gafas. En el cajón de la mesilla, dos tubos iguales de fármacos distintos, un pañuelo de encaje, un paquete de pilas, un broche de clip (para el pelo) y cuatro caramelos. Me los metí en la boca, pero los escupí de inmediato porque eran de anís. No lo soporto. Había que ser expeditivo, así que dejé el resto por explorar y pasé a otra habitación comunicada con el dormitorio. Era un cuarto más pequeño, aunque habría cabido allí mi apartamento entero y la mitad del de Purines, destinado a ropero, vestidor o buduar (¿vuduar?) según la de vestidos de las más reputadas marcas que allí había. Unas gavetas deslizantes me presentaron una embarazosa y perturbadora colección de ropa interior. Por fortuna el vestidor comunicaba con un cuarto de baño en el que me alivié metiendo los pies en agua fría con zapatos y todo. Regresé al vestidor. En un tocador, entre frascos de perfume y tarros de crema, había una fotografía en un sencillo marco de madera clara. En la foto se veía a Reinona a horcajadas sobre un caballo, o sea, a caballo. En el cajón del tocador había otra foto sin enmarcar, la de una niña de pocos años, junto a un árbol. La foto había sido hecha en el extranjero, a juzgar por las casas que se veían al fondo, bien distintas de las nuestras. La sombra del árbol no permitía apreciar las facciones de la niña. Tal vez fuera Reinona de pequeña o tal vez no. Lo volví a colocar en el cajón. En el siguiente cajón había grageas de valeriana para los estados de nerviosismo y, por si las grageas de valeriana no surtían el efecto deseado, un muestrario completo de barbitúricos y opiáceos. También había anfetaminas (en cápsulas y en inyectables), anticonvulsivantes, rifampicina, ampicina, una crema antioxidante a base de algas marinas que contienen aminoácidos naturales y una pistola Walter PPK calibre 7,65, pequeña y ligera, ideal para llevar en el bolso a todas partes.

Al pasar por el cuarto de baño repetí la operación de alivio por si sufría una recidiva y me adentré en la habitación siguiente. Era un gabinete o estudio provisto de librería (con más obras de Saramago) en un paño de pared, un escritorio o buró, un tresillo, varias lámparas y otros muebles prescindibles. El escritorio ofrecía un surtido botín: cartas, extractos de cuentas de diversas entidades bancarias, cada una en su peculiar galimatías, un directorio de teléfonos, una agenda. Me lo habría llevado todo, pero no quería dejar constancia de mi visita, así que me limité a hojear la agenda.

Lunes: tenis.

Martes: llamar a Nicolasete.

Miércoles: descanso.

No era gran cosa ni probaba nada, pero tampoco cabía esperar más. Ni el criminal más obtuso anota en su agenda los delitos que se propone cometer. En las cuentas bancarias se apreciaba un saldo magro. En el escritorio había una fotografía más, esta vez en un marco de piel clara. La fotografía mostraba de nuevo a una Reinona más joven, vestida de novia, del brazo del marido de Reinona, el bondadoso Arderiu, vestido de novio, con cara de idiota. Todos los novios ponen cara de idiota, pero aquélla era de concurso.

*
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