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Tras lo cual busqué y encontré la escoba y el recogedor y con ellos traté de apilar los cascotes, trizas, añicos, pavesas, andrajos y confeti (proveniente de Semana y Diez Minutos) mientras hacía balance de aquel estrago. En esta ocupación me encontró enfrascado la guardia urbana, que, avisada por algún transeúnte entrometido, acudía con su habitual celeridad al lugar del siniestro.
– Gracias por su visita, señores números, ¿en qué puedo servirles? -les dije con fingido alborozo, porque habría preferido que se hubieran quedado regulando el tráfico en lugar de venir a hacer preguntas sobre lo ocurrido allí.
Sin embargo mis temores resultaron infundados, porque los representantes del orden (municipal) se limitaron a echar una ojeada al local y otra a mí y a preguntarme si había sido el butano.
– Sí, señor -respondí-, tenía encendida la estufa, pese al excelente clima que nos ofrece gratis el Ayuntamiento, y no observé las debidas precauciones. Pero las consecuencias son insignificantes, porque la compañía aseguradora cubrirá de buen grado los ligeros desperfectos.
Viriato, que, ya repuesto, entraba en busca de su americana, sus zapatos y la pernera izquierda de sus pantalones, me oyó decir esto y, cuando se hubieron ido los guardias, me increpó diciendo:
– ¿Por qué les has contado estas mentiras? Sabes de sobra que no he pagado la prima del seguro desde 1987.
– Viriato -le dije-, me temo que estamos metidos en un buen lío, y lo mejor será que tratemos de resolverlo por nuestros propios medios. Esta vez hemos salido bien librados de milagro. La próxima puede ser peor. Vuelve a tus ocupaciones, no le cuentes a nadie lo sucedido y aléjate de mí.
*
Al caer la tarde, ya había conseguido sacar los escombros a la calle, empalmar todas las secciones de una tubería por la que ahora pasaban, provisionalmente, los suministros de agua, gas y electricidad, y recomponer el espejo uniendo sus fragmentos con esparadrapo. El secador eléctrico había quedado totalmente inutilizado y el sillón había perdido los brazos y el respaldo. Mientras cavilaba cómo suplir estas carencias, entró en la peluquería un individuo de andar incierto y tez muy pálida, lo que al pronto me hizo pensar que tal vez fuera un cadáver. Con anterioridad yo ya había afeitado, peinado y acicalado algún que otro difunto, pero nunca uno que viniera por su propio pie, pese a lo cual, y no estando la cosa para hilar muy fino, le señalé el residuo del sillón. El recién llegado se echó a reír y exclamó:
– ¡Arbucias! Veo que no me ha reconocido.
Examiné sus facciones con redoblada atención y descubrí que se trataba de Magnolio.
– ¿Cómo iba a reconocerle? -dije yo-. Antes era usted negro.
– Y usted blanco -replicó el chófer.
– Es que me he tiznado de hollín -dije.
– Pues yo me he embadurnado de harina -dijo él. Luego miró a su alrededor y añadió-: Aun sin gafas advierto que le han puesto una bomba. Bien empleado le está por la trastada que me jugó anoche. Pero no me he blanqueado y venido hasta aquí con el propósito de afearle su conducta, sino para pasar inadvertido y traerle un nuevo mensaje de la señorita Ivet. Esta vez quiere verle. En propia persona. Dice que su vida corre peligro. Su vida de ella y también su vida de usted. Las dos. Y quizá la mía. Esto no lo dijo la señorita Ivet, pero lo añado yo por mi cuenta. La señorita Ivet dice que en esta ocasión se propone jugar limpio con usted, no como las veces anteriores. Y agrega la señorita Ivet que sólo aunando esfuerzos podrán salir del atolladero en que los ha metido la mala suerte. Previendo una respuesta adversa de su parte, la señorita Ivet insistió en que le insistiera y le dijera que entrevistándose con ella usted no tiene nada que perder, porque ya lo ha perdido todo.
– ¿Dónde quiere que nos veamos? -pregunté.
– En un lugar seguro -repuso el chófer-. Yo le llevaré. No desconfíe. He tenido muchas oportunidades de apiolarlo y nunca lo he hecho. Podría apiolarlo ahora, aquí mismo, si se me antojara. Ganas no me faltan. ¿No le da vergüenza, abusar de mi amistad para embriagarme y dejarme tirado en aquel antro? Y encima con no sé qué cuento de un Rolls Royce. Le partiría la crisma y otros huesos si la señorita Ivet no me lo hubiese prohibido expresamente.
– Me alegro; sólo me faltaría eso -exclamé-. Mire cómo ha quedado todo. ¿Qué voy a hacer sin secador eléctrico?
Se encogió de hombros y no dijo nada. Consulté la hora. De resultas de la explosión al reloj de pared sólo le había quedado el segundero, lo que hacía algo difícil precisarla, pero calculé que sería la del cierre, de modo que decidí suspender hasta el día siguiente las tareas de rehabilitación y dedicar un rato a mis actividades secundarias.
– ¿Ha traído el coche? -le pregunté a Magnolio.
– Sí, señor -repuso el chófer-. Lo tengo aquí mismo. No sabe lo fácil que resulta aparcar cuando uno va sin gafas.
– Está bien -dije-. Ayúdeme a colocar la puerta en sus goznes y le acompañaré a donde sea.
*
En una esquina de la calle Bailen detuvo Magnolio el coche, me señaló un edificio y dijo:
– Es aquí. Cuarto piso, puerta «C». Ella le está esperando. Yo me reuniré con ustedes cuando encuentre un sitio donde aparcar.
Seguí sus instrucciones y una vez ante la puerta indicada, pulsé el timbre. De inmediato una voz trémula preguntó que quién iba. Al oírla se disiparon mi irritación y mi rencor.
– No tengas miedo, preciosa -respondí procurando que no se me notara el jadeo por haber subido tres pisos a pie-, soy yo: tu caballero andante, tu héroe galáctico, tu supermán.
– ¿Quién? -repitió la voz trémula.
– El peluquero -respondí.
La falsa (y falsaria) Ivet abrió la puerta una rendija, vio ser yo quien allí había y me franqueó el paso. Parecía asustada y nerviosa. Apenas hube entrado, cerró y atrancó la puerta. Sólo entonces encendió la luz del recibidor, una pieza cuadrada, escuetamente decorada con una caja de contadores, de la que arrancaba un pasillo corto y lóbrego. El aire era denso y no aromático, como el de un piso que llevara cerrado varios días. Por el pasillo llegamos a una estancia bastante amplia en cuyo centro había una mesa plegable y cuatro sillas de tijera. Del techo colgaba una bombilla cubierta por una pantalla de papel de estraza. Me ofreció asiento y dijo:
– Ésta es mi casa y mi oficina o, como yo prefiero llamarla, mi agencia. Es un piso antiguo, dividido en varios apartamentos; éste, a su vez, subdividido por mí. En la parte de delante están mis habitaciones privadas. Allí sólo entro yo y quien yo decido. La otra parte del piso, donde ahora nos encontramos, la destino a oficinas. La decoración te parecerá escasa. En realidad, alquilo el mobiliario en función de la operación mercantil que llevo a cabo. Así me adapto mejor a las características de cada cliente. Si son extranjeros, modernismo catalán; si son catalanes, diseño italiano. A veces con un tatami me arreglo. Pero esto no hace al caso. ¿Puedo ofrecerte algo? Tengo las bebidas tradicionales.
– ¿Pepsi-Cola?
– No.
– Entonces nada, gracias.
– Te traeré agua, por si tienes sed -dijo ella.
Se fue por el pasillo y se metió en una puerta lateral. Como pasaban los minutos y no volvía, me asomé al cuarto contiguo. También allí las persianas estaban bajadas o los postigos cerrados, de modo que no se veía casi nada. Me pareció distinguir un armario y una cama individual deshecha. En el suelo había ropa dejada de cualquier manera. En el aire flotaba el cálido olor que dejan las personas jóvenes y limpias cuando duermen solas. Regresé a la estancia vacía cuando Ivet regresaba con un vaso de agua, que me bebí de un sorbo, porque la experiencia de la alcoba me había dejado la boca seca. Ella parecía haber recobrado la entereza: ya no daba muestras de temor y más bien estaba risueña y parlanchina.