– Arréglalo.
Y todas las veces, después de realizar la tarea, Eddie le devolvía el objeto a su padre y decía:
– Ya está arreglado.
De noche se reunían en torno a la mesa de la cocina, su madre, regordeta y sudorosa, preparaba la cena junto al fogón, y su hermano Joe hablaba sin parar, con el pelo y la piel oliéndole a agua de mar. Joe se había convertido en un buen nadador, y durante el verano trabajaba en la piscina del Ruby Pier. Hablaba de toda la gente que veía allí, de sus trajes de baño, de su dinero. Al padre no le impresionaba nada de eso. Una vez Eddie oyó casualmente que le hablaba a su madre de Joe.
– Ése -decía- solamente vale para estar en el agua.
Con todo, Eddie envidiaba el aspecto que tenía su hermano por la noche, tan moreno y limpio. Sus uñas, como las de su padre, estaban manchadas de grasa, y en la mesa, durante la cena, Eddie trataba de quitarse la porquería con la uña del pulgar. Una vez pilló a su padre mirándole y el viejo sonrió.
– Demuestran que tuviste un día de trabajo duro -dijo, y mostró sus propias uñas antes de que se cerraran en torno a un vaso de cerveza.
Por esa época Eddie ya era un fornido adolescente y sólo respondía con un gesto de la cabeza. Sin darse cuenta se había iniciado en el ritual de intercambiar señales de su padre, renunciando a las palabras o a las manifestaciones físicas de afecto. Todo tenía que hacerse internamente. Se suponía que uno se daba cuenta, eso es todo. Falta de afecto. El daño estaba hecho.
Y entonces, una noche, las palabras cesaron por completo. Eso pasó después de la guerra, cuando a Eddie le dieron de alta en el hospital. Le habían quitado la escayola de la pierna y había vuelto al apartamento de su familia en la avenida Beachwood. Su padre había estado bebiendo en un bar cercano y cuando volvió tarde a casa se encontró a Eddie dormido en el sofá. Las tinieblas del combate habían cambiado a Eddie. No salía de casa. Hablaba raramente, incluso con Marguerite.
Pasaba horas mirando por la ventana de la cocina, contemplando cómo daba vueltas el carrusel, tocándose la rodilla herida. Su madre susurraba que «sólo era cuestión de tiempo», pero su padre se iba poniendo más nervioso cada día. No entendía la depresión. Para él era debilidad.
– Levántate -gritó arrastrando las palabras- y consigue trabajo.
Eddie se estremeció. Su padre volvió a gritar:
– Levántate… ¡y consigue trabajo!
El viejo se tambaleaba, pero se acercó a Eddie y le empujó.
– ¡Levántate y consigue trabajo! ¡Levántate y consigue trabajo! Levántate… y… ¡consigue un trabajo!
Eddie se incorporó apoyándose en los codos.
– ¡Levántate y consigue trabajo! Levántate y…
– ¡Basta! -gritó Eddie poniéndose de pie, ignorando el dolor de la rodilla. Miró fijamente a su padre, con la cara a unos centímetros de la de él. Olía el mal aliento a alcohol y tabaco.
El viejo miró la pierna de Eddie. Su voz se convirtió en un gruñido.
– ¿Ves? No… te… duele… tanto.
Tambaleándose, dio un paso atrás dispuesto a lanzar un puñetazo, pero Eddie se movió instintivamente y agarró el brazo de su padre. Los ojos del viejo se desorbitaron. Era la primera vez que Eddie se defendía, la primera vez que hacía algo en lugar de limitarse a recibir una paliza, como si la mereciera. Su padre se miró su propio puño cerrado, que no había logrado su objetivo, y por los agujeros de la nariz le salió humo. Apretó los dientes, echándose hacia atrás titubeante, y se soltó el brazo. Miró a Eddie con los ojos de un hombre que ve un tren que arranca bruscamente.
No volvió a hablar con su hijo.
Aquélla fue la última marca que quedó en el cristal de Eddie. El silencio. El silencio se cernió sobre los años que quedaban. Su padre guardó silencio cuando Eddie se trasladó a su propio apartamento, guardó silencio en su boda, guardaba silencio cuando él iba a ver a su madre. Ésta suplicaba, lloraba e imploraba a su marido que cambiara de actitud, que lo olvidara, pero él sólo le decía, con las mandíbulas apretadas, lo que les decía a otros que le habían hecho la misma petición:
– Ese chico levantó su mano contra mí.
Y aquello era el fin de la conversación.
Todos los padres hacen daño a sus hijos. Aquélla fue su vida juntos. Abandono. Violencia. Silencio. Y ahora, en un lugar de más allá de la muerte, Eddie se desplomó contra una pared de acero inoxidable y cayó en la nieve, herido de nuevo por el rechazo de un hombre cuyo cariño, casi inexplicablemente, todavía ansiaba, un hombre que le ignoraba, incluso en el cielo. Su padre. El daño estaba hecho.
– No te enfades -dijo una voz de mujer-. No te puede oír.
Eddie alzó la cabeza bruscamente. Una anciana estaba parada delante de él en la nieve. Tenía la cara demacrada, las mejillas hundidas y los labios pintados de rojo, y su pelo blanco peinado tirante hacia atrás era tan escaso que en ciertas partes se distinguía el cuero cabelludo rosa por debajo. Llevaba unas gafas de montura metálica tras las cuales se veían sus pequeños ojos azules.
Eddie no conseguía recordarla. Su ropa era de antes de su época: un vestido hecho de seda y gasa, con un corpiño tachonado de cuentas blancas que se le cerraba en un lazo de terciopelo justo debajo del cuello. La falda tenía un cinturón de piedras preciosas falsas y había automáticos y enganches a un lado. Mantenía una postura elegante, sujetando una sombrilla con las dos manos. Eddie supuso que había sido rica.
– No siempre fui rica -dijo ella sonriendo, como si le hubiera oído-. Me crié casi como tú, en uno de los arrabales de la ciudad, y me vi obligada a dejar de estudiar a los catorce años. Tuve que trabajar. Y lo mismo mis hermanas. Entregábamos cada centavo a la familia…
Eddie la interrumpió. No quería oír otra historia.
– ¿Por qué no me puede oír mi padre? -preguntó.
La mujer sonrió.
– Porque su espíritu, sano y salvo, es parte de mi eternidad. Pero él no está aquí de verdad. Tú sí.
– ¿Por qué mi padre tiene que estar a salvo para usted?
Ella hizo una pausa.
– Ven -dijo.
De pronto estaban al pie de la montaña. La luz del restaurante era sólo una mota, como una estrella que hubiera caído dentro de una grieta.
– Hermoso, ¿verdad? -dijo la anciana. Eddie siguió su mirada. Había algo en ella, como si hubiera visto su fotografía en alguna parte.
– ¿Es usted… mi tercera persona?
– Lo soy -dijo ella.
Eddie se rascó la cabeza. «¿Quién era aquella mujer?» Del Hombre Azul y del capitán tenía al menos algún recuerdo del papel que habían desempeñado en su vida. ¿Por qué una desconocida? ¿Por qué ahora? Eddie alguna vez había supuesto que la muerte significaría reunirse con los que se fueron antes que tú. Había asistido a muchos entierros, sacado brillo a sus zapatos negros de vestir, buscado su sombrero, y luego permanecido quieto en un cementerio haciéndose la misma pregunta desesperada: «¿Por qué se van ellos y yo sigo aquí todavía?». Su madre. Su hermano. Sus tíos y tías. Su amigo Noel. Marguerite.
– Un día -decía el sacerdote- nos reuniremos todos en el Reino de los Cielos.
¿Dónde estaban, entonces, si aquello era el cielo? Eddie examinó a aquella extraña anciana. Se sentía más solo que nunca.
– ¿Puedo ver la tierra? -susurró.
Ella negó con la cabeza.
– ¿Puedo hablar con Dios?
– Eso siempre lo puedes hacer.
Eddie dudó antes de hacer la siguiente pregunta.
– ¿Puedo volver?
Ella le miró entrecerrando los ojos.
– ¿Volver?
– Sí, volver -dijo Eddie-. A mi vida. A aquel último día. ¿Puedo hacer algo? ¿Puedo prometer que seré bueno? ¿Puedo prometer que siempre iré a la iglesia? ¿Algo?