– Se puede ver desde aquí -dijo.
– ¿La noria? -dijo él.
Ella apartó la vista.
– Nuestra casa.
Como en el cielo no había dormido, Eddie tenía la impresión de que no había pasado más que unas pocas horas con cada persona que había encontrado. ¿Cómo podía tener noción del tiempo sin día ni noche, sin dormir ni despertar, sin puestas de sol ni pleamares, sin comidas ni horarios?
Con Marguerite sólo quería tiempo -más tiempo cada vez-, y se le concedió; otra vez noches y días y nuevamente noches. Cruzaron las puertas de las diversas bodas y hablaron de todo lo que él quería hablar. En una boda sueca, Eddie le habló de su hermano Joe, que había muerto diez años antes de un ataque al corazón, justo un mes después de comprarse una casa nueva en Florida. En una boda rusa, ella le preguntó si había conservado el antiguo apartamento y cuando él contestó que sí, ella dijo que se alegraba. En una boda al aire libre celebrada en una aldea libanesa, él le contó lo que le había pasado en el cielo, y ella escuchó, aunque parecía saberlo ya todo. Eddie habló del Hombre Azul y su historia, de por qué unos mueren cuando otros siguen vivos, y del capitán y su historia del sacrificio. Cuando habló de su padre, Marguerite recordó las muchas noches que Eddie había pasado enfadado con él, molesto por su silencio. Y al contarle Eddie que había arreglado las cosas, sus cejas se enarcaron y separó los labios. Entonces él tuvo una antigua y cálida sensación que había echado en falta durante años, el sencillo acto de hacer feliz a su mujer.
Una noche Eddie habló de los cambios en Ruby Pier, de cómo habían desmontado las antiguas atracciones, de cómo la música del salón de juegos ahora era un estruendoso rock and roll, de cómo las montañas rusas ahora tenían espirales y vagonetas que colgaban boca abajo, de cómo las atracciones «oscuras», que antes tenían escenas de vaqueros hechas con pintura fosforescente, ahora estaban llenas de pantallas de vídeo, como si se viera la televisión todo el tiempo.
Le habló de los nombres nuevos. Ya no había Osas Mayores ni Escarabajos Peloteros, ahora eran la Tormenta, el Retuercementes, el Topgun, el Vortex.
– Suena raro, ¿no? -dijo Eddie.
– Suena -dijo ella melancólicamente- al verano de otra persona.
Eddie se dio cuenta de que eso era precisamente lo que él había estado sintiendo durante años.
– Debía haber trabajado en otro sitio -le dijo él-. Lamento que nunca nos pudiéramos ir de allí. Mi padre. La pierna. Siempre me sentí una especie de inútil después de la guerra.
Ella vio que la tristeza le asomaba a la cara.
– ¿Qué pasó? -preguntó ella-. Durante esa guerra.
Él nunca le había contado nada. Todos lo comprendían. Los soldados, en su momento, hacían lo que tenían que hacer y no hablaban de ello una vez que volvían a casa. Eddie pensó en los hombres que había matado. Pensó en sus captores. Pensó en la sangre de sus manos. Se preguntó si sería perdonado alguna vez.
– Me perdí -dijo él.
– No -dijo su mujer.
– Sí -susurró él, y ella no dijo nada más.
A veces, allí en el cielo, los dos se tumbaban juntos. Pero no dormían. En la tierra, decía Marguerite, cuando uno duerme, a veces sueña con el cielo y esos sueños ayudan a configurarlo. Pero ahora ya no había razón para tener esos sueños.
En lugar de dormir, Eddie la cogía por los hombros, le acariciaba el pelo e inspiraba lenta y profundamente. En un determinado momento preguntó a su mujer si Dios sabía que él estaba allí. Ella sonrió y dijo:
– Naturalmente -aunque Eddie admitía que parte de su vida la había pasado escondiéndose de Dios, y el resto del tiempo creyendo que pasaba inadvertido.
La cuarta lección
Finalmente, después de muchas conversaciones, Margue-rite hizo entrar a Eddie por otra puerta. Estaban de vuelta en la pequeña habitación redonda. Ella se sentó en el taburete y puso los dedos juntos. Se volvió hacia el espejo y Eddie vio su reflejo. El de ella, pero no el suyo.
– La novia espera aquí -dijo Marguerite pasándose las manos por el pelo y mirando en su imagen despreocupadamente-. Éste es el momento en que piensas en lo que estás haciendo. A quién eliges. A quién querrás. Si es lo adecuado, Eddie, puede ser un momento maravilloso.
Ella se volvió hacia él.
– Tuviste que vivir sin amor durante muchos años, ¿verdad?
Eddie no dijo nada.
– Consideraste que te lo habían arrebatado, que te dejé demasiado pronto.
Él se fue agachando poco a poco. Tenía el vestido de color lavanda de ella extendido a su alrededor.
– Es que tú me dejaste demasiado pronto -dijo.
– Y estabas enfadado conmigo.
– No.
Los ojos de ella brillaron.
– De acuerdo. Sí.
– Había un motivo para todo -dijo ella.
– ¿Qué motivo? -dijo él-. ¿Cómo podría haber un motivo? Tú moriste. Tenías cuarenta y siete años. Eras la mejor persona que conocía cualquiera de nosotros, y moriste y lo perdiste todo. Y yo lo perdí todo. Perdí a la única mujer a la que he querido.
Ella le agarró las manos.
– No, no la perdiste. Yo estaba allí. Y tú me amabas de todos modos.
»El amor perdido sigue siendo amor, Eddie. Adquiere una forma diferente, eso es todo. No puedes ver la sonrisa de esa persona o llevarle comida o acariciarle el pelo o dar vueltas con ella en una pista de baile, pero cuando esos sentidos se debilitan, se fortalecen otros. La memoria. La memoria se convierte en tu compañera. Uno la alimenta, y se aferra a ella, y baila con ella.
»La vida tiene un fin -dijo ella-, el amor no.
Eddie pensó en los años de después de enterrar a su mujer. Era como mirar por encima de una cerca. Era consciente de que había otro tipo de vida allí fuera, pero sabía que nunca formaría parte de ella.
– Nunca quise a nadie más -dijo él sosegadamente.
– Lo sé -dijo ella.
– Todavía estaba enamorado de ti.
– Lo sé. -Marguerite asintió con la cabeza.- Lo notaba.
– ¿Aquí? -preguntó él.
– Sí, aquí -dijo ella sonriendo-. El amor perdido puede ser así de intenso.
Ella se puso de pie y abrió una puerta, y Eddie parpadeó al entrar detrás de ella. Era una habitación tenuemente iluminada, con sillas plegables y un acordeonista sentado en el rincón.
– Estaba guardando esta habitación para el final -dijo ella.
Estiró los brazos. Y por primera vez en el cielo, él inició un contacto. Se acercó a ella ignorando su pierna y olvidando todas las horribles cosas que había pensado en relación con el baile, la música y las bodas, pues se dio cuenta ahora de que eso era lo que en realidad pensaba sobre la soledad.
– Lo único que falta -susurró Marguerite cogiéndole del hombro- son los cartones del bingo.
Él sonrió y le pasó la mano por la cintura.
– ¿Puedo preguntarte una cosa? -dijo.
– Sí.
– ¿Cómo conseguiste tener el aspecto que tenías el día que me casé contigo?
– Pensé que te gustaría así.
Él pensó un momento.
– ¿Puedes cambiarlo?
– ¿Cambiarlo? -Ella pareció divertida.- ¿El qué?
– El final.
Ella dejó caer los brazos.
– Al final yo no era tan guapa.
Eddie negó con la cabeza, tratándole de decir que eso no era cierto.
– ¿Podrías?
Ella se quedó quieta un momento, luego volvió a alzar los brazos. El acordeonista tocó las conocidas notas y cuando ella tarareó al oído de él, empezaron a moverse juntos, lentamente, al unísono, como sólo un marido y su mujer pueden hacerlo.
You made me love you
I didn't want to do it,
I didn't want to do it…
You made me love you
and all the time you knew it
and all the time you knew it…
(Hiciste que te amara.
Yo no quería amar
yo no quería amar…
Hiciste que te amara.
y tú siempre lo supiste
y tú siempre lo supiste…)