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»Deseaba ver cómo era el mundo sin guerra. Cómo era antes de que empezáramos a matarnos unos a otros.

Eddie paseó la vista alrededor.

– Pero esto es la guerra.

– Para ti. Pero nuestros ojos son distintos -dijo el capitán-. Lo que ves tú no es lo que yo veo.

Levantó una mano y el desolado paisaje se transformó. Los escombros se fundieron, los árboles crecieron y se extendieron, el suelo de barro quedó cubierto de hierba verde, exuberante. Las nubes oscuras se abrieron, como telones que se descorren, y dejaron ver un cielo color zafiro. Una ligera neblina blanca caía sobre las copas de los árboles, y el sol, de color de melocotón, colgaba brillante por encima del horizonte, reflejado en los océanos centelleantes que ahora rodeaban la isla. Ésta era belleza pura, sin contaminar, intacta.

Eddie miró a su antiguo capitán, cuya cara estaba limpia y cuyo uniforme de pronto estaba planchado.

– Eso -dijo el capitán alzando los brazos- es lo que veo yo.

Se quedó inmóvil un momento, apreciándolo.

– A propósito, ya no fumo. Eso también estaba sólo en tus ojos. -Soltó una risita ahogada.- ¿Por qué iba a fumar en el cielo?

Empezó a alejarse.

– Espere -gritó Eddie-. Tengo que saber algo. Mi muerte. En el parque de atracciones. ¿Se salvó la niña? Noté sus manos, pero no consigo recordar…

El capitán se volvió y Eddie se tragó sus palabras, avergonzado por haberse atrevido a preguntar, dada la muerte horrible que tuvo el capitán.

– Sólo lo quiero saber, únicamente eso -murmuró.

El capitán se rascó detrás de la oreja y miró a Eddie con simpatía.

– No te lo puedo decir, soldado.

Eddie dejó caer la cabeza.

– Pero hay alguien que sí puede.

Le lanzó el casco y las placas de identificación.

– Son tuyos.

Eddie bajó la vista. Dentro del casco estaba la foto arrugada de una mujer que hizo que el corazón le volviera a doler. Cuando alzó la vista, el capitán se había ido.

LUNES, 7.30 HORAS

La mañana después del accidente, Domínguez llegó al taller pronto, saltándose su costumbre de desayunar un bollo y un refresco. El parque estaba cerrado, pero acudió de todos modos y abrió el agua del fregadero. Puso las manos debajo del chorro con el propósito de limpiar algunas de las piezas de la atracción. Luego cerró el grifo y renunció a la idea. Aquello parecía el doble de silencioso que un momento antes.

– ¿Qué pasa?

Willie estaba en la puerta del taller. Llevaba puesta una camiseta verde y vaqueros anchos. Tenía un periódico en la mano. En el titular se leía: «Tragedia en el parque de atracciones».

– Me costó dormir -dijo Domínguez.

– Sí. -Willie se dejó caer en un taburete metálico.-También a mí.

Hizo girar el taburete mientras miraba inexpresivamente el periódico.

– ¿Cuándo crees tú que abrirán otra vez?

Domínguez se encogió de hombros.

– Pregunta a la policía.

Estuvieron sentados en silencio un momento, cambiando de postura por turnos. Domínguez soltó un suspiro. Willie buscó algo en el bolsillo y sacó una barra de chicle. Era lunes. Era por la mañana. Esperaban que entrara el viejo y se iniciara el trabajo del día.

La tercera persona que Eddie encuentra en el cielo

Un viento repentino levantó a Eddie, que giró como un reloj de bolsillo en el extremo de una cadena. Una explosión de humo lo rodeó y cubrió su cuerpo con un torrente de colores. El cielo pareció descender, hasta que pudo notar que le tocaba la piel como una sábana que lo envolviera. Luego se alejó bruscamente y explotó adquiriendo un color jade. Aparecieron estrellas, millones de estrellas, como sal que se rociara sobre el firmamento verdoso.

Eddie parpadeó. Ahora estaba en las montañas, pero se trataba de unas montañas extraordinarias: una cadena que nunca terminaba, con cimas coronadas de nieve, rocas dentadas y escarpadas laderas de color púrpura. En una hondonada entre dos crestas había un gran lago negro. Una luna se reflejaba brillante en sus aguas.

Al pie de la cadena de montañas Eddie distinguió una luz de colores parpadeante que cambiaba rítmicamente cada pocos segundos. Avanzó en aquella dirección y se dio cuenta de que estaba hundido en la nieve hasta la pantorrilla. Alzó el pie y lo sacudió con fuerza. Los copos se desprendieron soltando destellos dorados. Cuando los tocó, no estaban ni fríos ni húmedos.

»¿Dónde estoy ahora?», pensó Eddie. Una vez más revisó su cuerpo, apretándose los hombros, el pecho, el estómago. Los músculos de sus brazos seguían siendo tensos, pero la parte central del cuerpo estaba más floja, con algo de grasa. Dudó, luego se apretó la rodilla izquierda. Sintió un fuerte dolor e hizo una mueca. Esperaba que después de separarse del capitán su herida desapare- cería. Pero, al parecer, había vuelto a ser el hombre que había sido en la tierra, con cicatrices, michelines y todo. ¿Por qué el cielo hacía que uno volviera a vivir su propia decadencia física?

Siguió las luces parpadeantes de debajo de la estrecha cadena de montañas. Aquel paisaje, desnudo y silencioso, quitaba la respira- ción; se ajustaba más a cómo había imaginado el cielo. Por un momento se preguntó si ya habría terminado, si el capitán no se habría equivocado, si no habría más personas con las que encontrarse. Avanzó por la nieve bordeando una roca hasta el gran claro de donde procedían las luces. Volvió a parpadear; esta vez con incredulidad.

Allí, en el campo nevado, aislado, había una construcción que parecía un furgón con el exterior de acero inoxidable y el techo rojo en forma de barril. Un rótulo parpadeaba encima: «Comidas».

Un restaurante.

Eddie había pasado muchas horas en sitios como aquél. Todos parecían el mismo: asientos de respaldo alto, mesas brillantes, una hilera de ventanas con cristales pequeños en el lateral, que, desde fuera, hacían que los clientes parecieran pasajeros de un vagón de tren. Eddie distinguía ahora las figuras por esas ventanas; eran personas que hablaban y gesticulaban. Avanzó hasta los escalones cubiertos de nieve y llegó a la puerta de doble hoja de cristal. Miró dentro.

Una pareja de personas mayores estaba sentada a su derecha tomando tarta; no se fijaron en él. Otros clientes estaban sentados en sillas giratorias en la barra de mármol o en las mesas con sus abrigos en percheros. Parecían de décadas diferentes: Eddie vio a una mujer con un vestido de cuello cerrado de la década de 1930 y a un joven con un signo de la paz de los años sesenta tatuado en el brazo. Muchos de los clientes parecía que habían sido heridos. A un negro con camisa de trabajo le faltaba un brazo. Una adolescente tenía una cuchillada cruzándole el rostro. Ninguno de ellos miró cuando Eddie dio unos golpecitos en la ventana. Vio a cocineros con gorros blancos de papel, y fuentes con comida humeante a la espera de ser servida en el mostrador; comida de colores de lo más apetitoso: salsas de color rojo oscuro, cremas amarillas. Desplazó la mirada hacia la última mesa de la esquina derecha. Quedó paralizado.

No podía creer lo que estaba viendo.

Las cinco personas que encontrarás en el cielo - pic_27.jpg

– No -se oyó susurrar a sí mismo. Se dio la vuelta y se apartó de la puerta. Aspiró profundamente. El corazón le latía con fuerza. Giró y volvió a mirar. Luego golpeó enloquecidamente los cristales.

– ¡No! -gritó Eddie-. ¡No! ¡No! -Golpeó hasta que estuvo seguro de que iba a romper el cristal.- ¡No! -Siguió gritando hasta que la palabra que quería, una palabra que no había pronunciado en décadas, finalmente se le formó en la garganta. Luego gritó aquella palabra; la gritó tan fuerte que la cabeza empezó a dolerle. Pero la figura de la mesa siguió sentada, ajena, con una mano encima del tablero, la otra sujetando un puro, sin levantar la vista en ningún momento, aunque Eddie gritó muchas veces, una y otra vez:

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