Epílogo
El parque Ruby Pier volvió a abrir tres días después del accidente. La historia de Eddie salió en los periódicos durante una semana, y luego otras historias sobre otras muertes ocuparon su puesto.
La atracción que se llamaba la Caída Libre estuvo cerrada durante toda la temporada, pero al año siguiente se volvió a abrir con un nombre nuevo: la Caída Audaz. Los adolescentes la consideraban un símbolo emblemático del valor, y atrajo a mucho público, de forma que los propietarios estaban encantados.
El apartamento de Eddie, aquel en el que se había criado, lo alquilaron a una persona nueva, que puso cristales emplomados en la ventana de la cocina que impedían la visión del viejo carrusel. Domínguez, que aceptó ocupar el puesto de Eddie, puso las escasas pertenencias de éste en un baúl del taller de mantenimiento, junto con recuerdos del Ruby Pier, incluidas fotos de la entrada original.
Nicky, el joven cuya llave había cortado el cable de la atracción, hizo una llave nueva cuando volvió a casa y vendió su coche cuatro meses más tarde. Volvió con frecuencia al Ruby Pier, donde presumía ante sus amigos de que su bisabuela era la mujer para quien lo habían construido.
Las estaciones iban y venían. Y cuando terminaban las clases y los días se hacían largos, la gente volvía al parque de atracciones situado junto al gran océano gris. No era tan enorme como los parques temáticos, pero era lo suficientemente grande. En verano, los ánimos se avivan y la playa recibe el sonido de las olas, y la gente acude a los carruseles y norias, y toma bebidas dulces heladas y algodón de azúcar.
Se formaban colas en el Ruby Pier, igual que se formaban colas en cualquier otro sitio: cinco personas esperaban, en cinco recuerdos diferentes, que una niña que se llamaba Amy o Annie creciera, se enamorase, envejeciese y muriera, y finalmente consiguiera que se respondieran a sus preguntas de por qué había vivido y para qué. Y en aquella cola había ahora un anciano con patillas, con una gorra de tela y una nariz ganchuda, que esperaba delante de un sitio que se llamaba Pista de Baile Polvo de Estrellas para compartir su parte del secreto del cielo: que cada uno influye en el otro y éste lo hace en el siguiente, que el mundo está lleno de historias, pero que las historias son todas una.
Agradecimientos
El autor desea dar las gracias a Vinnie Curci, de Amuse- ments of America, y a Dana Wyatt, responsable de operaciones del Pacific Park del Santa Monica Pier. Su ayuda durante la investigación para este libro fue inestimable. Gracias también al doctor David Collon, del hospital Henry Ford, por la información sobre las heridas de guerra. Y a Kerri Alexander, que lo controló, bien, todo. Mi aprecio más profundo a Bob Miller, Ellen Archer, Will Schwalbe, Leslie Wells, Jane Comins, Katie Long, Michael Burkin y Phil Rose por su entusiasta confianza en mí; a David Black, por cómo deberían ser las relaciones agente-autor; a Janine, que escuchó pacientemente la lectura de este libro en voz alta, muchas veces; a Rhoda, Ira, Cara y Peter, con los que hice mi primer viaje en noria; y a mi tío, el auténtico Eddie, que me contó sus historias antes de que yo contara la mía.