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»Ese deseo me siguió al cielo, incluso mientras te esperaba.

Eddie parecía confuso.

– ¿El restaurante? -dijo ella. Señaló la mota de luz de las montañas-. Está ahí porque yo quería volver a mi juventud. Una vida sencilla pero segura. Y quería que todos los que alguna vez hubieran sufrido en el Ruby Pier (por accidentes, incendios, peleas, resbalones y caídas) estuvieran sanos y salvos. Quería que todos estuvieran como yo quería que estuviese mi Emile: calientes, bien alimentados, en un sitio agradable, lejos del mar.

Ruby se puso de pie y Eddie la imitó. No podía dejar de pensar en la muerte de su padre.

– Le odiaba -murmuró.

La anciana asintió con la cabeza.

– Fue un demonio conmigo cuando yo era niño. Y cuando me hice mayor fue peor.

Ruby avanzó hacia él.

– Edward -dijo suavemente. Era la primera vez que le llamaba por su nombre-. Préstame atención. Contener el odio hace que éste se convierta en un veneno. Te corroe por dentro. Creemos que el odio es un arma que ataca a la persona que nos hace daño, pero el odio es una espada de doble filo. Y el daño que hacemos, nos lo hacemos a nosotros mismos.

»Perdona, Edward. Perdona. ¿Te acuerdas de la ligereza que sentiste recién llegado al cielo?

Eddie se acordaba. ¿Dónde está mi dolor?

– Eso es porque nadie nace con odio. Y cuando morimos, el alma se libera de él. Pero ahora, aquí, para poder seguir adelante, debes entender por qué sentiste lo que sentiste y por qué ya no necesitas sentirlo.

Le tocó la mano.

– Tienes que perdonar a tu padre.

Las cinco personas que encontrarás en el cielo - pic_45.jpg

Eddie pensó en los años siguientes al entierro de su padre. En cómo él nunca consiguió nada, nunca fue a ninguna parte. Durante todo aquel tiempo, Eddie había imaginado una determinada vida -una vida que «podría haber tenido»- que habría tenido si no hubiese sido por la muerte de su padre y el posterior hundimiento de su madre. Con los años, glorificó aquella vida imaginaria e hizo a su padre responsable de todas sus carencias: la falta de libertad, la falta de una carrera, la falta de esperanza. Nunca consiguió abandonar el sucio y aburrido trabajo que le había dejado su padre.

– Cuando murió -dijo Eddie-, se llevó parte de mí con él. Quedé paralizado después de eso.

Ruby negó con la cabeza.

– Tu padre no es el culpable de que nunca te hayas ido del parque.

Eddie alzó la vista.

– Entonces ¿quién lo es?

Ella se alisó la falda. Se ajustó las gafas. Empezó a alejarse.

– Todavía hay dos personas que debes conocer -dijo.

Eddie trató de decir: «Espere», pero un viento gélido casi le arrebata la voz de la garganta. Luego todo se volvió negro.

Las cinco personas que encontrarás en el cielo - pic_46.jpg

Ruby se había ido. Él había vuelto a la montaña, al exterior del restaurante, donde estaba parado en la nieve.

Estuvo allí de pie mucho tiempo, solo, en silencio, hasta que se dio cuenta de que la anciana no volvía. Entonces se dirigió a la puerta y la abrió empujándola lentamente. Oyó el sonido de cubiertos y de platos que estaban amontonando. Olió a comida recién hecha, a pan, carne y salsas. Los espíritus de los que habían fenecido en el parque estaban todos allí, relacionándose unos con otros, comiendo, bebiendo y hablando.

Eddie avanzó vacilante, sabiendo lo que debía hacer. Dobló a su derecha, hacia la mesa del rincón, hacia el espíritu de su padre, que fumaba un puro. Notó un estremecimiento. Pensó en el viejo caído sobre el alféizar de la ventana del hospital, que había muerto solo en plena noche.

– Padre -susurró Eddie.

Su padre no podía oírle. Eddie se acercó más.

– Papá. Ya sé lo que pasó.

Sintió un ahogo en el pecho. Se puso de rodillas junto a la mesa. Su padre estaba tan cerca que Eddie podía verle las patillas y ver el extremo mordisqueado de su puro. Vio las bolsas que tenía debajo de los cansados ojos, la nariz curvada, los nudillos huesudos y los hombros cuadrados, propios de un obrero. Miró sus propios brazos y se dio cuenta, con su cuerpo terrenal, que ahora él era más viejo que su padre. Le había sobrevivido en todos los sentidos.

– Estaba enfadado contigo, papá. Te odiaba.

Eddie notó que le brotaban lágrimas. Notó un temblor en el pecho. Algo estaba fluyendo de él.

– Me pegaste. Me hiciste callar. Yo no lo entendía. Todavía no lo entiendo. ¿Por qué hiciste eso? ¿Por qué? -Respiró con dolor.- No lo sabía, ¿entiendes? No sabía qué te pasó en la vida. No te conocía. Pero eres mi padre. Y ahora quiero olvidarlo todo. ¿De acuerdo? ¿Podemos olvidar los dos, papá?

La voz le temblaba y acabó convirtiéndose en un grito agudo. Ya no era la suya.

– ¿Muy bien? ¿Me oyes? -gritó. Luego repitió, más bajo-: ¿Me oyes, papá?

Se acercó más. Vio las manos sucias de su padre. Dijo las últimas palabras tan conocidas en un susurro:

– Ya está arreglado.

Eddie dio un puñetazo en la mesa y después se desplomó en el suelo. Cuando alzó la vista, vio a Ruby de pie, joven y hermosa. Luego ella bajó la cabeza, abrió la puerta y se elevó en el cielo de color jade.

JUEVES, 11 HORAS

¿Quién pagaría el funeral de Eddie? No tenía parientes. No había dejado instrucciones. Su cuerpo permaneció en el depósito de cadáveres de la ciudad, lo mismo que su ropa y sus efectos personales, camisa de trabajo, calcetines, zapatos, gorra de tela, anillo de boda, pitillos y limpiapipas; todo esperando que lo reclamasen.

Al final, el señor Bullock, el dueño del parque, liquidó la factura utilizando el dinero de un cheque que Eddie ya no podía cobrar. El ataúd fue una caja de madera y la iglesia se eligió por su situación, la más cercana al parque, pues muchos de los asistentes tenían que volver al trabajo.

Unos minutos antes de la ceremonia el pastor pidió a Domínguez, que llevaba una chaqueta sport azul marino y sus vaqueros negros más nuevos, que pasara a su despacho.

– ¿Podría contarme algunas de las cualidades del fallecido? -preguntó el pastor-. Tengo entendido que usted trabajaba con él.

Domínguez tragó saliva. Nunca se sentía demasiado cómodo con los curas. Cruzó los dedos nerviosamente, como para alejar un maleficio, y habló en voz baja, tal como creía que debía hablarse en una situación así.

– Eddie -dijo finalmente- quería mucho a su mujer.

Descruzó los dedos y luego añadió rápidamente:

– Yo, naturalmente, nunca la conocí.

La cuarta persona que Eddie encuentra en el cielo

Eddie parpadeó y se vio en una pequeña habitación redonda. Las montañas habían desaparecido y lo mismo el cielo de color jade. Un techo bajo de yeso casi le tocaba la cabeza. La habitación era marrón -tan sencilla como papel de embalar- y estaba vacía., a excepción de un taburete de madera y un espejo oval que colgaba de la pared.

Eddie se colocó delante del espejo. No vio su reflejo, sólo la habitación al revés, una habitación que se amplió repentinamente para incluir una hilera de puertas. Eddie se dio la vuelta.

Luego tosió.

El sonido le sobresaltó, como si procediera de otra persona. Volvió a toser; una tos dura, cavernosa, como si hubiera cosas dentro de su pecho que necesitaran un arreglo.

«¿Cuándo empezó esto?», pensó Eddie. Se tocó la piel, que había envejecido desde que estuvo con Ruby. Ahora se notaba más delgado y más seco. La parte central de su cuerpo, que cuando estuvo con el capitán había notado tensa como una goma estirada, estaba flácida y con michelines; los colgajos de la edad.

«Todavía hay dos personas que debes conocer», había dicho Ruby. ¿Y luego qué? Le dolía sordamente la espalda. Su pierna mala se estaba poniendo más tiesa. Se dio cuenta de lo que estaba pasando, de lo que pasaba en cada nuevo nivel del cielo. Se estaba descomponiendo.

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