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Quedaban treinta minutos.

– Oye, me he enterado de que es tu cumpleaños. Felicidades -dijo Domínguez.

Eddie gruñó.

– ¿No haces una fiesta o algo?

Eddie le miró como si aquel tipo estuviera loco. Durante un momento pensó en lo extraño que era envejecer en un sitio que olía a algodón de azúcar.

– Bueno, acuérdate, Eddie, la semana que viene libro, a partir del lunes. Me voy a México.

Eddie asintió con la cabeza y Domínguez dio unos pasos de baile.

– Yo y Teresa. Vamos a ver a toda la familia. Una buena fiesta.

Dejó de bailar cuando se dio cuenta de que Eddie lo miraba fijamente.

– ¿Has estado alguna vez? -dijo Domínguez.

– ¿Dónde?

– En México.

Eddie echó aire por la nariz.

– Muchacho, yo nunca he estado en ninguna parte a la que no me mandaran con un fusil.

Siguió con la mirada a Domínguez, que volvía al fregadero. Pensó unos momentos. Luego sacó un pequeño fajo de billetes del bolsillo y apartó los únicos billetes de veinte que tenía, dos. Se los tendió.

– Cómprale algo bonito a tu mujer -dijo Eddie.

Domínguez miró el dinero, exhibió una gran sonrisa y dijo:

– Venga, hombre. ¿Estás seguro?

Eddie puso el dinero en la palma de la mano de Domínguez. Luego salió para volver a la zona de almacenamiento. Años atrás habían hecho un pequeño «agujero para pescar» en las tablas de la pasarela, y Eddie levantó el tapón de plástico. Tiró de un sedal de nailon que caía unos tres metros hasta el mar. Todavía tenía sujeto un trozo de mortadela.

– ¿Pescamos algo? -gritó Domínguez-. ¡Dime que hemos pescado algo!

Eddie se preguntó cómo podría ser tan optimista aquel tipo. En aquel sedal nunca había nada.

– Cualquier día -gritó Domínguez- vamos a pescar un abadejo.

– Claro -murmuró Eddie, aunque sabía que nunca podrían pasar un pez por un agujero tan pequeño.

Veintiséis minutos de vida. Eddie cruzó la pasarela de madera hasta el extremo sur. No había mucho movimiento. La chica del mostrador de golosinas estaba acodada, haciendo globos con su chicle.

En otro tiempo el Ruby Pier era el sitio al que se iba en verano. Tenía elefantes y fuegos artificiales y concursos de bailes de resistencia. Pero la gente ya no iba tanto a los parques de atracciones del océano; iban a los parques temáticos, donde pagaban setenta y cinco dólares por entrar y les sacaban una foto con un personaje peludo gigante.

Eddie pasó renqueando junto a los autos de choque y clavó la mirada en un grupo de quinceañeros que se apoyaban en la barandilla. «Estupendo -pensó-. Justo lo que necesitaba.»

– Largo -dijo Eddie golpeando la barandilla con el bastón-. Venga. Eso no es seguro

Los quinceañeros le miraron enfadados. Las barras verticales de los coches chisporroteaban con la electricidad. Zzzap, zzzap.

– Eso no es seguro -repitió Eddie.

Los quinceañeros se miraron unos a otros. Un chico que llevaba un mechón naranja en el pelo hizo un gesto de burla a Eddie y luego se subió a la barandilla del centro.

– Venga, colegas, pilladme -gritó haciendo gestos a los jóvenes que conducían-. Pilladme.

Eddie golpeó la barandilla con tanta fuerza que el bastón casi se le parte en dos.

– ¡Fuera!

Los chicos se marcharon.

Corría otra historia sobre Eddie. Cuando era soldado, entró en combate numerosas veces. Había sido muy valiente. Incluso ganó una medalla. Pero hacia el final de su tiempo de servicio se peleó con uno de sus propios hombres. Así fue como hirieron a Eddie. Nadie sabía qué le pasó al otro tipo. Nadie lo preguntó.

Cuando le quedaban diecinueve minutos en la tierra, Eddie se sentó por última vez en una vieja silla de playa de aluminio, con sus cortos y musculosos brazos cruzados en el pecho como las aletas de una foca. Sus piernas estaban rojas por el sol y en su rodilla izquierda todavía se distinguían cicatrices. La verdad es que gran parte del cuerpo de Eddie sugería que había sobrevivido a algún enfrentamiento. Sus dedos estaban doblados en ángulos imposibles debido a numerosas fracturas originadas por maquinaria variada. Le habían roto la nariz varias veces en lo que él llamaba «peleas de bar». Su cara de amplia mandíbula quizá había sido alguna vez armoniosa, del modo en que puede serlo la de un boxeador antes de recibir demasiados puñetazos.

Ahora Eddie sólo parecía cansado. Aquél era su puesto habitual en la pasarela del Ruby Pier, detrás de la Liebre, que en la década de 1980 fue el Rayo, que en la de 1970 fue la Anguila de Acero, que en la de 1960 fue el Pirulí Saltarín, que en la de 1950 fue Laff en la Noche, y que antes de eso fue la Pista de Baile Polvo de Estrellas.

Que fue donde Eddie conoció a Marguerite.

Toda vida tiene un instante de amor del de verdad. Para Eddie, el suyo tuvo lugar una cálida noche de septiembre después de una tormenta, cuando la pasarela de madera estaba lavada por la lluvia. Ella llevaba un vestido de algodón amarillo y un pasador rosa en el pelo. Eddie no habló mucho. Estaba tan nervioso que tenía la sensación de que la lengua se le había pegado a los dientes. Bailaron con la música de una gran orquesta, la orquesta de Delaney el Larguirucho y sus Everglades. La invitó a una limonada. Ella dijo que se tenía que ir antes de que se enfadaran sus padres. Pero cuando se alejaba, se volvió y le saludó con la mano.

Aquél fue el instante. Durante el resto de su vida, siempre que pensaba en Marguerite, Eddie veía aquel momento, a ella despidién- dose con la mano, el pelo oscuro cayéndole sobre un ojo, y sentía el mismo acelerón arterial de amor.

Aquella noche volvió a casa y despertó a su hermano mayor. Le dijo que había conocido a la chica con la que se iba a casar.

– Duérmete, Eddie -gruñó su hermano.

Sssh. Una ola rompió en la playa. Escupió algo que no quiso ver. Lo lanzó lejos.

Sssh. Antes pensaba mucho en Marguerite. Ahora ya no tanto. Ella era como una herida debajo de un antiguo vendaje, y él se había ido acostumbrando al vendaje.

Sssh.

¿Qué era herpes?

Sssh.

Dieciséis minutos de vida.

Ninguna historia encaja por sí sola. A veces las historias se tocan en los bordes y otras veces se tapan completamente una a otra, como piedras debajo de un río.

El final de la historia de Eddie quedó afectado por otra historia aparentemente inocente, de meses antes; una tarde con nubes en que un joven llegó al Ruby Pier con tres amigos.

El joven, que se llamaba Nicky, acababa de empezar a conducir y todavía no se sentía cómodo llevando un llavero. De modo que sacó únicamente la llave del coche y se la guardó en el bolsillo de la chaqueta, luego se ató la chaqueta a la cintura.

Durante las horas siguientes, él y sus amigos se subieron a todas las atracciones más rápidas: el Halcón Volador, el Amerizaje, la Caída Libre, la Montaña Rusa Fantasma.

– ¡Sin manos! -gritó uno de ellos.

Alzaron las manos al aire.

Más tarde, cuando había oscurecido, volvieron al aparcamiento, agotados y entre risas, tomando cervezas que llevaban dentro de bolsas de papel de estraza. Nicky metió la mano en el bolsillo de la chaqueta y buscó. Soltó un taco.

La llave había desaparecido.

Catorce minutos para su muerte. Eddie se secó la frente con un pañuelo. Allá en el océano, diamantes de luz del sol bailaban en el agua, y Eddie contempló su vivo movimiento. No había vuelto a estar bien de pie desde la guerra.

Pero volvió a la Pista de Baile Polvo de Estrellas con Marguerite; allí Eddie había sido tocado por la gracia. Cerró los ojos y se abandonó a la evocación de la canción que les había unido, la que Judy Garland cantaba en aquella película. Se mezclaba dentro de su cabeza con la cacofonía de las olas rompiendo y los niños gritando en las atracciones.

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