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– Es más o menos de nuestra edad.

– ¿Bromeas? -dice Noel. Levanta una ceja-. Yo creía que para ser presidente había que ser mayor.

– Nosotros somos mayores -murmura Eddie.

Noel cierra la revista. Baja la voz.

– Oye, ¿te enteraste de lo que pasó en Brighton?

Eddie asiente con la cabeza. Da un sorbo a su café. Se ha enterado. Un parque de atracciones. Una góndola. Se rompió algo. Una madre y su hijo cayeron desde veinte metros. Se mataron.

– ¿Conoces a alguien de allí? -pregunta Noel.

Eddie se pone la lengua entre los dientes. De vez en cuando se entera de ese tipo de historias, un accidente en algún parque, y se estremece como si tuviera una avispa volando cerca de la oreja. No pasa un día que no le preocupe lo que pasa aquí, en el Ruby Park, durante sus horas de trabajo.

– No -dice-, no sé nada de Brighton.

Clava la vista en la ventana, por la que ve un grupo nutrido de bañistas que salen de la estación de tren. Llevan toallas, sombrillas y cestas de mimbre con sándwiches envueltos en papel. Algunos incluso llevan lo más nuevo: sillas plegables hechas con aluminio ligero.

Pasa un anciano con un sombrero de jipijapa, fumando un puro.

– Fíjate en ese tipo -dice Eddie-. Estoy seguro de que tirará el puro en la pasarela.

– ¿Sí?-dice Noel-. ¿Y qué?

– Si cae por entre las aberturas, puede provocar un incendio. Se huele incluso. Los productos químicos que ponen en la madera prenden enseguida. Ayer atrapé a un chico, no debía de tener más de cuatro años, iba a meterse una colilla de puro en la boca.

Noel pone cara de circunstancias.

– ¿Y?

Eddie echa balones fuera.

– Y nada. La gente debería tener más cuidado, eso es todo.

Noel se introduce el tenedor lleno de salchicha en la boca.

– Eres más alegre que unas castañuelas. ¿Siempre te diviertes tanto el día de tu cumpleaños?

Eddie no contesta. La antigua oscuridad ha ocupado un asiento a su lado. Ya está acostumbrado a ella y le hace sitio como quien hace sitio a un compañero en un autobús abarrotado.

Piensa en lo que tiene que hacer hoy: un espejo roto en la Casa de la Risa, poner parachoques nuevos en los autos de choque, cola de pegar, se recuerda, debe pedir más cola. Piensa en aquellos pobres de Brighton. Se pregunta a quién tendrán allí en mantenimiento.

– ¿A qué hora terminas hoy? -pregunta Noel.

Eddie lanza un suspiro.

– Va a haber mucho trabajo. Verano. Sábado. Ya sabes.

Noel levanta una ceja.

– Podemos ir a las carreras hacia las seis.

Eddie piensa en Marguerite. Siempre piensa en ella cuando Noel menciona las carreras de caballos.

– Venga. Es tu cumpleaños -dice su amigo.

Eddie clava el tenedor en los huevos, ahora ya demasiado fríos para molestarse por ello.

– Muy bien -dice.

La tercera lección

– ¿Era tan desagradable el parque? -preguntó la anciana.

– No lo elegí yo -dijo Eddie soltando un suspiro-. Mi madre necesitaba ayuda. Una cosa lleva a la otra. Pasaron los años. Nunca lo dejé. Nunca viví en otro sitio. Nunca gané dinero de verdad. Ya sabe cómo es eso… Uno se acostumbra a algo, la gente confía en ti, un día te despiertas y no puedes distinguir el martes del jueves. Sólo haces el mismo trabajo aburrido, eres «el de las atracciones», exactamente igual que…

– ¿Tu padre?

Eddie no dijo nada.

– Fue duro contigo -dijo la anciana.

Eddie bajó la vista.

– Sí. ¿Y qué?

– Quizá tú también fuiste duro con él.

– Lo dudo. ¿Sabe la última vez que habló conmigo?

– La última vez que te trató de pegar.

Eddie se giró a mirarla.

– ¿Y sabe lo último que me dijo? ¡Consigue trabajo! Vaya padre, ¿eh?

La anciana frunció los labios.

– Empezaste a trabajar después de eso. Te recuperaste. Eddie se notó presa de la furia.

– Oiga -soltó-. Usted no sabe cómo era.

– Es cierto. -La anciana se levantó.- Pero sé algo que tú no sabes. Y es hora de que te lo enseñe.

Las cinco personas que encontrarás en el cielo - pic_40.jpg

Ruby trazó un círculo en la nieve con la punta de su sombrilla. Cuando Eddie miró el interior del círculo, tuvo la sensación de que los ojos se le salían de las órbitas y se movían por su propia cuenta, hundiéndose en un agujero y llevándole a otro momento. Las imágenes cada vez eran más vividas. Aquello fue hacía años, en el antiguo apartamento. Veía lo de delante y lo de detrás, lo de arriba y lo de abajo.

Esto fue lo que vio:

Vio a su madre, que parecía preocupada, sentada a la mesa de la cocina. Vio a Mickey Shea sentado frente a ella. Tenía un aspecto espantoso. Estaba empapado y no dejaba de pasarse las manos por la frente y la nariz. Empezó a sollozar. La madre de Eddie le trajo un vaso de agua. Luego le hizo un gesto de que esperase, se dirigió al dormitorio y cerró la puerta. Se quitó los zapatos y el vestido de andar por casa. Sacó una blusa y una falda.

Eddie veía todas las habitaciones, pero no podía oír lo que estaban diciendo los dos; sólo percibía un ruido poco nítido. Vio a Mickey en la cocina; ignoró el vaso de agua, sacó un frasco de la chaqueta y dio un trago. Luego, lentamente, se levantó y fue titubeante hasta el dormitorio. Abrió la puerta.

Eddie vio a su madre, a medio vestir, que se volvía sorprendida. Mickey se tambaleaba. Ella se arrebujó en la bata. Mickey se acercó más. La mano de ella salió disparada instintivamente para impedir que siguiera avanzando. Él quedó paralizado, pero sólo un instante, luego agarró a la madre de Eddie por la mano y la empujó contra la pared. A continuación se apretó contra ella mientras la agarraba por la cintura. Ella se retorció y luego gritó y empujó a Mickey por el pecho a la vez que trataba de sujetarse la bata. Él era más grande y más fuerte, y enterró su cara sin afeitar debajo de la mejilla de ella, llenándole el cuello de lágrimas.

Entonces se abrió la puerta principal y entró el padre de Eddie, mojado por la lluvia, con un martillo colgándole del cinturón. Fue corriendo hacia el dormitorio y vio a Mickey sujetando a su mujer. El padre de Eddie soltó un alarido. Levantó el martillo. Mickey se llevó las manos a la cabeza y salió disparado hacia la puerta, echando a un lado al padre de Eddie. La madre lloraba, el pecho le subía y le bajaba, tenía la cara llena de lágrimas. Su marido la agarró por los hombros y le dio unos violentos meneos. La bata de ella cayó. Los dos gritaron. Entonces el padre de Eddie se fue del apartamento, destrozando una lámpara con el martillo según salía. Bajó haciendo ruido por la escalera y salió corriendo a la noche lluviosa.

Las cinco personas que encontrarás en el cielo - pic_41.jpg

– ¿Qué era eso? -gritó Eddie incrédulo-. ¿Qué demonios era eso?

La anciana guardó silencio. Se puso a un lado del círculo en la nieve y trazó otro. Eddie trató de no mirar, pero no lo pudo evitar. De nuevo se sintió caer, y sus ojos se dirigieron hacia una nueva escena.

Esto fue lo que vio:

Vio un temporal en el extremo más alejado del Ruby Pier -la «punta norte», lo llamaban-, un estrecho malecón que penetraba en el océano. El cielo era de un negro azulado. Caían cortinas de lluvia. Mickey Shea avanzaba dando tumbos hacia el borde del malecón. Cayó al suelo jadeando. Quedó allí un momento, de cara al cielo oscuro, luego rodó a un lado, por debajo de la barandilla de madera. Cayó al mar.

El padre de Eddie apareció momentos después, balanceándose, con el martillo todavía en la mano. Se agarró a la barandilla y buscó entre las olas. La lluvia golpeaba de lado por el viento. Tenía la ropa empapada y el cinturón de cuero para las herramientas estaba casi negro debido al agua. Vio algo entre las olas. Se detuvo, se quitó el cinturón y luego un zapato, después trató de quitarse el otro, pero renunció a ello, se agachó por debajo de la barandilla y saltó. Chapoteó torpemente en el agitado océano.

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