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– ¡Papá! ¡Papá! ¡Papá!

EL CUMPLEAÑOS DE EDDIE ES HOY

En el oscuro y esterilizado pasillo del hospital militar, la madre de Eddie abre la caja blanca de la confitería y arregla las velas de la tarta, poniéndolas derechas, doce a un lado, doce al otro. Los demás -el padre de Eddie, Joe, Marguerite, Mickey Shea- están a su alrededor; la miran.

– ¿Tiene alguien una cerilla? -susurra.

Se dan golpecitos en los bolsillos. Mickey saca una caja de su chaqueta y al hacerlo se le caen al suelo dos pitillos sueltos. La madre de Eddie enciende las velas. Suena un ascensor al fondo del pasillo. Sacan una camilla con ruedas.

– ¿Todos preparados? ¿Vamos? -dice la madre de Eddie.

Las pequeñas llamas vacilan cuando se mueven todos a la vez. El grupo entra en la habitación de Eddie con cuidado.

– Cumpleaños feliz, cumpleaños feliz…

El soldado de la cama de al lado se despierta gritando-.

– ¿Qué demonios pasa?

Se da cuenta de dónde está y se deja caer de nuevo, avergonzado. La canción, una vez interrumpida, parece difícil de retomar, y sólo la voz de la madre de Eddie, temblorosa y sola, es capaz de continuar.

– Cumpleaños feliz, Eeeddie queriiido… -luego, rápidamente-: cumpleaños feliz.

Eddie se incorpora apoyándose en una almohada. Tiene las quemaduras vendadas. La pierna con una larga escayola. Hay un par de muletas junto a la cama. Él mira aquellos rostros como si estuviera consumido por el deseo de echar a correr.

Joe se aclara la voz.

– Bueno, oye, tienes un aspecto estupendo -dice. Los otros se muestran de acuerdo. Bueno. Sí. Muy bueno.

– Tu madre te trajo una tarta -susurra Marguerite.

La madre de Eddie da unos pasos hacia delante, como si le tocara hacerlo. Ofrece a Eddie la caja de cartón.

Eddie murmura:.

– Gracias, mamá.

Ella pasea la vista alrededor.

– ¿Dónde la puedo dejar?

Mickey agarra una silla, Joe despeja una pequeña mesita de noche. Marguerite aparta las muletas de Eddie. Su padre es el único que no se mueve sólo por moverse. Está quieto junto a una pared oscura, con la chaqueta en el brazo, y mira la pierna de Eddie, escayolada del muslo a la pantorrilla.

Eddie ve que le está mirando. Su padre baja la vista y pasa la mano por el alféizar de la ventana. Eddie tensa todos los músculos del cuerpo e intenta, voluntariamente, que le asomen lágrimas por los ojos.

Las cinco personas que encontrarás en el cielo - pic_28.jpg

Todos los padres hacen daño a sus hijos. No se puede evitar. La juventud, como cristal nuevo, recoge las huellas de los que la manejan. Unos padres manchan, otros rompen, otros destrozan por completo la infancia de sus hijos; la hacen pedazos y ya no se puede reparar.

El daño que hizo el padre de Eddie fue, al principio, el daño que produce el descuido. Cuando era muy pequeño, a Eddie su padre le cogía en brazos raramente, y ya de niño, por lo general, le agarraba por el brazo, menos con amor que con enojo. Su madre le proporcionaba ternura; su padre estaba más por la disciplina.

Los sábados, el padre le llevaba al parque de atracciones. Eddie salía del apartamento con visiones de carruseles y bolas de algodón de azúcar, pero al cabo de una hora o así, su padre encontraba una cara conocida y decía:

– Cuida al chico por mí, ¿de acuerdo?

Hasta que volvía su padre, normalmente a última hora de la tarde, por lo general borracho, Eddie quedaba al cuidado de un acróbata o de un adiestrador de animales.

Con todo, durante horas interminables de su juventud, Eddie esperaba atraer la atención de su padre, sentado en las barandillas o puesto de cuclillas encima de una de las cajas de herramientas del taller de mantenimiento. Muchas veces decía:

– ¡Puedo ayudar, puedo ayudar! -pero el único trabajo que le confiaban era que entrara a cuatro patas debajo de la noria por la mañana, antes de que abrieran el parque, a recoger las monedas que se hubieran caído de los bolsillos de los que habían subido la tarde anterior.

Al menos cuatro tardes a la semana su padre jugaba a las cartas. En la mesa había dinero, botellas y cigarrillos, y suponía que ciertas obligaciones. La obligación de Eddie era sencilla: no molestar. Una vez trató de ponerse junto a su padre y mirarle las cartas, pero el hombre dejó el puro y sonó como el trueno, al tiempo que le pegaba en la cara con el dorso de la mano.

– Deja de echarme el aliento -dijo.

Eddie se echó a llorar y su madre le atrajo agarrándole por la cintura. Miró enfadada a su marido. El niño nunca volvió a ponerse tan cerca.

Otras noches, cuando las cartas eran malas, las botellas se habían vaciado y su madre ya estaba dormida, su padre entraba como un trueno en el dormitorio de Eddie y Joe. Se abalanzaba sobre los pobres muchachos y los lanzaba contra la pared. Luego hacía que sus hijos se tumbasen boca abajo en la cama mientras él se quitaba el cinturón y luego les azotaba el trasero al tiempo que les gritaba que estaban gastando su dinero en porquerías. Eddie rezaba para que se despertara su madre, pero incluso las veces que se despertaba, su padre le advertía que «no se metiera en aquello». Verla en el pasillo, agarrándose la bata, tan impotente como él, hacía que Eddie se sintiese aún peor.

Las manos que atendieron a Eddie en su infancia, pues, fueron duras, callosas y rojas de ira, y pasó sus años de niño golpeado y azotado. Aquél fue el segundo daño que le hicieron; el primero después del descuido. La violencia. Esto fue así hasta tal punto que Eddie podía predecir por el sonido de los pasos que avanzaban por el pasillo la dureza de los golpes que iba a recibir.

Aun así, a pesar de todo, en secreto Eddie adoraba a su padre, porque los hijos adoran a sus padres aunque se porten mal con ellos. Es el modo en que aprenden a querer. Antes de que quiera a Dios o a una mujer, un chico quiere a su padre, de modo insensato, más allá de cualquier explicación.

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Y ocasionalmente, como para avivar las débiles brasas de un fuego, el padre de Eddie dejaba que un destello de orgullo rompiera la dura capa de su desinterés. En el campo de béisbol del colegio de la Avenida 14, su padre se detenía detrás de la cerca para ver jugar a Eddie. Si al batear su hijo mandaba la pelota fuera del campo, su padre asentía con la cabeza, y cuando hacía eso, Eddie daba saltos al recorrer las bases. Otras veces, cuando Eddie volvía a casa después de una pelea callejera, su padre se fijaba en los nudillos despellejados o en un labio partido. Preguntaba:

– ¿Qué le pasó al otro chico? -y Eddie decía que le había zurrado bien.

Aquello también contaba con la aprobación de su padre.

Y cuando Eddie atacó a los chicos que estaban molestando a su hermano -«los matones», los llamaba su madre-, Joe estaba avergonzado y se escondía en su habitación, pero su padre dijo:

– No te preocupes por él. Tú eres el fuerte. Protege a tu hermano. No dejes que nadie le toque.

Cuando Eddie empezó a ir al instituto, durante el verano hacía el mismo horario de su padre, y se levantaba antes que el sol y trabajaba en el parque hasta que caía la noche. Al principio se ocupaba de las atracciones más sencillas, manejando las palancas de freno y haciendo que los vagones de los trenes se detuvieran suavemente. En los años siguientes trabajó en el taller de mantenimiento. Su padre le ponía a prueba dándole piezas para reparar. Le entregaba un volante estropeado y decía:

– Arréglalo.

Señalaba una cadena enredada y decía:

– Arréglala.

Traía un parachoques oxidado y una hoja de papel de lija y decía:

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