Литмир - Электронная Библиотека
A
A

– Dispuso de muchos años para perderla. También nosotros la hemos perdido. Aquí nos estaban matando y torturando como quien dice hace dos días. Veinte años

– Nosotros hace catorce, catorce años ya desde que el borracho aquel nos metió en la guerra de Malvinas. Catorce. Como las malas mujeres en los tangos, la memoria siempre se va con otro, con otra generación. Pero yo no tengo recuerdos hermosos. No tuve mi esplendor en la hierba.

– ¿De que hierba habla?

– Déjelo correr. Del mate. ¿Le gusta el mate? ¿Lo ha probado?

– Lo suficiente como para preferir el whisky.

– ¿Qué me estaba diciendo de Emmanuelle?

– Que nada tiene sentido. Usted me pide que la busque y veinticuatro horas después aparece muerta. No me lo ha contado todo y no pienso seguir investigando si no me cuenta quién la puso en marcha, ¿o fue iniciativa suya?

Ni siquiera tiene la iniciativa de contestarle.

– ¿Fue Rocco?

Hay más melancolía que preocupación en el ensimismamiento de Dorotea.

– Deberíamos ir a ver a la hermana de Helga.

Asiente Dorotea y se levanta incitándole a la marcha.

Como Carvalho iba a por el teléfono del café, Dorotea le tendió un móvil y se retiró prudentemente para permitir que Carvalho hablara a solas. Desde la puerta los ojos de la mujer se han vuelto rómbicos para interpretar los ademanes de Carvalho mientras habla, pero de vez en cuando saca la cabeza al exterior para vigilar los seis puntos cardinales. Carvalho la ha alcanzado y le comenta:

– Rocco ha hecho una visita a Biscúter.

– ¿Cómo sabe que era Rocco? ¿Lo ha dicho él?

– ¿Acaso Rocco no es pelirrojo y tiene las mejillas congestionadas?

– Sí.

– Pues era Rocco.

9. LA DOLCE VITA

La vieja estaba tan restaurada que la piel parecía que le iba a estallar. No ayudaba nada a su aspecto una calvicie que no conseguía disimular. Todo en La Dolce Vita era viejo y olía a orines de gato viejo, tal vez porque el local estaba lleno de gatos viejos. La mujer los señaló.

– Ya son los únicos clientes. Quién lo ha visto y quién lo ve. Lo sabes muy bien Pep, lo sabes muy bien. Sí, recuerdo a Helga, a Helga Singer, como se hacía llamar, de nombre artístico, como le gustaba decir a ella. Llegó con muchos humos. Que si había trabajado con Mirtha Legrand, que si Alberto Closas había dicho que era la dama joven más prometedora del teatro argentino. Ni dama, ni joven, ni Closas. Aquí, nena, le dije, se viene a trabajar para comer. Esto no es el Covent Garden, maca. Ella tenía una buena colección de fotos, eso sí. pero apenas cantaba, apenas bailaba, ya empezaba a tener celulitis en las piernas y las tetas no las podía enseñar porque ya no eran de recibo. ¿Que hacía? Pues según ella decía el tango, los tangos se dicen, no se cantan, sostenía. Recitaba, eso lo hacía bien, recordaba un poco a las hermanas Singerman, aunque ella aseguraba que su modelo era Nacha Guevara. No tan exagerada como Berta Singerman. Yo había hecho giras como telonera de la Síngerman cuando venía a darse un garbeo por España. ¿Quieres que te la describa en aquella época? ¿Y por qué no te paso un vídeo de promoción que filmaron aquí a finales de los ochenta y que no ha servido para nada, reiet? Esto lo van a derribar la semana que viene o lo van a acondicionar, qué se yo, para instalar una universidad. Creo que se llama Pompeu Fabra, Universidad Pompeu Fabra. A saber quién era el carota ése. ¡Mira que llamarse Pompeu!

Y del pasado brotaron, después de la actuación de un ventrílocuo y de una valenciana vestida de huertana y sorprendida en la situación de cantar Valencia es la tierra de las flores, las imágenes de una Helga muy ajada y mal vestida, engordada por descuido, en mitad del escenario recitando:

– Respetable público, de la gran poetisa chilena, Gabriela Mistral: Vergüenza.

Si tú me miras yo me vuelvo hermosa

como la hierba a la que bajó el rocío

y desconcerán mi faz gloriosa

las altas cañas cuando baje al río.

Tengo vergüenza de mi boca triste,

de mi voz rota y mis rodillas rudas.

Ahora que me miraste y que viniste,

me encontré pobre y me palpé desnuda.

Ninguna piedra en el campo hallaste

más desnuda de voz en la alborada

que esta mujer a la que levantaste

porque oíste su canto, la mirada.

A Biscúter le gustaban los comentarios en off de Pepita de Calahorra, La Gran recreadora de la Jota, mientras Helga en la pantalla presumía de recitadora, pero no sabía conformarse con la Emmanuelle destruida por el tiempo y anteponía sobre la imagen vencida la que pudo ser Emmanuelle argentina sentada en el sillón filipino. La oía recitar desde la cinta de vídeo… Yo callaré para que no conozcan/ mi dicha los que pasan por el llano/ en el fulgor que da a mi frente tosca/ y en la tremolación que hay en mi mano.

La aplaudían escasamente, pero ella saludaba por aclamación.

– Y ahora, respetable público, les cantaré, es decir, les diré, porque los tangos se dicen, no se cantan, Ingenuidad. Maestro, ¡va por usted!

Al viejecillo pianista ni le iba ni le venía la dedicatoria de la que él consideraba una mera cupletista gorda: Tú me dijiste que eras doncella/ pero lo eras de una madame/ que te hizo puta sin preguntarte/ si era por gusto o por estufar.

Pidió Biscúter que terminara la transmisión porque se sentía cada vez más triste y la vieja calva le complajo para contagiarse de su melancolía. Lloraban la vieja y Biscúter ya cinco minutos cuando acordaron aclararse por qué lloraban.

– Lloro por la triste vida de la muchacha que pudo ser Emmanuelle.

– Yo, porque ya estamos entre ruinas. La semana que viene la piqueta acabará con todo esto y La Dolce Vita pasará a ser historia. También seremos historia todos cuantos trabajamos aquí dentro, y ¿qué quiere decir ser historia? Pues poco menos que una mierda. Ser historia significa estar más muerto que carracuca.

– La calle de las Tapias ya no existe.

– Y con ella desaparece una seña de identidad de la ciudad.

La aplaudían escasamente, pero ella saludaba por aclamación: "Y ahora, respetable público les cantaré, es decir, les diré, porque los tangos se dicen, no se cantan, Ingenuidad. Maestro, ¡Va por Vd.!"

Opinó la vieja, y prosiguió:

– Por aquí vienen muchos intelectuales estos días y me da gusto oírles. Casi todos viven por los barrios altos, pero son muy solidarios con todo esto, forma parte de su memoria histórica o sentimental, me dicen. Yo pienso en las pobreticas que se ganaban la vida con el coño por estas calles, ¿adónde han ido a parar esas vidas, esos coños? A parte alguna, señor. Porque las que se ganaban la vida por aquí no tienen sitio entre el puterío señoritingo de los relax. Y las alternadoras de La Dolce Vita, ¿qué? Ni siquiera van al paro, ni pueden jubilarse, porque ya me dirá usted qué chica de alterne ha cotizado en autónomos, y las que aún se arrastran por La Dolce Vita se tienen que contener las hernias con cemento armado.

– ¿Hizo la calle Helga Singer?

– Alterne hizo.

– ¿Te habló alguna vez de su hijo?

– Eso era muy extraño. Cuando estaba sobria decía que había tenido un niño, pero que había nacido muerto. Cuando estaba borracha se ponía a ladrar como una perra de luto reclamando al hijo que le habían quitado.

Se abrazó con Biscúter y le pidió que viniera siempre que quisiera llorar con ella. Que no se preocupara si derribaban La Dolce Vita, porque ella iría todas los atardeceres de su vida hasta aquel lugar, hasta aquí, hasta donde usted me ve los pies, pongan lo que pongan, construyan lo que construyan. Yo nunca he tenido amo, como las gatas, Pep, pero ésta era mi casa, yo tenía casa. Salió Biscúter y casi se estrella contra un hombre gordo que examinaba la fachada del local como si quisiera comprarla

9
{"b":"100438","o":1}