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– Helga me lo trajo hace ocho años, quizá nueve. No podía alimentarlo. Yo hacía milagros para ayudarla, pero ella no se ayudaba a sí misma. Me horrorizaba ver a mi hermana en aquel estado.

– Su marido. ¿Aceptó al chico?

– A regañadientes. Pero eso no es nuevo en él. Lo acepta todo a regañadientes. Vive a regañadientes. Reza a regañadientes.

– ¿Reza mucho?

– En el Opus Dei se reza mucho. O al menos mi marido pertenece al sector rezador.

– Nunca lo hubiera imaginado. Pero sin duda rezan por teléfono o por Internet o por fax. Es un catolicismo moderno. Lo que no puedo creerme es que Helga le haga entrega de su hijo y luego no se interese por él, que no trate de ponerse en contacto con Usted

– Fue la condición que impuso mi marido. No la soportaba. Helga representaba todo lo que no puede soportar en una mujer, y sobre todo el descaro y la falta de complejo de culpa.

– ¿Por qué se vino Helga a España? ¿Por qué se vinieron Ustedes?

Quiere pensar lo que va a decir, Gilda, y examina a Carvalho como si ponderara sus méritos para recibir confidencias.

– Mi marido tuvo que venirse en cuanto se acabaron los milicos ¿No más milicos? No más Olavarría. Había desempeñado cargos durante la dictadura y a mí al principio no me importaba, porque tampoco me importaba él, si hay que ser sincera, pero a medida que se iba hundiendo el tinglado Bobby se iba poniendo nervioso, y en cuanto el fiscal Strasera empezó a organizar los procesos, nos vinimos a España.

Carvalho le agradece con la cabeza la prueba de confianza y pone blandura del mejor amigo de la chica cuando le pregunta.

– Su hermana se vino porque temía algo de los militares y Ustedes se fueron de Argentina porque su marido tenía miedo de la democracia.

– Algo por el estilo, aunque a ciencia cierta nunca conocí los motivos de Helga. Miedo. Miedo sí tenía, y el rechazo que sentía por Bobby a veces más que rechazo me parecía miedo.

– ¿Le habló alguna vez su hermana de Rocco? ¿Un antiguo profesor?

– Tonteó con él. No nos separaban demasiados años y recuerdo lo impresionado que estaba aquel hombre por mi hermana. Ojalá hubiera seguido con él. Su vida hubiera sido normal.

– Y ahora irían las dos hermanas juntitas a hacerse los masajes en el Instituto de Belleza Nefer. ¿No ha visto últimamente a Rocco? Puede que le hayan matado. Ha desaparecido.

Se aguantaron la mirada, pero ella volvió a esconder los ojos cuando Carvalho la sorprendió con la pregunta.

– ¿Quién era el padre del chico de Helga?

17. ¿HE DE COMERME ESA TUNA?

Pepita de Calahorra no tiene suficiente cuello para volcar la cabeza hacia atrás y expresar en su justa medida el impacto del salero de Aquiles. "¡Qué hombre!", exclama, o "¡este hombre!". Comparte su alegría Biscúter, semioculto tras el demasiado alto vaso lleno de Ron Collins. "¡Ojo!", ha insistido Biscúter, "¡Ron Collins!, no Tom Collins". Le ha guiñado el ojo el gordo.

– Vos sí que sabés beber, pibe.

Ha sido entonces cuando Pepita de Calahorra le ha preguntado a Aquiles.

– ¿Cómo consiguió tantos kilos sin morir en el empeño?

– Cuando yo era pibe era flaquito, flaquito, y mi abuelita venga darme de comer.

– ¿Y así hasta ahora?

– Es que mi abuelita aún vive y cada mañana me pesa, y pobre de mí si bajo ni medio kilo.

Se partía de risa Pepita de Calahorra y contribuía al jolgorio Biscúter, ¡qué fermo!, ¡qué esprit!

Lloraba la de Calahorra y lloraba también Aquiles, y de las lágrimas pasó a la nostalgia previo recorrido visual por lo que quedaba de La Dolce Vita.

– Cuando me recuerdo a mí mismo en este local, hace cuarenta años, y a vos, Pepita, una dama joven, casi una niña, revoloteando mientras cantaba Volare. Yo, yo cerraba los locales de Barcelona todas las noches.

– Toma, y yo los de Andorra.

Intervino Biscúter sin conseguir desviar el río evocador del gordo vestido de blanco.

– Son los mejores años de la vida, aquellos que te permiten ser irresponsable, loco, si se quiere. Y por eso, cada vez que regreso a Barcelona vuelvo a La Dolce Vita y me entristece que esas ruinas, ¡ay dolor!, que ahora vemos, ruinas son del más famoso cabaret de Barcelona. Si tuviéramos ojos mágicos, entre las sombras de las cuatro esquinas de este local veríamos los rostros de cuantos fueron felices aquí. Recuerdo a una muchacha, a una compatriota, una preciosidad argentina que había sido muy promocionada en Buenos Aires para hacer de Emmanuelle, la Emmanuelle argentina. La vi aquí, aquí, sobre esa peana que contemplamos. ¿Diez años? ¿Ocho?

– Diez años bien bien.

Apuntaló Pepita el recuerdo de Aquiles y precipitó su instalación en la melancolía.

– ¡Diez años, ya!

Alzó el vaso y forzó el brindis con Biscúter. Secundado por Pepita. Luego cogió una mano de Pepita y se la besó, pero no se la soltó, poniendo brillo de prometedoras malicias en sus ojos.

– Devuélvame la mano. No se la coma como si fueran butifarrons, que usted se come todo lo que pilla.

Aquiles canturreó:

He de comerme esa tuna

he de comerme esa tuna

he de comerme esa tuna

aunque me cueste la mano

Pepita de Calahorra retiró la mano, falsamente molesta.

– No me diga groserías. Ya sé lo que quiere decir "la tuna".

– Me la comería con pinchos y todo. Carpe Diem!

– Qué culto me está saliendo mi caníbal.

– Longa est vita si plena est.

– Primum vívere, deinde philorophari.

Terció Biscúter rompiendo el hilo de encantada baba que empezaba a unir al gordo con la ex estrella de la canción.

– Por cierto, Don Aquiles, me interesaría que usted me hablara más de esa mujer que ha recordado, de la Emmanuelle argentina, aunque sería más propio llamarla Helga Mushnick, su verdadero apellido, o Singer, el artístico.

– Curioso, mi querido Plegamans, que sepa tantas cosas usted de mi compatriota.

– No las suficientes, y ya que usted la ha mencionado, quisiera que me transmitiera los saberes que conserva sobre la interfecta.

Sobre un canapé estilo imperio con la tapicería orinada por los gatos, desnudó Pepita a Biscuter a manotazos mientras canturreaba

Se encogió de hombros Aquiles. Poco podía añadir a lo ya dicho. Pero, ¿acaso había pasado algo recientemente que afectara a Helga? Es posible, sentenció enigmáticamente Biscúter mientras advertía a Pepita que le fuera cómplice. Aquiles iba abriéndose paso por la maleza de su memoria.

– Ahora recuerdo que Emmanuelle, bueno, como se llame, yo siempre la he llamado Emmanuelle, iba con un barbudo, uno de esos profesores argentinos con barba y melena, una melena que se ataban con una cinta y formaban una coleta. Un espectáculo. A mí los hombres con coleta me la sudan, y usted perdone la expresión, señora Pepita. Pues ese profesor se llamaba Roque, creo.

– Rocco.

Corrigió Biscúter, provocando otra vez la admiración del gordo. Pidió otra ronda de Ron Collins, Aquiles, a la propietaria, camarera y señora de la limpieza de La Dolce Vita, Pepita de Calahorra, pero esta vez Biscúter se negó a secundarla y Pepita interpretó el papel de mujer mareada, a punto de caerse al suelo. Sacó Aquiles de un bolsillo cinco papeles de diez mil pesetas y los esgrimió expresando la duda de que fueran lo suficiente para pagar lo consumido. Le arrebató la de Calahorra dos y se mostró generosa.

– Lo que falta, la casa invita.

Se negó el gordo a que así fuera y lanzó otro billete de diez mil sobre el velador de mármol desportillado, pero no llegó a aposentarse el estipendio, porque Pepita lo cazó al vuelo. Ahora los dedos de Aquiles se habían llenado de tarjetas.

– Me voy intrigado por la suerte corrida por Helga y el tío de la coleta. Si algo supieran pueden localizarme en el Hotel Juan Carlos.

Besó varias veces la mano de la anfitriona, agitó a Biscúter en el seno de un abrazo batidor, dedicó una mirada de melancólica despedida a La Dolce Vita y salió con una mano borrando las lágrimas que acumulaban sus ojos. También estaba triste Pepita de Calahorra y acogió entre sus pechos la cabecita de Biscúter, pero se la apartó bruscamente mientras la retenía entre las manos y le miraba fijamente como si fuera la calavera de Yorik.

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