– Disculpe señor. ¿Ésta es La Dolce Vita, cierto?
¡Otro argentino! Dio un paso atrás Biscúter para adquirir perspectiva del volumen completo del gordo y le indicó el rótulo.
– Claro, ya lo he leído, pero como no veo gente, como no hay vida en los alrededores. Por cierto, este Barrio Chino parace Dresde, o lo están bombardeando o se lo llevan a otra parte. ¡Recuerdo aquellos años cuarenta en que yo he pillado farras aquí en compañía de Manolo Caracol y Lola Flores! Yo estudiaba en España, era muy jovencillo, pero de noche me gustaban las farras. Era muy mujeriego, tenía alma de bacán. Bacán quiere decir chulo de putas, ¿señor?
– Plegamans, Josep Plegamans Betriu.
Biscúter apenas pudo asir con su manita la punta de los dedos del hombre, gruesos como los habanos que a veces se fumaba Carvalho.
– Aquiles Canetti, diplomático.
10. TÚ ME DIJISTE QUE ERAS DONCELLA
A la sombra lunar de un ombú en la plaza Prim, Cayetano recontaba los tesoros que iba metiendo en un carrito con ruedas de neumático. Del restaurante Els Pescadors, ya cerrado, le llegaban también las sombras de los aromas de sofritos y pescado y marisco. No consiguió recordar la última vez que había comido algo parecido a una cigala. Una mano se posó sobre su hombro. Se volvió y abrió la boca desdentada para decir.
– ¡La pasma! Yo no he hecho nada. Yo me afano para sobrevivir, pero no he hecho nada.
– Me han dicho que tenías novia, Cayetano, contestó Lifante.
– ¿Novia yo? ¿Con esta facha?
– La Palita.
– Yo no tuve nada que ver con la Palita.
Lifante hizo un gesto a uno de los policías que le acompañaban y el máster en mendicidad, tras comprobar que nadie le veía en la plaza, le pegó una patada al carro de Cayetano que se desmoronó con todo lo que contenía.
– Pero ¿por qué? ¿Me quiere arruinar? Es todo lo que tengo.
– La siguiente patada te la dará a ti.
Ya en comisaría le pidieron que se desnudara, y desnudo queda y sucio, la piel llena de chorretes, los cojones protegidos, casi tomados, por las dos manos.
– ¿Qué te pasa en los huevos, Cayetano?
– Es un viejo consejo que recibí.
– ¿Qué decía?
– En la cárcel protégete el culo y en comisaría los cojones.
Le metieron en la ducha de los calabozos que olía a infinitas suciedades precariamente desconchadas de todos los cuerpos que habían pasado por ella.
– Es verdad -dijo Cayetano cuando le sentaron a una silla, respetando su mareo por tanto olor a jabón y desinfectante como le habían echado encima-. Tuve algo que ver con La Palita. Dije que no porque me aconsejaron que ante la policía el sí ya te lo arrancan. La había conocido cuando iba por las ferias recitando versos y cantando tangos. Finalmente La Palita se quedó casi sin voz de tanto beber y a mí no me sobraba, pero compusimos un dúo, sí, un dúo. Cantábamos junto a las catedrales, los domingos. Barcelona, Tortosa, Gerona, Vic. Yo acabé cantando tangos a palo seco, vestido como los turistas suponen que han de vestir los cantantes de tangos, y ella posaba, con un traje rojo, un corte en la falda que le llegaba hasta la ingle. Ponía cara de enfadada y escuchaba mis tangos. Luego me pegaba una bofetada y cantaba ella. A los turistas les gustaba la escena. El cabrón que canta y la putón que escucha sin hacerle demasiado caso.
– Canta.
– ¿Mande, señor inspector?
– Que cantes.
Aspira aire Cayetano y lo emite empujando las primeras palabras de la canción:
Tu me dijiste que eras doncella
pero lo eras de una madame
que te hizo puta sin preguntarte
si era por gusto o por estufar.
Los policías presionaban sobre Lifante para que pusiera fin al cantar degollado del mendigo.
– Te apesta la boca a muerto.
Cayetano se sentía demasiado limpio, casi desnudo, y temblaba sin dejar de protegerse las partes.
– Era muy mal hablada y muy desagradecida. Yo siempre le daba la mayor parte de lo que ganábamos, que no era mucho, y ella se lo gastaba todo en grappa. Una bebida de su país, me dijo. Bebía la grappa como si fuera agua. El público de las catedrales no es muy generoso y no sacábamos ni para comer, aunque ella estaba más gorda cada día. La mierda la engordaba, cada día estaba más sucia. Nos echamos a la calle, a buscar lo que fuera, y ella se hacía algo de dinero dejándose tocar por otros mendigos.
Ni miraron a Cayetano cuando se marcharon y quedó a la espera el vagabundo de que alguien orientara su vida en las próximas horas
– Y tú aguantando como un cabrón -dijo un policía.
– ¿Era algo mío? Sólo le tenía cariño y me daba lástima, porque tenía muchas pretensiones y presumía de que podía haber sido actriz de cine, una actriz de cine internacional, y me enseñaba sus fotos de joven, con las tetas al aire, sentada en un sillón de paja, muy bonito.
– ¿Quien tiene esa fotografía?
– No me la quiten. Está entre mis cosas, pegada al contrafondo del carrito, para que no me la roben, también tengo algo de dinero.
Ante sus ojos una mano sostenía la fotografía.
– ¿Es ésta? -preguntó Lifante.
Cayetano asintió. El inspector parecía desinteresarse, pero de un momento a otro volvería a la carga, le cogería por la barbilla con aquellos dedos que sabían hacer daño y le moverían la cabeza hasta conseguir puré de seso.
– ¿Por qué odiabas a Helga, a Palita, como tú la llamabas? ¿Por qué le llamabas Palita?
– Ella lo quería. Había cantado el repertorio de un cantante de su país que se llamaba Palito, Palito Ortega, y ella se hacía llamar La Palita. Era muy coñona. No la odiaba, al contrario…
Pero había entrado un joven con noticias frescas y ya no le escuchaban. Rodeaban todos a Lifante, repartiéndose sorpresas y exclamaciones. Creyó Cayetano oír el nombre de Rocco y afinó oído, ojos y hocico, sin saber qué hacer ahora con las manos ante sus más seguros testículos. Lifante había salido del círculo de subordinados y era él ahora quien daba vueltas alrededor de ellos sin decirles nada. De pronto el inspector dio una palmada y exigió:
– Venga. En marcha. No hay que dejar que los cadáveres se enfríen.
Ni miraron a Cayetano cuando se marcharon y quedó a la espera el vagabundo de que alguien orientara su vida en las próximas horas. No tenía reloj, pero se marchaban las luces de la tarde cuando decidió inquietarse y acercarse de puntillas a la puerta que separaba la habitación donde lo habían abandonado del resto de la casa. Empujó suavemente la puerta. Se asustó de ver a tanto policía junto, tanto interrogatorio, tanto trajín sumergido en un run run repiqueteado por alguna máquina de escribir. Dio un paso atrás y ya volvía a su posición de partida cuando se le vino una sonrisa a la cara, desanduvo lo andado para meterse en la oficina general sin perder la sonrisa y llegar hasta el rellano que remataba la escalera de salida. Nadie le ponía inconvenientes, a pesar de que la indecisión del fugitivo parecía pedir inconvenientes, pedir un ¡alto! que diera sentido a todo lo que le había ocurrido, a todo lo que debe ocurrirle a un marginado en una comisaría. Nada. Nadie le detenía, y Cayetano fue ganando confianza y miedo a partes iguales, escalón de descenso a escalón de descenso, interrumpido por la agresión visual del guardia de la puerta que estaba peatón y recorría el zaguán de entrada a base de zancadas regulares. Vas vestido de vagabundo, Cayetano. Con este traje se entra en comisaría, pero no se sale, no se sale bien. Fue el guardia quien miró hacia arriba, lo valoró con un vuelo de ojos que quizá ni le veían y continuó sus idas y venidas. Barajó Cayetano la posibilidad de decirle algo educado, un buenas tardes o ya buenas noches. Pero la tarde ya casi no existía, sin que la noche hubiera llegado. ¿Qué debía decirle? El guardia se había detenido y le miraba extrañado.
– ¿Aún está ahí? ¿Le cuesta bajar la escalera?