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– Lo es. No llega a incesto, porque no hay cosanguinidad entre cuñados, pero usted es el padre del hijo de Helga, y, por lo que sé, consiguió esa paternidad mediante una violación.

– ¿Existen las violaciones?

– Me imagino a Helga y le conozco a usted. Sólo pudo ser una violación.

– ¿Cuánto quiere? ¿No hay suficientes chantajes?

– ¿Le hacía chantajes Helga?

– Los chantajes nunca me los hizo Helga. No la volví a ver desde que se marchó de casa. Yo ignoraba que estuviera en estado, ella también, supongo. Fue una noche tonta. Una noche tonta la tiene cualquiera. Yo había bebido, Gilda no estaba en casa y Helga estaba deprimida. También ella bebió. Soy un hombre normalmente contenido.

– Reprimido.

– Helga me irritaba.

– Porque le excitaba. Si no le hacía chantaje Helga, ¿quién se lo hacía? ¿Hasta el punto de aceptar que su hijo viviera con ustedes?

– Cuando lo acepté yo no sabía que era hijo mío. Parece un culebrón venezolano, amigo, pero es verdad. Luego entendí que mi mujer había aprovechado la ocasión para meterme una cuñada en casa, un recordatorio de que había pecado contra ella. Mi mujer me odia.

– Suele suceder.

– Ni siquiera hoy me consta que fuera hijo mío. Pero hace un año me abordó por la calle un mendigo, un vagabundo, y yo me lo saqué de encima como pude. En realidad no pude. Se me enganchó y me dijo que conocía mi historia con una tal Palita, que había podido ser Emmanuelle, que teníamos un hijo y que vivía conmigo, un escándalo más en la España de los escándalos. Yo tengo mi vida privada. Yo no soy un político que hoy se cae, mañana se levanta. Mi crédito como consultor de empresas. Eso es todo lo que tengo.

– Y entonces ordenó matar a Helga-.

Olavarría estaba desconcertado.

– ¿Matar? ¿Quién habla de matar?

El relato de Olavarría se interrumpió bruscamente. La puerta del despacho se abrió y allí estaba Lifante, dedicado al estudio de las señales emitidas por Carvalho y Olavarría. Carvalho se dispuso a estudiar a su vez el sistema de señales emanado del inspector y Olavarría balbuceó algo que parecía una demanda de explicación, algo parecido a no se entra en los sitios sin llamar, pero era una queja más que una agresión, desatendida por Lifante que al fin había encontrado la entrada a un discurso verosímil y compartible con Carvalho.

– Barcelona es un pueblo. Vaya donde vaya está Vd. Siempre aparecen los mismos personajes.

– Barcelona no tiene la culpa. De hecho, Lifante, estamos viviendo un serial y en los seriales los personajes se repiten.

Lifante le dedicó indiferencia y se volvió hacia Olavarría.

– Roberto Olavarría, le ruego que nos acompañe a comisaría. Hemos de plantearnos algunos aspectos de sus relaciones con Helga Mushnick. Es una simple invitación.

Olavarría contemplaba a Lifante sin miedo; en cambio, cada vez que su mirada topaba con la de Carvalho oscilaba y acababa por desviarla. Pulsó el percutor del dictáfono y ordenó a su secretaria.

– Llame urgentemente a mi socio, Jacobo Osorio, y a Jacinto Ros. Les necesito en mi oficina.

El nombre de Jacobo Osorio había sonado a intrascendente, pero el de Jacinto Ros había alertado a Lifante y Olavarría quiso alertarle aún más.

– En efecto, Jacinto Ros, se trata del famoso abogado. Es asesor de nuestra empresa y creo conveniente que me asista en esta situación.

– Le he dicho que era una simple formalidad.

Carvalho intervino mediador.

– Creo, Lifante, que le ha fallado el sistema de señales. Incluso cuanto usted ha dicho, con la mejor de las intenciones enunciativas, Roberto Olavarría, le ruego que nos acompañe a comisaría, parecía una detención en regla.

No tuvo tiempo el inspector de recomponer su sistema de señales porque en el despacho irrumpieron los dos convocados y uno era evidentemente abogado, rodeado de un aura tan rotunda como la más rotunda de las togas y un ceño especialmente dedicado a los intrusos, sin que Jacinto Ros, el abogado ariete, supiera si debía dedicarlo a Carvalho o a Lifante y su acompañante. No dedicó la menor atención Ros a los desconocidos, pero se acercó a Olavarría y le puso las manos sobre los hombros.

– ¿Qué pasa Bobby?

– Me ordenan que vaya a comisaría.

– ¿Quién?

Fue Lifante quien se autodenunció.

– No he dicho exactamente eso.

– ¿Qué ha dicho usted exactamente?

– ¿Qué ha dicho exactamente?

Preguntó Osorio, asumiendo la condición de eco de Ros.

– Le he rogado que viniera conmigo a comisaría.

– ¿Para algún pase de modelos de vestuario policial? ¿Detenido? ¿Retenido? Vamos a comisaría, como usted dice.

Lifante ha compuesto media sonrisa y les da la espalda y parece ser la espalda del inspector la que avisa.

– Ya recibirán una citación en regla.

Como la mirada del todopoderoso Jacinto Ros también le expulsa a él, Carvalho sigue los pasos de Lifante y su mudo acompañante. Les oye hablar entre ellos.

– Yo le habría pegado una patada en los huevos. No me hubiera dejado hablar así por un piernas.

– No es un piernas. Este tío se tutea con todas las autoridades y a él algunos le hablan de usted. Lo que no sepa Jacinto Ros no lo sabe nadie en esta ciudad. Tiene cogidos por los huevos a buena parte del poder político, sobre todo de los que se han metido en negocios sucios, en el supuesto caso de que haya negocios limpios. Yo no me he irritado, Celso. Al contrario. Me ha complacido obligarles a comportarse prepotentemente, porque la exhibición de prepotencia siempre, siempre, Celso, no lo olvides, esconde inseguridad y se revuelve como un boomerang.

– Sea, pero a mí no me habla así ni mi padre.

Rebasa Carvalho entonces a la pareja y recibe una mirada hachazo de Lifante.

– He leído que han encontrado a Rocco. ¿Cuánto tiempo retuvieron la información? ¿A favor de quién?

Lifante se vuelve a Celso Cifuentes y le ordena:

– Dile cuatro cosas a este huelebraguetas, pero que no te oiga nadie.

Se adelanta Lifante y Celso cierra el paso a Carvalho, frunce el hocico, achica los ojos, le echa el aliento en las narices del detective y luego mastica, en una voz casi inaudible:

– ¿Por qué no te vas a tomar por culo o quieres que te busque yo pareja?

Carvalho se detiene sorprendido y exclama en voz excesivamente alta:

– ¿Es usted bisexual, inspector Cifuentes?

El relato de Olavarría se interrumpió bruscamente. La puerta del despacho se abrió y allí estaba Lifante.

21. DOROTEA SAMUELSON Y LA ANTROPOLOGÍA DEL TERROR

Alguien había tenido que encaramarse sobre la puerta metálica y al saltar había derribado una pesada tinaja ataúd de un ficus muerto desde la guerra entre Irak e Irán o tal vez desde la entrada de los sandinistas en Managua. Luego no había sido capaz de levantar el cadáver o no había querido hacerlo. Oscurecía y Carvalho se sacó la pistola de la sobaquera. Subió hasta la puerta principal de su casa y no estaba violentada, tampoco las ventanas. O el intruso se había marchado o todavía estaba en el jardín. Fue entonces cuando le llegó la voz atemorizada y criolla de Dorotea Samuelson.

– ¿Carvalho?

– Sí.

– No se alarme. Soy Dorotea Samuelson.

Guardó la pistola, fue en dirección de la voz y allí estaba Dorotea, sentada en cuclillas y no sola: a su lado se acurrucaba Dieste, aún más agazapado que la mujer.

– Hemos pensado que aquí estábamos seguros. Perdone el allanamiento de morada. Han matado a Rocco.

Se le quebró la voz a la antropóloga, pero Carvalho no le dio el pésame que tal vez esperaba. Les invitó a seguirle al interior de la casa, que el detective examinó dependencia por dependencia. Luego cerró puertas y ventanas, encendió la luz y desprecintó una botella de Springbank.

– Es el mejor whisky que he tenido. No el mejor que he bebido, pero sí el mejor que he tenido. Me lo traje de un avión particular. Pertenecía a un rico que quiso conceder un premio literario. Tómenlo sin hielo. Un Springbank de más de veinte años con hielo es como tomar un Burdeos con gaseosa.

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