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– ¿Vas recordando cosas?

– Algunas.

– A mí, todo esto sigue pareciéndome increíble… -Cogió al azar uno de los volúmenes y lo hojeó-. A fin de cuentas, solo es poes…

– ¡No toques eso!

Se quedó inmóvil con el libro en la mano. La exclamación de la muchacha le había producido un sobresalto. Ella parpadeó.

– Perdona, no debí gritarte. Pero Shakespeare es muy peligroso

– Comprendo. -Ballesteros asintió y volvió a dejar sobre la mesa, con sumo cuidado, la edición inglesa de los sonetos.

Era como si el tiempo no transcurriera. Continuaba encerrado en la oscuridad, aguardando. Por el momento nadie lo había descubierto. Pero ¿qué haría después? Se preguntó si sería cierto, tal como había dicho la recepcionista, que no existía ninguna habitación con ese número. En ese caso, ¿qué haría?

De algo estaba seguro: tendría que registrar todo el edificio. No iba a marcharse de allí sin cerciorarse de que no había ningún paciente. Rogaba por que la recepcionista hubiese mentido. Rogaba por encontrar, al menos, una habitación con el número trece grabado en la puerta: sabía que en su interior se hallaría la clave para descubrir a la última dama, o su receptáculo.

Volvió a examinar la esfera luminosa de su reloj. El centro acababa de cerrar. Decidió aguardar un par de horas más, inquieto con la posibilidad de que quedaran empleados rezagados, o bien vigilantes.

Tres semanas, pensó. Poco tiempo.

Como Ballesteros había dicho: todo dependía de lo difícil que fuera encontrar a la dama número trece, si es que la encontraban.

Tres semanas, pensó Jacqueline. Demasiado tiempo.

La silenciosa tormenta proseguía a lo lejos. Los relámpagos herían el horizonte.

No era que estuviese preocupada. ¿Por qué había de estarlo? Raquel y sus amigos eran simples ajenos incapaces de recitar, y nada de lo que hicieran representaría una amenaza para quienes, como las damas, conocían en profundidad el vasto poder de la poesía y lo usaban a la perfección. Por supuesto, estaba al tanto del desesperado plan que habían trazado: encontrar a la dama número trece…

Sonrió al pensarlo. Incluso aunque lo lograran, aunque descifraran los últimos sueños que la astuta Akelos había evocado en sus conciencias y hallaran su escondite, ¿cómo iban a hacerla salir…? Aquella idea era completamente absurda y pronto lo comprobarían.

No, no estaba en modo alguno preocupada, pero…

Pero será mejor terminar cuanto antes, ¿no, Jacqueline? Destruir la imago, averiguar si hay otra traidora, acabar por completo con Raquel y los ajenos.

En teoría, era posible adelantar la reunión, aunque solo ella, como Saga, tenía el privilegio de hacerlo. Era una decisión excepcional y arriesgada, porque el grupo era débil fuera de los Días de Ceremonia. Sin embargo, en este caso, intuía que se trataba de la decisión correcta. Sí, se reunirían en menos de tres semanas, incluso en menos de una.

Perezosamente, Jacqueline se estiró en el diván y cerró los ojos.

Pero lo que había dentro de ella siguió mirando sin parpadear la lejana tormenta.

XIII. LA DAMA NÚMERO TRECE

Por un momento no supo dónde se encontraba. Comprendió que se había quedado dormido, incluso había tenido un sueño. Había soñado con Beatriz. Estaban juntos en una playa, bajo una desordenada colección de nubes. Entonces ella se alejaba lentamente en dirección al mar y él la seguía, pero, al adentrarse en las aguas, descubría su cuerpo ahogado y azul como un alga arrancada del fondo, mecido por olas transparentes.

La tristeza que le acometió al despertar era mucho más oscura que las tinieblas que lo rodeaban. De repente recordó dónde estaba y qué era lo que tenía que hacer. Se hallaba sentado sobre la tapa de un retrete y le dolía la espalda. Los bolsillos de su chaqueta repiqueteaban con el peso de las herramientas que había traído. Echó un vistazo a la hora: 23.42, se levantó, flexionó los músculos e intentó percibir algún ruido extraño. No se oía nada. Sigilosamente, abrió la puerta.

El cuarto de aseo se encontraba a oscuras. Antes de avanzar, hurgó en uno de los bolsillos y palpó la pequeña linterna que Ballesteros le había proporcionado, pero no deseaba encenderla aún.

Se asomó a la negra quietud. Había olvidado en qué dirección se hallaba la sala de espera. Todo estaba tan silencioso y desierto que le confundía. Decidió arriesgarse a usar la linterna.

Aquel suave camino de oro le permitió definir la situación de las cosas.

La biblioteca parecía inacabable. Después de despejar las columnas de libros junto al ordenador, la muchacha encontró un altillo, subió a una silla y lo registró.

Ballesteros miró la hora: 23.40. Le ponía nervioso pensar en lo que podía estar ocurriendo. Suponía que Rulfo aún no había descubierto nada, ya que había prometido telefonear si realizaba algún hallazgo importante. Pero también cabía pensar que lo hubieran descubierto a él. Sonrió: sería gracioso que las brujas no los mataran y, en cambio, la policía los arrestara por complicidad en un allanamiento de morada. Para distraerse, decidió hablar con Raquel.

– Dijiste antes que los poetas son peligrosos. Pero a Shakespeare, por ejemplo, se le recita con frecuencia en todos los teatros del mundo y no sucede nada…

La muchacha, que había sacado varios libros y estaba examinándolos, se volvió hacia Ballesteros. El médico reprimió un escalofrío. Dios mío, qué hermosa es.

Aquella mañana la había visto desnuda. Le había dejado su cama para que descansara, ya que la habitación de su hija continuaba sucia de sangre, y él se había recostado en el sofá, pero, al levantarse a mediodía, necesitó entrar en el dormitorio a coger algo de ropa. Abrió la puerta y una línea de luz trepó por una colcha color crema, unos pies descalzos, la doble esfera de unas nalgas, una mano flexionada y una almohada de cabellos negros. La muchacha reposaba con la mano izquierda bajo la mejilla y la derecha un poco desplomada sobre la cadera. Sus senos se movían como nubes con la suavidad de la respiración. El rostro de Ballesteros ardía. No había imaginado que ella dormiría sin ropa. Le parecía despreciable mirar, pero no pudo evitarlo. Jamás había visto, ni sospechado, una mujer tan bella. Desnuda no se asemejaba a nada concreto que él hubiese conocido antes, aunque solo fuera a través de una pantalla. Era una criatura extraña, sobrenatural. Una bruja, quizá. Permaneció mirándola un rato y sintió pánico al imaginarla despertando de improviso y percatándose de su escrutinio. Cogió la ropa que necesitaba y salió apresuradamente.

Aquel súbito recuerdo le hizo tragar saliva mientras, subida a la silla, ella le contestaba.

– Un actor no sabe recitar un verso de poder. De todas formas, siempre sucede algo, aunque sea mínimo. Y a veces, por casualidad, el verso es recitado de manera casi correcta. Pero, como es casual, el efecto se produce en otro lugar y otro tiempo…

El médico creía entender. Era como dedicarse a jugar con un detonador muy complejo sin saber para qué sirve: quizá nunca llegues a provocar una explosión, quizá lo desactives, o quizá la bomba te estalle en las manos.

– ¿Qué efectos?

– Casi siempre terribles: una epidemia, un terremoto, un asesinato…

De repente a Ballesteros se le ocurrió algo.

– ¿Un… accidente de tráfico, quizá?

– Muchos accidentes.

Guardó silencio, estremecido. Se preguntó qué clase de verso, y de qué autor, había arrasado para siempre la vida de su esposa en aquella carretera. Qué poema recitado al azar había hecho estallar el cerebro de Julia dentro del coche.

Nunca había sospechado, hasta ese momento, que la poesía fuera tan emocionante.

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