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Pasaron la noche juntos y, pese a que lo creía improbable (porque sabía que al día siguiente se despedirían, quizá definitivamente, y eso le producía una vaga amargura), logró improvisar un sueño reparador. Se despertó al alba, aguardó a que la muchacha se levantara y le entregó un sobre con dinero en efectivo. Se trataba de casi todo el que guardaba en casa y gran parte del que había en su cuenta corriente. Era un dispendio mortal para sus exiguos ahorros de parado, pero sabía que a Raquel le resultaría imprescindible para sobrevivir.

– Procura comportarte con naturalidad -le aconsejó-. Da paseos por el exterior, no te encierres todo el día en la habitación… Puedes pedir que te suban la comida Intentaré venir a veros a lo largo de la semana, pero creo que casi sería mejor que nos mantuviéramos separados. Tienes mi teléfono: llámame si lo necesitas.

– Lo haré -murmuró ella. Entonces esbozó una sonrisa que se apagó casi enseguida, como si unos labios pudieran parpadear-. Gracias por todo.

Rulfo se acercó a besarla, pero se detuvo a medio camino y observó por un instante las sombras difusas, las oscuridades recientes que merodeaban en su mirada: cada día cambiaba un poco más, se alejaba de la Raquel que había conocido. Le resultó imposible determinar si aquella transformación era afortunada. Por una parte, parecía más fuerte; por otra, mostraba más temor que nunca: como si hubiese canjeado su tranquilidad por una personalidad férrea y definida. Al comprobar que el niño ya estaba despierto se agachó a su lado.

– Cuida de tu mamá. Estoy seguro de que eres muy valiente.

La respuesta le dejó paralizado:

– Ella no es mamá.

Se quedó mirando aquellos ojos livianos que lo escrutaban en la sombra.

– ¿Qué?

– No es mamá -repitió el niño.

Instintivamente, Rulfo se volvió hacia Raquel. Se encontraba en el otro extremo de la habitación, agachada, guardando el dinero en la bolsa donde llevaba parte de la ropa. No parecía haberlos oído.

– ¿No es tu mamá? -susurró Rulfo.

El niño negó con la cabeza. Entonces agregó:

– Es algo mamá, pero no toda.

Rulfo frunció el ceño y volvió a mirar a la muchacha, que seguía en la misma postura. Se había recogido el pelo y el tatuaje del cóccix era claramente visible. Él cayó en la cuenta de que se había olvidado por completo de aquel tatuaje. De repente percibió algo. Se acercó sin que ella lo advirtiera y se inclinó. Comprobó que lo que había tomado al principio por un círculo lleno de arabescos eran palabras dispuestas en forma geométrica. Estaban en inglés, muy apretadas, pero pudo descifrarlas antes de que ella se volviera. A sepal, petal and a thorn. «Un sépalo, un pétalo y una espina.»

No toda.

– ¿Cuándo te tatuaste eso? -preguntó.

– ¿Qué?

– El tatuaje de la espalda. ¿Cuándo te lo hiciste?

La muchacha se incorporó, sorprendida. Su rostro mostró extrañeza.

– No recuerdo. -Era cierto. Ni siquiera sabía que llevaba un tatuaje en el cuerpo. Supuso que, al igual que el resto de las cosas que empezaba a conocer sobre ella misma, aquello también era un enigma-. Fue hace muchos años…

Se despidieron. Rulfo salió del motel tras cerciorarse de que la recepcionista era distinta de la que los había atendido por la noche. Durante el trayecto hacia Madrid no hizo otra cosa que darle vueltas a lo que el niño había dicho y a aquel tatuaje. Al llegar a su casa le bastaron unos cuantos minutos para comprobar la procedencia de las palabras.

Se trataba del primer verso de un poema de Emily Dickinson.

Llegó el viernes sin que hubiera novedades. Había comprado los periódicos y visto los informativos de la cadena autonómica todos los días, y cada vez que lo hacía, pensaba que, en esa ocasión, darían la noticia. Pero no había nada. Por un lado le alegraba aquel sorprendente vacío, por otro no le gustaba. Razonó que, teniendo en cuenta que Patricio dirigía un negocio ilegal, era lógico que sus compinches no se presentaran alegremente en la policía para denunciar su desaparición, pero ¿era posible que nadie hubiese percibido si ausencia después de cuatro días? ¿Y que nadie hubiese encontrad su cadáver aún?

El viernes se quedó un instante sentado en el comedor, sin sabe muy bien qué hacer. Faltaban cuatro días para el treinta y uno de octubre, y aquella espera le alteraba mucho más que todo lo que había vivido durante el último fin de semana. Pensaba que no había empleado bien el tiempo: se había limitado a vegetar y asegurarse mediante llamadas telefónicas, de que Raquel y el niño seguían bien Pero el día de la cita se aproximaba, y aún no sabía qué iba a hacer Sintió un repentino acceso de ira y golpeó la mesa con ambas manos. Entonces decidió volver a llamar al motel, solo para hablar otra vez con ella. Casi en connivencia con su deseo, sonó el teléfono.

– ¿Salomón…? ¿Estás libre hoy…? -Rulfo cerró los ojos, contrariado, pero en ese momento César agregó-: Si puedes, reúnete conmigo cuanto antes: he localizado a Rauschen.

Rauschen. El profesor austriaco, la única fuente de información de la que disponían para saber más sobre la secta.

Era preciso hablar con Rauschen.

VII. RAUSCHEN

Hubo un descenso hacia la negrura. Debido a un misterioso paralaje, la tierra -voluminosa, apelmazada- parecía encontrarse muy próxima. Sin embargo, el avión la atravesó sin ruido, ya que solo se trataba de un suelo de nubes de tormenta.

– Si alguna vez te propones desaparecer sin dejar rastro -continuó César-, te aconsejo que no trabajes de profesor en una universidad… Los profesores somos los mejores espías de la historia, al menos en lo que a nuestros colegas se refiere: lo sabemos casi todo sobre ellos, y lo que no sabemos lo imaginamos.

Como era costumbre en él, las informaciones más importantes quedaban reservadas para el final. A lo largo del apresurado puente aéreo que habían tomado aquel viernes al mediodía, Rulfo había ido obteniendo a cuentagotas todos los detalles de su búsqueda. Coincidiendo con la llegada a Barcelona, su viejo amigo levantó el telón de las últimas sorpresas.

– Los compañeros de Rauschen sabían bastantes cosas e imaginaban muchas más… Desgraciadamente, algunos puntos permanecen oscuros. Te haré un resumen. Rauschen dejó el trabajo universitario hace doce años y desde entonces se ha dedicado a… ¿A qué? A asistir a congresos como el de Madrid. A ir de un lado a otro. Por lo visto, estaba acostumbrado a romper con el pasado y empezar desde el principio: hasta los treinta años trabajó de profesor titular en la facultad de Humanidades de la Universidad de Viena, pero lo dejó y se marchó seis años a París. Luego se trasladó a Berlín y volvió a obtener una plaza de profesor. De repente cayó en una profunda depresión, o algo semejante, fue dado de baja y dejó definitivamente la enseñanza. Así comenzó su periplo de congresos por toda Europa, al tiempo que… fíjate bien… se interesaba por el paradero de alumnos y profesores de distintas universidades alemanas, y pedía informes sobre ellos. Sí, informes: direcciones, un breve currículo… Nadie sabe por qué. Hace cinco años vino a Madrid y habló conmigo. ¿Recuerdas que me dijo que quería vivir en nuestro país? Bueno, pues mintió: ya estaba viviendo aquí. Había comprado una casa en Barcelona, en Sarriá, y se dedicaba… Adivínalo. -Se volvió hacia Rulfo y lo miró por encima de las gafas azules-. A recabar información en varias facultades españolas, particularmente la nuestra.

– ¿Qué clase de información?

– La misma que en las universidades alemanas: currículos de profesores y alumnos… Su actividad, por supuesto, era clandestina, pero tuve la fortuna de contar con la inefable ayuda de mi ex secretaria Montse, para la cual no existe nada clandestino sobre la tierra. Es prodigiosa la capacidad de esa buena señora para el chismorreo. Recordaba bien el apellido de Rauschen, y ella misma había despachado varios informes para él. Rauschen utilizaba la excusa de unas supuestas becas, totalmente inexistentes. ¡Incluso llegó a investigarme a mí…! Tenía un contacto en la Complutense, un viejo amigo mío. Supuse quién podía ser, lo presioné, y fue él quien me dio su dirección actual, aunque ignoraba el porqué de ese interés de Rauschen por profesores y alumnos. Era como si quisiera encontrar a alguien. Dedicó varios meses a esa curiosa tarea.

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