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– ¿Y después?

– Después vino el congreso sobre Góngora, habló conmigo…, y ya no hizo más nada. -César suspiró con aire de mago que guarda en la chistera el último truco-. Herbert Rauschen entró en coma hace cinco años, por eso no volvió a llamarme. Está atendido en su propio domicilio por un equipo paramédico.

La casa era grande, de paredes blancas y tejados llovedizos, pero, evidentemente, su propietario no había sido proclive a la espectacularidad: una simple valla metálica daba paso a la puerta, con un llamador dorado y un timbre que, al ser pulsado, produjo un dulce campanilleo y convocó la presencia de un asistente corpulento con uniforme blanco de celador. Los visitantes adujeron una remota amistad: pedían ver al enfermo. Tras mirarlos intensamente, el tipo se alejó. Regresó después de un rato, quizá, demasiado largo.

– Pueden pasar.

Penetraron en un interior minimalista donde los adornos, por excepcionales, parecían estrepitosos: fucsias sobre un jarrón chino, cristales de blenda encerrados en una quesera y cuadros de figuras desnudas y enmascaradas. La habitación de Rauschen se encontraba en la planta baja, en mitad de un pasillo. Una joven enfermera con el blanco uniforme en perfecto estado quitó los pies calzados con zapatillas deportivas del asiento cuando ellos entraron. Estaba leyendo una revista. Era rubia y atractiva, pero su mirada, en cierto modo, no dejaba de ser tan penetrante como la del celador.

– El señor Rauschen no se mueve ni habla desde hace años -indicó con fuerte acento extranjero. Rulfo pensó que había dicho aquello para dar a entender que, aunque no se oponía a que recibiera visitas, no le veía demasiado sentido a las mismas.

– Estaremos poco tiempo -aseguró César y se acercó a la cama.

Estatuario, Herbert Rauschen se mostraba a las miradas con esa terrible docilidad que solo poseen perros y moribundos. Una sábana lo cubría hasta el pecho. Su piel, hundida y apergaminada, había adquirido la inaudita blancura del vientre de las lagartijas, pero sus rasgos denunciaban el recuerdo de un individuo fuerte, de magnética personalidad. Un yelmo de cables adosado a su frente terminaba en un aparato que parecía desconectado.

– Pobre hombre. -César rodeó la cama y se inclinó-. Lo cuida alguien por las noches, supongo…

– Viene otra compañera -dijo la enfermera.

Sauceda tomó a Rauschen de la mano -delgada, rígida- y declamó un breve y emocionante discurso sembrado de palabras amistosas. Luego sacó un pañuelo y se sonó, pidió disculpas y explicó que las necesidades eran las necesidades y no había dispuesto de tiempo para detenerse en el aeropuerto. ¿Sería mucha molestia…? La enfermera se dirigió al celador.

– Indícale el cuarto de baño.

– Muchas gracias. -César se ruborizaba.

Cuando el celador regresó a la habitación, Rulfo señaló el aparato al que estaban conectados los cables.

– Oiga, perdonen, esto ha hecho un zumbido. ¿Lo han oído ustedes? La enfermera y el celador intercambiaron una mirada.

– Esa pantalla solo avisaría si se produjera un cambio en el estado del señor Rauschen -dijo la primera.

– Pues yo acabo de oír una especie de zumbido…

– No es posible.

– Quizá me he equivocado, disculpe.

No se le ocurría qué otra cosa podía hacer. Incluso teniendo en cuenta que se trataba de un hombre mayor, su amigo estaba demorando demasiado. Se percató de que el celador empezaba a mirar hacia la puerta.

Pero un instante después, para su alivio, regresó César. Venía limpiándose los cristales de las gafas.

– Ya los hemos molestado bastante. Creo que ha llegado la hora de marcharnos.

Había dejado de llover cuando salieron de la casa. Su ex profesor parecía feliz. Habían planeado aquel número del cuarto de baño antes de llegar, y, por lo visto, los resultados eran favorables.

– Tuve tiempo de encontrar la puerta trasera. Da a un pequeño jardín al que se accede por la calle, y solo estaba cerrada con pestillo. Lo quité. Si nuestros amigos no son muy cuidadosos, no creo que lo noten. Podremos entrar en la casa por ahí. ¿Te arriesgarías a ser sorprendido esta noche mientras exploramos la biblioteca del señor Rauschen?

– Para eso hemos venido -dijo Rulfo.

– Si te parece, vamos a comer algo. Luego aguardaremos al cambio de turno: es probable que el celador no tenga sustituto, con lo cual solo tendríamos que preocuparnos de la nueva enfermera…

Permanecieron a la intemperie durante horas. Por fortuna, ya no llovía. César se mostraba quejoso y no paraba de moverse de un sitio a otro. Rulfo prefirió reposar: encontró una cornisa baja en la que pudo sentarse y apoyó la espalda en el muro de una casa. Coches y transeúntes desfilaban sin fijarse en ellos. Al anochecer, todo quedó más desierto, pero la temperatura no se hizo demasiado incómoda. Se turnaban para vigilar. Durante uno de sus descansos, Rulfo escuchó la voz de César.

– Salomón.

Antes era solo un juego para él; ahora es una aventura emocionante, pensó al ver a su antiguo profesor haciéndole señas para que se asomara. Frente a la casa aguardaba un automóvil oscuro. La puerta principal se abrió y aparecieron dos sombras. Estallaron carcajadas. A la luz de las farolas se distinguían los uniformes de la enfermera y el celador bajo los abrigos.

– ¡Pero, bueno…! ¿Y la sustituta? -susurró César.

Las dos figuras subieron al coche. A juzgar por cómo se reían, parecían borrachos. A Rulfo no le gustó aquello. Recordó de repente la mirada de la enfermera, fría como un líquido encerrado en dos pequeñas peceras de hielo, y la del celador, tan similar, ambas clavadas sobre él. No le gustó.

El coche arrancó. La casa quedó a oscuras. Un viento con olor a mar peinó las hojas de la entrada.

– Pues no ha venido -dijo César-. Eso nos facilita las cosas.

Rulfo no estaba tan seguro, pero no dijo nada.

El plan, sin embargo, funcionó a la perfección. Dieron un rodeo, y el ex alumno aprovechó las ramas de un árbol bajo para trepar a la valla y tirar del ex profesor. Todos los años de sedentarismo parecieron desplomarse sobre Sauceda en aquel momento, pero su entusiasmo resolvió la pequeña parte del trance que los fuertes músculos de Rulfo dejaban sin solucionar. Cuando saltó al jardín casi se echó a reír al comprobar que seguía ileso. Alcanzaron la puerta trasera.

– Eureka -dijo César, abriéndola con un leve clic.

Penetraron en la oscuridad. César recordaba bien las direcciones, y propuso no encender las luces a menos que fuera estrictamente necesario.

– Antes de nada, vamos a comprobar algo en el cuerpo de Rauschen. -Rulfo lo miró extrañado. César agregó-: ¿Recuerdas la tortura del niño que contempló Milton?

De repente Rulfo comprendió lo que quería decir. Le sorprendía, incluso, no haber caído en la cuenta. Su viejo profesor podía encontrarse en pésima forma, pero hubo de reconocer que su cerebro funcionaba con la brillantez de costumbre.

Recorrieron un largo pasillo y desembocaron en el corredor donde se hallaba el cuarto del enfermo. César, sin embargo, se detuvo en una puerta previa.

– Espera. Quiero enseñarte algo.

La abrió con una leve presión, sin un solo ruido, al tiempo que unos plafones en el techo lanzaban parpadeos. Era una habitación muy pequeña, sin ventanas, de paredes desnudas y bien encaladas. Rulfo recordó la habitación azul de Lidia Garetti, pero ésta carecía de cortinajes y moqueta, y una especie de piscina o bañera redonda ocupaba casi todo el suelo. Parecía un jacuzzi, aunque no tenía grifos, el borde quedaba a baja altura y poseía un amplio tragante de rejilla en el centro. La temperatura era gélida.

– ¿Qué te parece? Lo descubrí por casualidad, esta mañana. Es una construcción relativamente nueva.

Rulfo se mostró de acuerdo. Parecía un añadido superfluo y posterior, como si hubieran echado abajo el tabique quebrando la simetría de la casa solo para diseñar aquella cámara destinada a Dios sabía qué. La enorme rejilla del suelo, con sus orificios abiertos a la oscuridad, se le antojaba inquietante. César volvió a cerrar la puerta y, conforme lo hacía, las luces se apagaron.

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