Beaux… dés… pipés…
Pronunció las tres palabras de manera muy diferente, apenas sin relación con el idioma del que procedían. La última fue emitida como un silbido.
– ¡No sabe nada…! -repitió la voz de Raquel-. ¡No tiene nada que, ver en…!
La dama terminó de escribir y soltó la cara de Rulfo. Se limpió el dedo en su esmoquin, dio media vuelta y se dirigió de nuevo a su puesto.
Rulfo estaba aterrado.
Es una filacteria, Dios mío, me ha escrito una filacteria en la cara.
Recordó el verso de Blake en el vientre de Susana. No estaba seguro del autor del suyo: quizá un Lautréamont. Sentía tanto miedo que no podía hablar y apenas respirar. Se había quedado helado, no solo las extremidades, como si se hubiese convertido en un tembloroso témpano. Sabía que iba a sucederle algo terrible. Acababan de sentenciarlo -no le cabía duda sobre eso-, aunque ignoraba a qué. Por un momento casi había soñado con la posibilidad de que lo dejaran libre, pero ahora comprobaba hasta qué punto se había dejado llevar por una esperanza absurda. Y lo peor era que la sentencia había sido ejecutada con cruel tranquilidad. Aquella chica semidesnuda que ahora se alejaba de él contoneando las estrechas caderas ni siquiera le había hablado: nadie le había hablado después de que la mujer obesa lo interrogara. Sin duda, lo consideraban peor que a un animal. Lo iban a torturar y ejecutar en un silencio despectivo, con más calma que la empleada en aplastar a un insecto.
Desde algún lugar remoto de su audición le llegaba la discusión de las damas en un francés rápido y susurrante: ¿Y si volviéramos a azotarla con un látigo de manatí…? Pian, piano… Ne quid nimis… No costaría nada llevara la yegua al picadero… Error garrafal. Hagámoslo con palabras… Las puertas no deben abrirse a la fuerza… Seamos prudentes… Lo conocemos todo, o casi todo, sobre ella: falta el pequeño detalle del porqué… Pero apenas las escuchaba. Permanecía temblando, los ojos cerrados y la piel bañada en sudor, aguardando los efectos del verso. Imaginaba cosas espantosas: que el rostro se le caería a pedazos y, aun así, seguiría vivo; que dentro de su cuerpo crecería una riada de cucarachas que buscarían la salida asfixiándolo; que sus órganos se devorarían a sí mismos. Todo le parecía posible. Sentía tanto miedo como un niño pequeño. Pero no sucedía nada.
Sabía que estaba perdido: era cuestión de esperar. Sin embargo, esa misma certeza le llevó a arrancarse del pecho la losa de aquel terror profundo. Volvió a llenar de aire los pulmones y una imprevista ráfaga de coraje le hizo despegar los labios.
– ¡Callaos ya!
Todas las miradas giraron hacia él. Pensó en una manada de lobos olisqueando sangre fresca. Pero ya no podía detenerse.
– ¡Panda de viejas brujas, callaos de una vez…! ¡Dejadla marcharse, a ella y a su hijo…! ¡Ya la habéis torturado bastante…! ¡No sabe nada! ¡La han utilizado…! ¡Alguien nos ha utilizado a los dos…! ¡Ahora lo único que hacéis es fingir…! ¡Estáis ahí, discutiendo, fingiendo discutir entre vosotras…! ¡Esta chica no sabe nada, ya os lo ha dicho…! ¡Y Susana tampoco sabía nada…! ¡Dejadnos libres o matadnos…! ¡Pero, sobre todo, callaos! -Estaba frenético. Tiraba de sus brazos atados con flores, pero algo más que las frágiles ataduras los mantenía quietos e inservibles-. ¡Callaos, cobardes! ¡Cobardes…!
De pronto se interrumpió.
Estaba completamente seguro de que, un instante antes, las damas llevaban vestidos rojos transparentes.
Ahora todas vestían de negro hasta los pies y sus semblantes mostraban una palidez de alabastro, de cadáver amortajado. Incluso sus peinados eran diferentes. Solo sus medallones eran los mismos. La transformación se había producido con la limpia suavidad con que las manecillas de un reloj cambian de posición.
Raquel también lo había notado. Se volvió hacia Rulfo.
– Cálmate, deja que sea yo quien hable…
– No les tengo miedo -mintió Rulfo.
Entonces Saga avanzó hacia él. Parecía haber reparado en su presencia por primera vez. Lo miraba con curiosidad, casi con un punto de diversión, pero en sus ojos Rulfo creyó advertir un vacío turbio y anodino habitado por sombras difusas: como un cielo gris donde se removieran barnaclas. Sintió que su cerebro era un dibujo agujereado y que los ojos de la joven lo manchaban obteniendo un calco perfecto, un estarcido de sus pensamientos íntimos.
Creyó que iba a morir. Deseó que así fuera.
Entonces Saga alzó la mano y acarició cariñosamente su mejilla en un gesto de lentísima bofetada. Luego dio media vuelta
un giro
y dejó de prestarle atención. Se dirigió a las damas.
– Seguimos en el mismo sitio, hermanas. Solo hacemos dar vueltas, vueltas… Cómo te burlas de nosotras, Raquel…
– No me burlo, te lo ase…
– ¡Oh, cuando llegue el día en que dejes de reírte! -La interrumpió Saga alzando la voz-.
un giro veloz
¡Oh, cuando podamos ver ese día…! ¡Cuando podamos contemplar el día en que, por fin, dejes… DE… REÍRTE…!
El alarido, insospechado, produjo el silencio.
Al mismo tiempo que gritaba, giraba sobre sus pies como una bailarina. El vestido negro giró con ella descubriendo sus piernas menudas pero esbeltas.
Un giro veloz.
Y bajo su falda apareció el niño.
XI. EL NIÑO
Vestía una túnica negra hasta los pies y parpadeaba como si realmente acabara de despertar de un sueño profundo. Al ver a la muchacha corrió todo lo rápido que le permitía la longitud de la prenda y se abrazó a sus piernas. Se extrañó de que ella no lo abrazara. Alzó los ojos y la vio llorar.
– Se ha pasado durmiendo toda la tarde -comentó Saga en tono alegre.
– Saga -murmuró Raquel-, por favor… -El llanto le impidió continuar. Apartó el rostro de la mirada de su hijo. Deseaba abrazarlo; hubiera dado cualquier cosa por tener las manos libres y envolver con ellas aquel cuerpo menudo y frágil.
– ¿Has visto lo nerviosa que está tu mamá? -Saga se agachó junto al niño-. Vamos a tranquilizarla. Dile si te hemos hecho daño desde que estás con nosotras. Vamos, díselo… Lamento haberte despertado, pero, ya sabes… A tu madre le iba a dar un patatús si no te veía… Creía que habíamos… ¡Yo qué sé, que nos habíamos comido tu cabeza…! Ahora que ha comprobado que estás bien… En fin, supongo que podremos reanudar nuestra charla. Déjanos un momento, ¿de acuerdo…? No te estoy pidiendo que te marches, hombrecito, sino que te retires unos cuantos pasos para que mamá y yo podamos seguir hablando…
– Obedécela -pidió Raquel.
El niño la miraba como intentando leer sus pensamientos. Una tristeza madura flotaba en sus pequeños rasgos. Entonces dio media vuelta y se alejó hacia el centro del cenador arrastrando la larga túnica negra. Sus movimientos asustaron a las mariposas.
– Saga -Raquel habló con rapidez-: Voy a colaborar… Yo misma te llevaré a donde está la figura y te la daré para que destruyáis lo que queda de Akelos…
Había improvisado una estrategia desesperada. Más que estrategia era casi un convencimiento. Le había dicho la verdad: ignoraba por qué había hecho todo lo que había hecho. Pero ya no le quedaban fuerzas para seguir obedeciendo sus impulsos. Ahora solo deseaba pensar por sí misma e intentar salvar la vida del niño, y eso era justo lo que se proponía hacer. Se aliaría con ella, se entregaría por completo a su torturadora. Le resultaba repugnante, pero no veía otro remedio.
– Haré todo lo que quieras -agregó.
– Magnífico.
– Podemos ir ahora mismo. O envía a alguien a comprobarlo. La imago está escondida en un zócalo del dormitorio de mi apartamento… Se me ocurrió dejarla allí, tenía miedo de que me la quitaran…