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La fiesta parecía haber concluido.

Ahora estaban desnudas y cubiertas de sangre.

No.

Vestidos rojos. Llevaban vestidos de rejilla casi transparentes, muy cortos y ceñidos, en color rojo brillante, como telarañas ensangrentadas. Sus ojos eran blancos, sin pupilas. Tampoco. Se trataba de los párpados: estaban pintados de blanco y ellas los mantenían entornados. Y no era cierto que los dientes fueran amenazadores: dos pequeñas líneas color marfil dibujadas en las comisuras ofrecían la falsa impresión de colmillos, pero de nuevo se trataba de maquillaje. Eran doce mujeres extravagantes. O eso parecían.

Otra vez el silencio y la oscuridad. Solo el viento, al agitar la vegetación circundante, producía ruidos como de cuerpo avanzando por un cañaveral.

– Hay algo que siempre me sorprendió de ti. Ese espíritu tuyo, tenaz y altivo al mismo tiempo, como encaramado en un árbol solitario, elevado por encima de todos… Esa voluntad que nada ni nadie ha podido quebrantar… Cuando te expulsamos lo comprobé. Los hombres profanaban tu cuerpo, el látigo quemaba tu carne, pero tú seguías siendo majestuosa. Quisiera saber cómo funciona eso… -La joven miraba los ojos de Raquel con tal fijeza que a Rulfo le pareció que, en efecto, deseaba comprender algún tipo de mecanismo-. Cuando mataste al ajeno, eso afloró por un segundo… Me atemoriza, te lo confieso: me da miedo lo que eres por dentro, y sospecho que también te lo da a ti. Porque es silencio. No he descubierto aún versos que lo arranquen. Quizá existan, quizá ahora mismo estén creándose. En algún momento, una combinación de palabras te hará saltar, y eso estallará. Ahora estás Anulada y podría matarte de forma prosaica, pero, si lo hiciera… ¿qué quedaría de lo que estoy viendo…? Si no puedo obtenerlo, ¿qué gano arrojándolo al barro…? -Se detuvo y despejó casi con ternura el cabello de la frente de Raquel. La muchacha apartó la cara-. Lo intentaré de nuevo. Una y otra vez. Descubriré de qué estás hecha. Tiraré de ti hasta que bajes del trono. No puedo permitir que eso que tienes no me consuma también a mí… Quiero quemarme con eso. -Deslizó una mano por la mejilla de la muchacha-. Puedo comprender que Akelos te admirara y quisiera ayudarte, porque… Bueno, durante el tiempo que pasé con ella en su casa… ¿Sabes…? Llegó a perder su… ¿diríamos entereza? Se convirtió en una rata chillona… A fin de cuentas, solo el dolor la separaba de la humanidad. En el dolor, dioses y hombres son iguales.

La muchacha giró hacia ella. Su voz sonó muy débil.

– Saga, te lo ruego… Sé lo que pretendes… Por favor, te ruego que… que no le hagas daño…

La joven retrocedió con expresión ofendida. Su cuerpo menudo y blanco era completamente visible para Rulfo bajo la leve malla del vestido. Los senos apenas estaban desarrollados. El sexo era una mancha de vello.

– Jamás. Ya tomamos esa decisión. ¿Es que no me crees…? Dime. ¿No me crees?

– Sí.

– Tu hijo queda fuera de esto. No entra en nuestro debate.

– ¿Dónde está? ¡Quiero verlo, por favor…!

– Aún duerme. Pronto lo verás.

– ¡No es propio de él dormir así! ¡Me estás mintiendo…!

De repente Rulfo casi pudo notar el cambio: una variación ligera pero repentina, como si alguien, en pleno invierno, hubiese abierto la ventana de una habitación caldeada para dejar paso a una bocanada gélida del exterior

– Tu hijo está bien y ahora duerme -pronunció la joven lentamente cada palabra-. Pronto lo verás. No… sigas… con… eso.

Raquel había bajado los ojos y sus labios temblaban.

– ¿Puedo seguir hablando? -pidió Saga

– Sí.

– No me interrumpas otra vez.

– No, no lo haré…

– Perfecto.

El semblante de la joven retornó ala placidez.

– Nos enfrentamos a un problema ciertamente grave. Te confesaré algo. -Bajó la voz hasta convertirla en un murmullo. Rulfo apenas la escuchaba-. Todo esto es demasiado para mí. Me supera… Cuando ellas me convirtieron en Saga, no sabían… Soy una tonta inexperta, cariño. Míralas. -Señalaba hacia las damas, inmóviles y en fila, casi desnudas, como bailarinas de cabaret saludando desde el escenario-. Todas viejas, todas inmensamente listas, esperando el momento preciso… Llevo solo un lustro al frente de este carro de once yeguas… Y te compadezco. Es tan difícil, tan extraño… Existen tensiones, alianzas… A unas les caigo bien y a otras… Algunas se están haciendo demasiado poderosas… Maga utiliza a Lorca de una forma que me pone los pelos de punta. Strix tiene en la boca a Poe…, aunque por ahora sus designios quedan a mi alcance. Yo uso todo el Eliot, el Cernuda y el Borges que tú… Sus versos siguen estables. Pero ya sabes lo que es esto: un mundo que crece sin control… En algún lugar, ahora mismo, alguien está escribiendo un poema que, sin saberlo, puede arrojarme del pedestal… Una frase, en un idioma cualquiera… Tengo miedo. Me aterroriza este cáncer infinito. Eliot, Cernuda y Borges bastan por ahora. Pero ¿y mañana…? ¿Y dentro de cinco minutos…? Estamos a merced de la imaginación. Un verso puede crearnos y otro destruirnos. Somos muy débiles. Somos lo que los poetas consiguen…

Un movimiento en la fila de las damas. Una de las más jóvenes se había separado del grupo y avanzaba con lenta languidez, como si desfilara por una pasarela. Era la número nueve, contando desde la niña: Rulfo recordó que recibía el nombre de Incantátrix. Observó con inquietud que venía hacia él.

– Por eso ese silencio de tu mente me desespera, me da pánico -prosiguió Saga-. Akelos y tú nos traicionasteis una vez…

– Yo no traicioné a nadie.

– Bien, tú quisiste engañarnos, si lo prefieres, y Akelos nos traicionó al ayudarte. Ahora podría ocurrir lo mismo. Si, al menos, fueras capaz de revelarme algo…

Se detuvo a unos pasos de Rulfo. Era una muchacha de pelo castaño oscuro, rostro anguloso y cuerpo atractivo que el ligero vestido revelaba hasta en sus más pequeños detalles. Dos gruesos pendientes adornaban sus lóbulos. Sus labios abultaban como rosas. Los movió para sonreír. Entre sus juveniles pechos respiraba una pequeña arpa de oro. ¿No decían Los poetas y sus damas que había inspirado a Lautréamont y a los surrealistas? Rulfo no lo recordaba. En aquel momento solo le importaba averiguar sus intenciones.

La vio inclinarse frente a él. Fue un gesto armónico, casi de ballet. Por un instante le pareció que quería hacer una reverencia, pero entonces vio cómo llevaba el esbelto brazo derecho al suelo, tendía la mano, frotaba la tierra con el índice.

– … un nombre, Raquel. Uno solo. El de una de ellas. Te protegeré de posibles represalias.

– No sé ningún nombre, Jacqueline… No sé…

– Entonces ¿qué hay dentro de ese silencio de tu mente?

– No sé, no sé…

– ¿Por qué has recuperado la memoria?

– Tampoco lo sé… ¡Créeme!

– Sí, sé que «lo juras»…

– Quiero colaborar, Saga, por favor…

Rulfo escuchaba retazos del interrogatorio, pero sus ojos seguían fijos en la dama del símbolo del arpa. La vio incorporarse con el dedo índice manchado de tierra y acercarlo a su rostro. Intentó apartarse, pero la chica aferró su mandíbula con la otra mano. Tenía la fuerza de una zarpa de oso. Su dedo índice empezó a deslizarse por la mejilla derecha de Rulfo. Ahora no podía ver lo que sucedía a su alrededor, solo escucharlo.

– De acuerdo… -La voz de Saga hablando en francés-. El problema sigue como antes, hermanas. Deliberemos.

– No le hagáis nada al hombre… -La voz de la muchacha-. Es un ajeno. Tuvo los mismos sueños que yo, pero no sabe nada…

La dama seguía escribiendo en su rostro. Rulfo percibía el cepo helado de sus dedos, la aspereza de la tierra con que pintaba sus mejillas, el perfume a flor marchita de su aliento. El rostro (a un palmo de distancia del suyo) era el de una joven hermosa, pero su expresión desagradaba: parecía sonámbula o drogada. Entonces separó los gruesos labios y recitó algo mientras escribía.

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