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Rulfo optó por responder a una pregunta distinta, que ella no había formulado.

– César no ha dejado de quererte, Susana. Estoy seguro de que solo desea mantener la distancia una temporada.

Ella lo miraba con ojos dilatados. Súbitamente, Rulfo se vio asaltado por un recuerdo: el día en que habían hecho el amor en el suelo del ático, aprovechando una ausencia de César, y él la había abrazado por detrás presionando sus senos mientras la besaba en el cuello.

– ¿Tiene relación con vuestro asuntillo? -insistió ella.

– No, que yo sepa. En Barcelona lo único que hicimos fue visitar a un hombre enfermo. No encontramos nada. Creo que César se ha olvidado del tema.

– Entonces, ¿qué crees que le pasa?

– No lo sé, pero, sinceramente, no creo que te oculte nada.

Rulfo no la miraba al hablar. Confiaba en que se tragaría sus palabras, igual que se había tragado las de César. Debemos protegerla los dos. Pero, tras un silencio, ella dijo algo inesperado:

– He averiguado cosas sobre Lidia Garetti. -Lo miraba fijamente. Rulfo se esforzó por mostrar indiferencia-. Te van a parecer muy reveladoras. Hablé con una de mis amigas periodistas. Me aclaró que la pobre Lidia era una jovencita millonaria que cumplía todos los requisitos para ser la típica hija de papá: solitaria, rica, heredera de una fortuna fabulosa que no sabía cómo gastar, aficionada a las drogas y las crisis de nervios, en tratamiento psicológico… ¿Te imaginas a una bruja neurótica…? Por favor, Salomón, Lidia no era ningún ser sobrenatural sino una soltera millonaria que vivía esperando a su príncipe azul. Desgraciadamente, la visitó el príncipe negro. Pero las burradas que le hizo ese psicópata drogadicto son similares a cualquier otra burrada de la historia. No hay más misterios. No hay nada más… Te juro que… -De repente fue como si dejara caer una mascara: sus cejas se hicieron arrugas, los labios se convirtieron en mucosas trémulas-. Salomón, tengo miedo… -Tendió los brazos como si deseara ser aferrada antes de caer a un abismo. Rulfo la acogió sin aspereza-. ¡Tengo mucho miedo…! Siento… No sé muy bien qué… pero te juro que, en el fondo, no me río de lo que está ocurriendo… lo que nos está ocurriendo a todos… ¡No quisiera que le pasara nada malo a César! ¡Ni a ti…! ¡Ni a ti…!

– Susana, cálmate… -Le apartó la cara y la miró a los ojos-. No va a ocurrirle nada malo a nadie.

De repente, sin transición,

cruzó

vio sus labios aproximarse.

cruzó las puertas

– No, Susana… -murmuró dentro de su boca.

Pero comprendió cuánto necesitaba extinguir su propio miedo

cruzó las puertas de cristal

con el temblor de otro cuerpo.

Cruzó las puertas de cristal, flanqueadas por pequeños abetos, atravesó el vestíbulo, avanzó por oscuros pasillos y llegó hasta la puerta con el número trece escrito sobre ella. De repente comprendió algo. Si aquello era una clínica, como así creía, entonces ésa era la habitación del paciente del acertijo de Lidia.

Se apresuró a abrirla y entrar.

Pero quien allí le aguardaba era la misma (hermosa) criatura (horrible) con aspecto de niña que ya conocía. Esta vez estaba desnuda, con el símbolo de la hoja de laurel lanzando destellos sobre su pulcro y asexuado torso.

– Bienvenido, señor Rulfo.

Pensó que habría podido escribir cien versos contemplando aquel rostro. Pero, con idéntica certidumbre, supo que los habría arrojado al fuego después de escribirlos si se hubiera percatado, como en aquel momento estaba haciendo, de la espantosa ausencia de sentido que evocaba aquella belleza. Era como despertar un día y descubrir que la persona que duerme a tu lado tiene la piel de madera, o que el semblante mil veces soñado es una máscara de cartón.

– Mañana por la noche iré a esa cita -dijo Rulfo con desprecio-. Os entregaré la imago y nos dejaréis en paz. -La dama continuaba mirándolo sin modificar la sonrisa-. Pero, si nos hacéis daño… Si le hacéis daño a Raquel o a su hijo, a César o a Susana, os destruiré. Puedes comunicarle eso a tu encantadora jefa.

– Somos coeternas, señor Rulfo -susurró la niña. Su voz evocaba el eco de las piedras removidas por las olas-. Existíamos ab initio. Esto es un sueño, pero ni en sueños se le ocurra destruirnos.

– Haré algo más que soñar: encontraré a la número trece, vuestro punto débil. La encontraré, y acabaré con vosotras.

– Es muy fácil encontrarla. Está aquí.

De repente había ocurrido algo. La niña había desaparecido. En el espejo volvía a alzarse la imagen de Lidia Garetti. Su cuerpo aparecía mutilado.

– Aquí -repitió Lidia, y sus ojos gotearon sangre-. El paciente de la habitación número trece. Búscalo.

Y de improviso, Rulfo sintió que había alguien más dentro de la habitación. Lo sintió como hubiese podido sentir el frío al introducir la mano en un congelador. El paciente de la habitación número trece. Se dio la vuelta lentamente, incapaz de recordar cómo se respiraba, qué debía hacerse para pensar. La mera posibilidad de contemplar aquella nueva presencia, fuera lo que fuese, le aterrorizaba más que todo lo vivido hasta entonces.

Pero quien había a su espalda era, otra vez, la niña. Ahora se hallaba de pie en el techo como una lámpara suave. Su cabello semejaba una escultura de oro vertical. Lo observaba desde allí con ojos como dos lunas con halo o un planisferio iluminado desde dentro. Entonces abrió la boca (él pudo atisbar su úvula negra, bodocal).

No falte a la cita, señor Rufo. Le esperamos.

y todo su cuerpo se transformó en otra cosa.

Rulfo no recordó jamás aquella nueva imagen, pero tan solo contemplarla le produjo una fugaz ablación de la cordura. Despertó gritando, creyéndose loco e incapaz de comprobar que no lo estaba.

Se encontraba a solas en el dormitorio. Susana se había ido ya, aunque la cama aún conservaba un rastro de su perfume. Estaba amaneciendo.

Faltaban menos de veinticuatro horas.

VIII. LA CITA

El lunes, la muchacha no quiso salir de la habitación. La tarde la sorprendió aún en la cama, con la cara oculta entre las manos. Había pedido que le subieran la cena y se había negado a que limpiaran el cuarto. Sabía que los empleados del motel empezaban a preguntarse cosas pero no le importaba. Su angustia era excesiva.

La simple, fantástica posibilidad de que siguiera vivo le resultaba insufrible. Solo pensar en su odioso semblante le provocaba náuseas y erizaba su piel. Comprendía, sin embargo, que estaba dejándose llevar por un temor absurdo: la persona que había visto a través del espejo el día anterior se le parecía, sí, pero no podía ser él. Aquel hombre estaba muerto. Ella misma lo había matado.

No obstante, ahora sabía que había algo peor que Patricio.

Los recuerdos se habían abierto paso en su interior con la fuerza del sol en una habitación polvorienta. Al principio había creído que eran sueños, como los de Lidia, pero comenzaba a relacionarlos con experiencias de una vida remota, aunque cierta. Su propia vida.

Patricio no había sido el único responsable: alguien lo había manipulado para dañarla a ella, alguien que se hallaba tan pendiente de que sufriera como un amante lo hubiese estado de complacerla. Era un titiritero que manejaba los hilos desde la oscuridad y se había propuesto no dejarla nunca en paz, perseguirla y atormentarla dondequiera que se ocultase. Su principal entretenimiento durante los últimos años había consistido en verla en manos de «clientes» sin nombre que gozaban humillándola. Eso había sido, para aquel que lo controlaba todo, puro juego.

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