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– ¿Dice Rauschen algo sobre Akelos?

– Ya se me olvidaba. La dama número once, Akelos, traicionó al coven ayudando a la antigua Saga. Rauschen no especifica cómo ni añade nada más, pero… ¿Última hipótesis, querido alumno…?

– La nueva Saga ordenó que Akelos fuera expulsada también -dijo Rulfo, comprendiendo.

– Exacto. Y no solo eso: que fuera eliminada para siempre. Incluyendo su imago, que es la figura que les permite vivir para siempre pasando de un cuerpo a otro. ¿Sabes por qué estaba hundida en aquel acuario? Rauschen lo menciona de pasada, hablando de las clases de ceremonias: existe un ritual llamado «Anulación» por el cual la dama en cuestión queda desprovista de poder si su imago es hundida en agua con la filacteria apropiada… Pero éste es el primer paso. Para destruir la imago necesitan realizar otro ritual más complejo… y, naturalmente, para realizarlo necesitan la imago… -Volvió a reír con suavidad-. Sin duda, Miguel Robledo, el asesino de Lidia Garetti, no era de la secta, pero fue manipulado por ellas para entrar en la casa, cargarse a las criadas y torturar a la señora refinadamente… tras hundir su figura en el acuario.

Y nosotros la hemos recuperado impulsados por esos sueños, pensó Rulfo.

– ¿Qué hay acerca de la dama número trece, César? ¿Qué averiguó Rauschen sobre ella?

Se escuchó un tintineo, un golpe de cristales. Está bebiendo, pensó.

– Ah, esa pregunta es para nota, querido alumno… Aún no sabemos lo bastante como para contestarla. De hecho, creo que nadie podría contestar a eso. Rauschen solo dejó informes sobre profesores y alumnos… Es obvio que sospechaba que la misteriosa dama estaba relacionada con alguien de la universidad… Pero ¿quién? ¿Dónde? Quizá en España, ¿no? Recuerda que se trasladó a vivir aquí… Pero esto es tan solo una hipótesis… Lo que más me atemoriza de todo, ¿sabes qué es? Que le permitieran conservar tantos archivos. Sospecho que las damas se sienten mucho más seguras que los corruptos… -Hizo una pausa y prosiguió en otro tono-. Sé que soy un maldito cobarde por no acompañarte el martes por la noche, pero… Bueno, digamos que prefiero arriesgar la vida de una manera mas cómoda… Lo de Susana ya está arreglado. Ayer tuvimos una bonita discusión, pero conseguí lo que me proponía: se ha ido fuera de Madrid, creo que a casa de sus padres. La distancia no nos vendrá mal a ninguno de los dos. Por supuesto, no recibió la noticia con la mejor de las sonrisas, pero jamás me perdonaría a mí mismo si…

– Comprendo -dijo Rulfo.

– Salomón, en serio: no juegues a hacerte el héroe y devuélveles la figura. Si quieren fastidiar a Akelos, es cosa suya… Pero, en cualquier caso, te deseo buena suerte, querido alumno. Fue un placer y un honor para mí haber sido tu profesor y tu amigo, pese a nuestras diferencias… Y no nos compadezcamos demasiado, oye: después de todo, ambos opinábamos que valía la pena morir por la poesía, ¿recuerdas…?

– No vamos a morir, César -dijo Rulfo sin acompañar a César en su risotada, sintiendo los ojos húmedos y un escozor en la garganta.

– Ellas no dejarán testigos -jadeó de repente la voz del ex profesor, lenta, oscura. Rulfo recordó que era el tono con que solía concluir sus clases-. Ahora comprendo el terror que dominaba a mi pobre abuelo… Ruego por que, al menos, no alcancen a Susana… Apenas sabe nada… Quizá ella pueda escapar… Adiós, querido mío… Cuídate mucho.

La conversación se interrumpió en la línea, no en la mente de Rulfo. No dejarán testigos. Sintió un nudo en la garganta, pero comprendió que no era su propio destino lo que más le apenaba, sino el de César Sauceda, su viejo profesor, el hombre que había creído que la vida era poesía.

Y ahora todos iban a morir porque tenía razón.

Pasó el resto del domingo y el lunes de forma similar: dando incontables vueltas por los alrededores de Lomontano. Escogía, alternativamente, las estrechas callejuelas del centro o la amplitud anónima de Gran Vía, y contemplaba a los apresurados transeúntes. En aquellas caras concentradas y aquel ir y venir de personas tan diversas enfrentándose a un Madrid taquicárdico, no pudo encontrar ni rastro del extraño mundo de las damas. Era como si se hubieran hecho irreales, como si nunca hubiesen existido. Incluso empezó a pensar que todo aquello no era sino una fantasía forjada por desequilibrados como César o él. Pero la presencia de la figura de cera en el bolsillo le devolvía una y otra vez a la realidad. No, no a la realidad, matizaba: A la verdad.

El lunes por la tarde, al regresar a su casa, los ojos preocupados de la portera lo detuvieron en el vestíbulo.

– Una joven ha venido a verle. Acaba de subir.

Creyó saber de quién se trataba. ¿Por qué habrá venido? se preguntó mientras subía las escaleras con rapidez. ¿Le habrá ocurrido algo en el motel? Pero, al llegar a su piso, comprobó que se había equivocado por completo.

– Menuda cara has puesto -sonrió Susana-. ¿A quién esperabas?

Se mordía las uñas. Era su vicio secreto, pero se hacía inevitablemente público cuando estaba nerviosa. Como ahora.

– Me ha dicho que mi trabajo de puta ha terminado… Bueno, no me lo ha dicho así, claro… Él lo llama: «Necesidad de replantearse la vida». Y me ha despedido sin derecho a indemnización. «Vete con tus padres una temporada.» Hijo de puta. Puedo asegurarte que el día que he pasado ayer no se lo deseo ni a mi peor enemigo. Por supuesto, me marché sin rechistar; no hubiera sido capaz de rebajarme a rogarle nada… Pero no he ido a casa de mis padres, estoy hospedada con una amiga…

Llevaba un conjunto de dos piezas castaño oscuro, medias color almendra, sandalias altas y una cinta de gasa al cuello. Olía a perfumería y alcohol. Rulfo se dio cuenta de que había estado bebiendo antes de presentarse allí.

– Oh, claro que le insulté, le dije muchas tonterías, pero se limitó a repetir que no era una separación definitiva sino un «replanteamiento». O lo que es lo mismo: quiere estar solo. Yo le distraigo. La verdad, todo eso me deprimió bastante. Pero hoy lunes me he despertado más tranquila y lo he visto desde otra óptica. Creo conocer bien a César, y pienso en dos posibilidades: o le gusta otra o le ocurre algo grave. -Sus ojos chispearon burlones mientras sonreía-. Sinceramente, me quedo con lo segundo. ¿Y tú? -Rulfo no dijo nada. Bebió un sorbo de whisky. Susana le imitó-. De repente recordé que en los últimos días andaba muy atareado contigo y tus aventuras… Tramáis cosas juntos, os encerráis en las habitaciones a cuchichear como viejas… En fin, se me ha ocurrido pensar, tonta de mí, que todo esto tiene que ver con el viaje relámpago que hicisteis el viernes a Barcelona, y del cual César no ha querido darme detalles. Por eso estoy aquí, para preguntártelo. No te preocupes, no voy a pedirte alojamiento… Solo quiero que me digas si me equivoco.

– No sé lo que le ocurre a César. Deberías preguntarle a él, no a mí.

La reacción de ella fue imprevista. Había terminado de vaciar el segundo vaso cuando, de repente, lo dejó sobre la mesa con un sonoro golpe. Por un momento Rulfo pensó que el cristal se había destrozado entre sus dedos.

– ¿Qué coño os creéis que soy…? ¿Una pelota de tenis? ¿Ahora estoy en tu campo y tú me largas al suyo…? -Se inclinaba hacia delante, los ojos azules fijos en él, el costoso peinado flotando sobre su cabeza. Entonces suavizó la voz-. Voy a confesarte algo: antes, eso me gustaba. Me encantaba que os pelearais por mí. En serio… Y te puedo asegurar que no era por satisfacer mi ego. Bueno, no solo por eso. Quería veros sacar las uñas porque sabía… Sabía que cuando firmarais el tratado de paz, me miraríais y diríais: «Ah, pero ¿sigues ahí, Susana…?». Hace tiempo que me he dado cuenta de que solo me necesitáis cuando sois enemigos… -Rulfo bajó la vista hacia su copa. Ella seguía hablando, cada vez más alterada-. Y ahora, ¿qué ha pasado…? Pues que has venido tú con tu maravillosa aventura, y él ha dicho: «¡Fantástico! ¡El consuelo de mi jubilación…!». Y de nuevo os dais la mano y yo sobro, ¿no…? Bien, pues he aquí la gran noticia: no voy a permitir que sigáis jugando conmigo. En el fondo, César cree que soy esa clase de mujer que se acuesta con el que más dinero tiene. Pero le enseñaré que su dinero me importa una mierda, y su casa y sus aventuras, otra -Guardó silencio un instante, o, más exactamente, dejó de hablar sin guardar silencio: sorbía por la nariz, respiraba con fuerza. Rulfo recordó que César llamaba a esos gestos «los neumas del dolor»-. Ahora dime sinceramente si todo esto tiene algo que ver con vuestro maravilloso viaje por el túnel del terror. Eso me tranquilizaría bastante.

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