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Observó el altillo abierto, trepó a una silla y guardó el retrato con los demás. Deseaba asegurarse de que estaban todos, pero no iba a hacerlo en aquel momento. Encontró intacta la botella de whisky que había comprado. Muy atentos, gracias. La sujetó con las dos manos y sintió la frialdad del cristal. Se acostó sin desnudarse. No abrió la botella hasta otorgarle, con las manos, la tibieza de un cuerpo.

Cuando descolgó, no sabía cuántas veces había sonado aquel timbre.

– Salomón, qué coño te pasa… ¡llevo llamando desde hace horas…!

El sábado se derramaba en la habitación repleto de un sol que desmenuzaba cruelmente su dolor de cabeza.

– Es increíble, te lo juro… Encontré el libro que Rauschen me envió, Los poetas y sus damas. He pasado toda la noche leyéndolo… Pero no te adelantaré nada: tienes que venir…

Déjelos fuera.

– ¿Salomón?

Deje fuera de este asunto a sus amigos.

– Sigo aquí, César.

– ¿Vienes o qué?

– No creo que pueda. Tengo… mucho que hacer… hoy.

Mientras pensaba rápidamente en alguna excusa creíble, escuchó los murmullos de insatisfacción al otro extremo del auricular.

– Pues entonces iremos nosotros… Estaremos en tu casa, aproximadamente, en…

– No, aguarda. Será mejor…

Sabía que un César Sauceda entusiasmado era mucho más difícil de manejar que el de costumbre. Por un momento le horrorizó la idea de que descubrieran el estado de su apartamento. Y conocía de sobra a su ex profesor como para tener la certeza de que, aunque le dijera sin tapujos que no deseaba verlo, haría caso omiso a su grosería y se presentaría en Lomontano con Susana haciendo sonar el claxon. Supuso que lo único que podía hacer (sobre todo en aquel momento, con la cabeza aturdida por la resaca de whisky) era fingir que no sucedía nada.

– Mejor que vaya yo. Dame una hora.

Colgó, se sentó en la cama e inspeccionó el caos de libros esparcidos por el suelo. No iba a ponerse a arreglar nada: se ducharía, tomaría una taza de café caliente e iría a casa de César para intentar convencerle de que no metiera más las narices en aquel estercolero.

Pero antes necesitaba comprobar dos cosas.

Encendió el ordenador, que había instalado en el dormitorio, al igual que la televisión, para dejar más espacio en el comedor para los libros, y entró en la red. Mientras las páginas se cargaban en la pantalla, sacó del bolsillo el papel con el número de teléfono de Raquel y lo marcó desde su móvil. Escuchó la voz en el auricular al tiempo que tecleaba en los buscadores habituales: «Telefónica le informa que el número que ha marcado…». Lo marcó otra vez, con idéntico resultado: Raquel le había dado un número inexistente. ¿Por qué?

De repente, en la pantalla del ordenador apareció un titular.

UN HOMBRE SE QUITA LA VIDA TRAS VIOLAR

Y ASESINAR A SU HIJA DE DIECISÉIS AÑOS.

Abrió la página, leyó el texto varias veces, vio las fotos.

Sintió que el pánico era una sustancia fría inoculada en su sangre.

– Veamos. En primer lugar, un dato muy simple. Como ya os dije, las historias que se narran aquí no están documentadas. No existe ninguna prueba objetiva de que todo esto sea cierto, y me temo que ningún investigador serio se lo creería. Pero, ya me conocéis, yo nunca he sido serio…

– Y que lo digas -apuntó Susana desde la alfombra. Su conjunto de gargantilla de seda, blusa y pantalones negros contrastaba con el colorido de los dibujos persas sobre los que se hallaba reclinada.

Fiel a su costumbre, César había pospuesto la revelación de secretos hasta la sobremesa. Ahora, tras el café, daba continuos paseos de un lado a otro mirándolos por encima de sus gafas azules. El libro que enarbolaba era un volumen sencillo, encuadernado en negro.

– Aquí se describe el encuentro de varios poetas célebres con los seres que constituyeron sus fuentes de inspiración. Pero la idea que otorga unidad a las diversas narraciones consiste en la convicción de que tales encuentros no fueron casuales ni aislados. Muy al contrario: estaban preparados por la secta de las damas. Y los seres con quienes se encontraron los poetas eran sobrenaturales. -Susana hizo un mohín de burla en dirección a Rulfo y se rascó una rodilla. César la miró con divertido reproche-. Oh, no saquemos conclusiones precipitadas antes de saberlo todo, querido público… Esta fantasía está muy elaborada, ya lo veréis. El autor afirma que la leyenda de las damas es muy antigua, y que con ella se han tejido muchas leyendas distintas: la de las Musas, las Gorgonas, Diana y Hécate; Circe, Medea, Enotea y otras brujas de los poetas clásicos; Cibeles y Perséfone; la völva escandinava, que cabalga sobre un lobo; la bruja renacentista, que monta sobre una escoba; la Lilitu asiria y la Lilith bíblica; la Dama del Lago del ciclo artúrico, la Serpiente Blanca, las brujas de Macbeth; la Venus de Ille, de Mérimée; la Lamia de Keats, la Bruja del Atlas de Shelley; la Reina de la Noche, de Mozart, la Alcina y la Melissa de Handel y la Armida de Haydn… Siempre es lo mismo: figuras femeninas poderosas y perversas, relacionadas de alguna forma con el arte. El poeta y erudito Robert Graves fue uno de los primeros en señalar los vínculos de esta leyenda con la poesía en su libro La diosa blanca, pero nunca llegó a afirmar seriamente que los poetas estuvieran inspirados por criaturas reales, aunque sobrehumanas… No me preguntéis cómo los inspiran: quedaos con la idea de que las damas son seres con la capacidad de impulsar a los poetas a crear. El libro habla poco sobre ellas. Afirma que son trece, en efecto, y que nunca se menciona la última, tal como me dijeron mi abuelo y Rauschen, aunque no especifica la razón de esto. Reciben un número, un nombre secreto y un símbolo en forma de medallón de oro. Los nombres proceden del latín o del griego y recuerdan los de las brujas de la tradición satanista… -Abrió el volumen por una de las páginas marcadas y leyó-: «Baccularia, Fascinaria, Herberia, Maliarda, Lamia, Maleficiae, Veneficiae, Maga, Incantátrix, Strix, Akelos y Saga», que es la número doce, la última que posee nombre…

– Menudos nombrajos -dijo Susana.

– Son nombres clásicos de brujas: la leyenda de las brujas surgió a raíz de las damas, y por eso recibieron los mismos nombres que ellas. Ya os comenté que Laura, la mujer que inspiró a Petrarca, era en realidad Baccularia, la dama número uno. Fascinaria, la número dos, inspiró a Shakespeare: fue la Dama Morena de sus sonetos. Se narran también el encuentro de Herberia, la número tres, con Milton; de Maliarda, la número cuatro, con Hölderlin; de Lamia, la número cinco, con Keats; de Maleficiae, la número seis, con William Blake… Así, hasta el de Borges con Saga. Sé lo que estáis pensando: que todo esto es un cuento infantil mezclado con teoría literaria. Yo también lo creo, por cierto. Pero, como dice el poeta, «tiene método».

Susana flexionó las piernas sobre la alfombra. Acababa de encender un cigarrillo de marihuana.

– Resumiendo -dijo-: A lo largo de la historia, unos seres misteriosos, en forma de hermosas mujeres…

– O de hombres atractivos -matizó César-, o de viejos o niños… Pueden adoptar cualquier apariencia, ser cualquier persona…

– … se dedican a inspirar a los poetas. Muy bien. ¿Y por qué? ¿Qué interés tienen en hacer eso?

– Ése es el nudo gordiano. El gran secreto. Tened en cuenta que la leyenda de las Musas procede de ellas: diosas que otorgaban a los artistas el necesario hálito creativo… Pero… ¿por qué? -La sonrisa de César se hizo extensiva al resto de su semblante.

– Tú ya lo has averiguado -diagnosticó Susana con los dedos hundidos en el pelo. César hizo un gesto ambiguo-. ¡Tú ya lo sabes, maldita sea! -rió ella y le arrojó un cojín desde el suelo.

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